Los señores de la estepa (39 page)

Un rápido redoble de tambores señaló la conclusión de los preparativos. Las puntas de las lanzas se movían y reflejaban el sol como miles de velas encendidas. Yamun levantó una mano, y su señalero bajó el estandarte de colas de yac hasta el suelo. La señal había sido dada. Había comenzado la guerra.

Koja observó, temeroso y expectante, a la espera de ver qué haría Goyuk. El estandarte de la media luna se inclinó, y como una ola las banderas de los
minghans
repitieron el movimiento, para transmitir la señal a todo lo largo del frente. Las filas de jinetes se prepararon.

Un sonido se elevó de la llanura, al principio como una brisa entre las hierbas. El sonido fue en aumento hasta que retumbó como la fuerza de una tormenta. Diez mil gargantas lanzaban su agudo y penetrante grito de guerra. Era tal el clamor que hasta las mismas montañas parecían reclamar la sangre de Shou Lung.

El estandarte de Goyuk se elevó de golpe, y el efecto fue electrizante. Las banderas de los
minghans
dieron réplica a la señal. Los escuadrones parecieron ensancharse, encogerse, y, entonces, todo el
tumen
se puso en movimiento. Los gritos de guerra fueron reemplazados por un nuevo sonido: el martilleo de cuarenta mil cascos contra el suelo. Hasta la cumbre del risco pareció sacudirse con el estruendo.

—¡Hai! —gritó Yamun. Se puso de pie impulsado por su deseo de estar a la cabeza, dirigiendo el ataque. Como no podía ser, se paseó de arriba abajo, al tiempo que dictaba órdenes.

Los hombres de Goyuk cruzaron la llanura sin deshacer la formación. Esta vez no se trataba de una carga a la desesperada. Los
minghans
avanzaban al trote, en orden. Poco a poco, a medida que se reducía la distancia hasta la línea enemiga, los caballos ganaron velocidad, primero a un trote rápido, y después a todo galope. Al otro lado, los esperaban las lanzas shous.

Yamun esperó el momento en que la primera línea de jinetes acortaría de pronto el paso, antes de topar con el enemigo, dispararía una andanada de flechas y después se retiraría para provocar a sus contendientes a una persecución.

Aquel momento nunca llegó.

Desde el risco, Yamun pudo ver cómo la primera hilera de jinetes llegaba a la distancia de tiro, casi en el comienzo de la sombra de la Muralla del Dragón. Entonces, a todo lo largo de la línea tuigana, el suelo se onduló y se elevó con un tremendo estallido de rocas y polvo. Se escuchó el sonido chirriante de las piedras que se rozaban entre sí, y el ruido, como un trueno, al rajarse la tierra. Otro sonido, mucho más agudo que el rugido de la tierra estremecida, se elevó en medio de la confusión: el lamento de miles de hombres y animales.

Yamun soltó un grito de asombro e indignación. Las primeras filas del
tumen
de Goyuk habían desaparecido repentinamente, aplastadas por las piedras y la tierra. Las filas siguientes, incapaces de sofrenar a sus monturas, fueron engullidas por la inmensa nube de polvo que cubría la zona. Aquí y allá la nube se desgarraba y se podían ver los géiseres de tierra que estallaban entre los jinetes, dominados por el pánico. Grandes trozos de roca caían como una granizada sobre los soldados, y convertían sus cuerpos en piltrafas ensangrentadas.

Frente a la carnicería, el
tumen
contuvo su avance y comenzó la retirada. Los jinetes más apartados del terremoto dieron media vuelta y escaparon. Su pánico fue contagioso. Los estandartes cayeron al suelo a medida que más hombres se sumaban a la desbandada.

Con un arrojo increíble, un escuadrón tuigano se mantuvo firme y prosiguió su avance a través del cataclismo. En el centro del grupo ondeaba el estandarte de Goyuk. La inmensa nube se extendió hacia ellos dispuesta a engullirlos en su seno.

—¡No! ¡Vuelve, Goyuk! —gritó Yamun, desesperado, como si los jinetes pudieran escuchar su orden. El Khahan se volvió hacia el señalero—. ¡Transmite la orden de retirada!

De pronto, la carga de Goyuk entró en la nube. Surtidores de piedras y tierras se alzaron entre los jinetes y dispersaron a hombres y animales como juguetes. Un aluvión de rocas descendió sobre el estandarte de Goyuk, que desapareció de la vista.

—¡Eke Bayalun! —aulló Yamun—. ¡Buscad a Madre Bayalun! ¿Dónde están sus hechiceros? ¡Deben poner fin a esta matanza! —El Khahan se abrió paso entre el pequeño grupo, sin dejar de dar órdenes y reclamar informes, y, sobre todo, exigiendo la presencia de la segunda emperatriz para que le diera una explicación del horror que acababa de presenciar. Koja no había visto nunca a Yamun tan furioso.

Un jinete apareció a todo galope, atravesando la fila de los kashiks sin dejar de fustigar su caballo. En cuanto estuvo cerca del Khahan se apeó de un salto y se tendió de bruces delante de Yamun.

—¡Un mensaje de la segunda emperatriz, señor Yamun! —gritó.

El Khahan se volvió hacia el hombre, con la mano alzada dispuesta a golpear.

—¡Habla! —gritó, para hacerse escuchar sobre el estruendo en la pradera.

Sin apartar el rostro del suelo, el mensajero repitió a todo pulmón las palabras de su señora.

—La segunda emperatriz dice que la magia de los shous ha pillado a sus hechiceros por sorpresa. Se ven incapaces de hacer nada. Pregunta si el sacerdote extranjero sabe por qué se sacude la tierra. Pide humildemente perdón por su fracaso y...

—Escucharé sus excusas más tarde —lo interrumpió el Khahan, apartándose del hombre.

El mensajero se levantó de un salto y retrocedió hacia su caballo. Uno de los kashiks se apiadó al ver el miedo del guardia y se apresuró a acompañar al correo fuera de la vista de Yamun, que tenía puesta su atención en los hombres y caballos que entraban y salían de la nube de polvo.

—¡Mi caballo! —ordenó el Khahan. Un escudero corrió a buscar la yegua blanca—. Señalero, iremos allá abajo. ¡Prepárate a cabalgar! —Los guardias se miraron los unos a los otros, y corrieron a buscar sus caballos para acompañar al Khahan.

Sin esperar a que sus guardaespaldas acabaran sus preparativos, Yamun clavó las espuelas a su caballo y se lanzó ladera abajo. La escolta lo siguió un segundo más tarde, en una loca carrera por la empinada pendiente.

Sechen, cuyo enorme corpachón parecía una montaña sobre la montura, azotó a su caballo salvajemente para mantenerse a la par del Khahan. Su amo parecía dispuesto a meterse en una trampa, y el gigante estaba decidido a protegerlo. La pareja llegó a la llanura con mucha ventaja sobre el resto de los guardaespaldas.

Pequeños grupos de jinetes salían del torbellino de polvo y galopaban en busca de la seguridad del risco. Hombres solos y caballos huían, presos del pánico. Armas, escudos y armaduras sembraban el suelo.

Yamun continuó su marcha y, de pronto, sofrenó su caballo delante del primer grupo de fugitivos.

—¡Formad! ¡Deteneos aquí mismo! ¡Es una orden! —Los hombres se detuvieron al verse frente a frente con su Khahan—. ¡Vigílalos! —le ordenó a Sechen, y después se alejó al galope en dirección a otro grupo de soldados.

Desde la cumbre del risco, Koja observó al Khahan galopar de un lugar a otro, con el fin de detener la desbandada y organizar la defensa. El caudillo resultaba inconfundible con su estandarte, su caballo blanco y la escolta de guardias uniformados de negro que lo seguían a todas partes. Su efecto sobre los hombres era inmediato; las tropas detenían su huida y recuperaban poco a poco la formación. Yamun encomendó a Sechen acabar la tarea, y regresó a su puesto de mando. En cuanto llegó, seguido por sus guardaespaldas, el lama se acercó a él con toda discreción.

Con aspecto agotado, Yamun se acomodó en su taburete. Durante un buen rato permaneció en silencio, con la mirada puesta en el campo de batalla. El polvo se asentaba poco a poco, y podía ver mejor la escena de la destrucción. A lo largo del frente había una franja de tierra revuelta y rocas partidas. La mayoría de los muertos y heridos yacían allí, aplastados o aprisionados debajo de los escombros. A cada lado de la línea todavía se veían algunos focos de resistencia. Un puñado de jinetes tuiganos, los que habían ocupado la vanguardia, se encontraban acorralados en el sector más cercano a la Muralla del Dragón. Luchaban con gran denuedo, a pesar de verse superados en número y cercados por el enemigo.

En unos pocos lugares, los soldados shous habían cometido la estupidez de cruzar la barrera mágica, seguros de que no hallarían resistencia. Estos pelotones fueron rodeados por los tuiganos, que acabaron con ellos en un santiamén.

En el preciso momento en que Koja se convenció de que Yamun había perdido todo ánimo de combate, el señor de la guerra se irguió en su taburete, recuperado del desánimo y la desesperación que lo habían embargado.

—Buscad a Goyuk, si es que vive. Quiero saber qué ocurrió —ordenó. Poco a poco recuperaba la energía. Partió el mensajero, y Yamun llamó a otro—. Dile a Sechen que separe a los que escaparon del resto de los hombres. Que ejecute a todos los que no llevan armas. Todos los demás recibirán siete azotes, y cada décimo, dos veces siete.

—¡Hay miles de hombres allá abajo! —exclamó Koja, asombrado.

—No debieron huir —le respondió Yamun, severo, y prosiguió con las órdenes—. Los hechiceros recibirán siete azotes por su fracaso. Y, si Bayalun protesta, dile que puede escoger entre los azotes, o enviarme a siete para ejecutarlos. Como prefiera. —El hombre asintió y se marchó con el mensaje.

»Avisad a los
yurtchis
que avancen el campamento. Nos quedaremos aquí.

Con un ademán, Yamun despidió a los demás correos y esperó a que se alejaran antes de volver su atención a Koja.

—Y ahora,
anda
, dime: ¿por qué ocurrió esto? —La voz del Khahan era dura y controlada.

—No lo sé. Lo que habéis visto, si no me equivoco, ha sido obra de una criatura—espíritu muy poderosa. —El sacerdote habló en un tono suave, poco dispuesto a comprometerse antes de conocer más detalles.

—¿Quieres decir que esta... criatura protege a los shous, y no nos permitirá atacar la Muralla del Dragón? —preguntó Yamun, incrédulo, al tiempo que intentaba comprender la naturaleza del poder que había visto. Su rabia y su frustración fueron en aumento.

—Quizá. No lo sé. —Koja contempló la carnicería de la llanura.

—¿Puedo derrotarla,
anda
?

—No lo sé. —Koja suspiró—. Nunca he visto nada parecido. No sé qué hacer.

—¡Entonces, piensa alguna cosa! —rugió Yamun, descargando un latigazo contra el suelo.

—He tenido sueños —explicó Koja, nervioso—. Creo que el espíritu me habla. Nos llama, a vos y a mí, para que lo liberemos de la pared. Al parecer, piensa que tenemos algún poder.

—¿Es todo lo que sabes? —exclamó Yamun, desilusionado con la respuesta del lama—. ¿Tu plan consiste en esperar a que te visite en sueños?

—Si es necesario, Yamun. No resulta fácil dar órdenes a los espíritus. —Koja estaba cansado, y casi perdió los estribos con el Khahan. Hizo un par de inspiraciones profundas para serenarse—. Debo buscar la guía de Furo —añadió.

—Adelante, habla con tu dios. Y, cuando acabes, dime cómo derrotar a aquella cosa. —Yamun señaló la llanura—. Los sirvientes te darán todo lo que necesites. Tengo que ocuparme de otras cosas. —Yamun se puso en pie—. Que la bendición de Teylas sea contigo,
anda
—dijo, antes de marcharse.

—Y la de Furo con vos, Yamun —contestó el lama, con la mirada puesta en el Khahan que ya galopaba otra vez hacia el llano.

»Papel y pincel —le ordenó Koja a un escudero.

El hombre corrió a buscar los adminículos de escritura y los dejó delante del lama. Koja sujetó el pincel y compuso con mucho cuidado una elegía por los muertos en la llanura. Sin embargo, el poema no tenía un propósito meramente literario; necesitaba los versos para el hechizo que pensaba realizar. Repasó el poema, y después lo dejó a un lado.

—Ocúpate de que nadie me moleste —le ordenó al escudero. El hombre asintió. El lama cerró los ojos y comenzó a recitar sus plegarias. Durante diez minutos, oró sin alzar la voz. Entonces se detuvo, abrió los ojos y pegó fuego al papel. La delgada hoja ardió en un instante, y sus cenizas se dispersaron en el aire. Koja volvió a cerrar los ojos y esperó.

De pronto, abrió los ojos y se levantó. El hechizo había concluido; se había comunicado con su dios. Con la punta del pie, dispersó el resto de las cenizas. El pequeño grupo de escuderos que había observado su extraño comportamiento se apresuró a reanudar sus tareas, temerosos de que Koja pudiese echarles alguna maldición.

—¿Dónde está Yamun? —preguntó el lama. Uno de los sirvientes señaló nervioso hacia el oeste.

—Está en su yurta, gran historiador —contestó el hombre. Sin perder un segundo, Koja montó su caballo y cabalgó hacia la tienda del Khahan.

Cuando le anunciaron la presencia del lama, Yamun se apresuró a despachar sus asuntos e hizo pasar a su
anda
.

—Siéntate y dime qué has averiguado —le pidió el Khahan en cuanto Koja cruzó el umbral.

—El poderoso Furo ha tenido la gracia de escuchar mis plegarias —contestó Koja, mientras ocupaba su asiento. Yamun dejó su trono y fue a sentarse en el suelo, bien cerca de su
anda
.

—¿Y?

—Fue un espíritu el responsable del ataque; un espíritu atrapado en la Muralla del Dragón —explicó Koja, ansioso—. El mismo espíritu que me habló en mis sueños, aunque Furo no me ha dicho por qué lo hizo.

—¿Puede ser destruido? —preguntó Yamun, con un puño levantado.

—No, no puede ser destruido —negó Koja—. Furo dijo que ansia la libertad. Tiene que haber alguna forma de liberarlo.

—¿Cómo,
anda
, cómo? —Yamun miró a Koja, atento a su respuesta.

—Para saberlo —respondió Koja—, debo hablar con el espíritu de la Muralla del Dragón.

—Entonces, hazlo —exclamó Yamun, que se dirigió hacia la puerta.

—No puedo —repuso Koja. El Khahan se detuvo al escucharlo—. No puedo si no descanso primero. Los hechizos resultan agotadores. Estaré listo esta noche, antes del alba. Y necesitaré una ofrenda, algo adecuado para alguien tan poderoso como parece ser este espíritu. ¿Es posible, Yamun?

—Me ocuparé de los arreglos —le aseguró Yamun, mientras caminaba lentamente hacia su trono—. ¿Qué pasará después de que hables con el espíritu?

—No lo sé —admitió Koja—. Nunca he hecho antes este tipo de cosas.

Un kashik se asomó a la puerta, tras asegurarse de que el Khahan había advertido su presencia. A sus espaldas estaba uno de los mensajeros de Yamun.

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