—Le pido perdón, primer orador. Debería haber dicho, suponiendo que designe a la oradora Delarmi como su sucesora tras mi regreso de esta misión, ¿tendrá a bien aconsejarle que…?
—Tampoco la nombraré mi sucesora en el futuro, de ninguna manera. Y ahora, ¿qué tiene que decir? —El primer orador fue incapaz de hacer este anuncio sin mostrar su satisfacción por el golpe que le estaba asestando a Delarmi. No habría podido hacerlo de un modo más brillante.
—Bueno, orador Gendibal —repitió—, ¿qué tiene que decir?
—Que estoy desconcertado.
El primer orador volvió a levantarse y dijo:
—La oradora Delarmi ha dominado y acaudillado, pero esto no es todo lo que se necesita para el cargo de primer orador. El orador Gendibal ha visto lo que nosotros no hemos visto. Ha hecho frente a la hostilidad de toda la Mesa, y la ha obligado a reconsiderar la cuestión, y la ha forzado a aceptar sus teorías. Yo tengo mis sospechas sobre los motivos de la oradora Delarmi para echar la responsabilidad de la persecución de Golan Trevize sobre los hombros del orador Gendibal, pero a él le corresponde llevar esa carga. Sé que triunfará, confío en mi intuición para saberlo, y cuando regrese, el orador Gendibal se convertirá en el vigésimo sexto primer orador.
Se sentó bruscamente y cada uno de los oradores empezaron a manifestar su opinión en una batahola de sonido, tono, pensamiento y expresión. El primer orador no prestó atención alguna a la cháchara, sino que miró indiferente hacia delante. Ahora que ya estaba hecho, se dio cuenta, con cierta sorpresa, del gran alivio que suponía despojarse del manto de la responsabilidad. Debería haberlo hecho antes, pero no habría podido.
Hasta ahora no había encontrado a su sucesor idóneo.
Y entonces, por alguna razón, su mente tropezó con la de Delarmi y levantó los ojos hacia ella. ¡Por Seldon! Estaba tranquila y sonriente. Su profunda decepción no se traslucía; no había renunciado. Se preguntó si en realidad sólo habría conseguido hacerle el juego. ¿Qué otra baza podía quedarle por jugar?
Delora Delarmi habría mostrado abiertamente su desesperación y decepción si eso hubiera podido serle útil de alguna manera.
Habría sentido una gran satisfacción atacando a aquel necio senil que controlaba la Mesa o aquel idiota juvenil con quien había conspirado la Fortuna, pero satisfacción no era lo que quería. Quería algo más.
Quería ser primera oradora.
Y mientras quedara una sola carta por jugar, la jugaría.
Sonrió afablemente, y consiguió levantar la mano como si se dispusiera a hablar; luego la mantuvo en alto el tiempo suficiente para asegurarse de que, cuando hablara, el ambiente no seria sólo normal, sino expectante.
—Primer orador, como antes ha declarado el orador Gendibal, no desapruebo su decisión. A usted le corresponde elegir a su sucesor. Si ahora hablo, es porque puedo contribuir, espero, al éxito de lo que ahora constituye la misión del orador Gendibal. ¿Puedo explicar mis pensamientos, primer orador?
—Hágalo —contestó lacónicamente el primer orador. Le pareció que se mostraba demasiado suave, demasiado dócil.
Delarmi inclinó la cabeza con gravedad. Había dejado de sonreír y dijo:
—Tenemos naves. No son, tecnológicamente, tan espléndidas como las de la Primera Fundación, pero llevarán al orador Gendibal. Creo que él sabe pilotarlas, como todos nosotros. Tenemos representantes en todos los planetas importantes de la Galaxia, y será bien recibido en todas partes. Además, él puede defenderse incluso de esos Anti-Mulos, ahora que es consciente del peligro. Aunque ninguno de nosotros lo fuera, sospecho que prefieren trabajar con las clases inferiores e incluso con los campesinos hamenianos. Como es natural, inspeccionaremos minuciosamente las mentes de todos los miembros de la Segunda Fundación, incluidos los oradores, pero estoy segura de que han permanecido invioladas. Los Anti-Mulos no se atreven a interferir en nosotros.
»Sin embargo, no hay razón para que el orador Gendibal se exponga más de lo necesario. La temeridad nunca es aconsejable y creo que sería conveniente disfrazar su misión de algún modo… si es que ellos no tienen conocimiento de nada. Podría asumir el papel de un comerciante hameniano. Todos sabemos que Preem Palver se internó en la Galaxia como un supuesto comerciante.
—Preem Palver tenía un motivo específico para hacerlo así; el orador Gendibal no lo tiene. Si hay que adoptar algún disfraz, estoy seguro de que él se las ingeniara para adoptarlo —dijo el primer orador.
—Con todo respeto, primer orador, deseo sugerir un disfraz muy sutil. Como recordarán, Preem Palver llevó consigo a su esposa y compañera de muchos años. Ninguna otra cosa estableció tan claramente la tosca naturaleza de su personaje como el hecho de viajar con su esposa y así alejó toda sospecha.
—Yo no tengo esposa. He tenido compañeras, pero ninguna se prestaría ahora a asumir el papel marital —objetó Gendibal.
—Eso es bien sabido, orador Gendibal —replicó Delarmi—, pero la gente dará ese papel por sentado si cualquier mujer va con usted. No cabe duda de que aparecerá alguna voluntaria. Y si cree que puede ser necesaria una prueba documental, se la proporcionaremos. Opino que debería acompañarle una mujer.
Por espacio de un momento, Gendibal se quedó sin aliento. Delarmi no podía estar pensando en… ¿Podía ser una maniobra para asegurarse una parte del triunfo? ¿Podía estar preparando el terreno para una ocupación conjunta, o rotatoria, del cargo de primer orador?
—Me halaga que la oradora Delarmi haya pensado en sí misma para… —dijo Gendibal sombríamente.
Y Delarmi prorrumpió en carcajadas y miró a Gendibal casi con verdadero afecto. Había caído en la trampa y se había puesto en ridículo. La Mesa no lo olvidaría.
—Orador Gendibal, yo no cometería la impertinencia de querer participar en esta misión. Es suya y sólo suya, igual que el cargo de primer orador será suyo y sólo suyo. Nunca habría podido imaginarme que desearía llevarme con usted. La verdad, orador, a mi edad, ya no me considero una mujer fascinante…
Hubo sonrisas en torno a la mesa e incluso el primer orador intentó disimular una.
Gendibal acusó el golpe y procuró no agravar la pérdida reaccionando con violencia. No lo consiguió y dijo, lo menos ferozmente que pudo:
—Entonces, ¿qué es lo que sugiere? Le aseguro que no he creído, por un solo momento, que deseara acompañarme. Sé que aquí está en su elemento y, en cambio, no sabría desenvolverse en la confusión de los asuntos galácticos.
—Así es, orador Gendibal, así es —dijo Delarmi—. Sin embargo, mi sugerencia se refiere a su papel como comerciante hameniano. Para darle verdadera autenticidad, ¿qué mejor compañera que una hameniana?
—¿Una hameniana? —Por segunda vez en poco rato, Gendibal fue tomado por sorpresa y la Mesa se regocijó.
—La hameniana —prosiguió Delarmi—. La que le salvó de la paliza. La que lo mira con adoración. Aquella cuya mente sondeó usted y que después, de modo totalmente inconsciente, le salvó una segunda vez de algo mucho más grave que una paliza. Sugiero que se la lleve.
El primer impulso de Gendibal fue negarse, pero comprendió que eso era lo que ella esperaba. Significaría más diversión para la Mesa. Ahora resultaba evidente que el primer orador, ansioso por atacar a Delarmi, había cometido un error nombrando su sucesor a Gendibal, o, por lo menos, Delarmi lo había convertido rápidamente en uno.
Gendibal era el más joven de los oradores. Había encolerizado a la Mesa y después se había librado de ser condenado por ellos. En realidad, les había humillado. Ninguno podía verle como el heredero aparente sin resentimiento.
Esto habría sido bastante difícil de superar, pero ahora recordarían la facilidad con que Delarmi le había hecho caer en el ridículo y lo mucho que ellos habían disfrutado. Ella lo utilizaba para convencerles, con toda facilidad, de que carecía de la edad y la experiencia necesarias para el papel de primer Orador. Su presión conjunta obligaría al primer orador a cambiar la decisión mientras Gendibal estaba lejos. O, si el primer orador se mantenía firme, Gendibal terminaría encontrándose con un cargo que no le serviría de nada frente a una oposición tan cerrada.
Lo vio todo en un instante y fue capaz de contestar sin aparente vacilación.
—Oradora Delarmi, admiro su perspicacia. Yo había pensado sorprenderles a todos. Realmente tenía la intención de llevarme a la hameniana, aunque no por la misma razón que usted ha sugerido. Deseaba llevármela por su mente. Todos ustedes han examinado su mente. La han visto tal como es: asombrosamente inteligente pero, más que eso, clara, simple, desprovista de toda astucia. Como ya deben haber supuesto, ni el más leve toque efectuado en esa mente pasaría desapercibido.
»Así pues, me pregunto si se le habrá ocurrido, oradora Delarmi, que esa joven actuaría como un excelente sistema de alarma. Yo detectaría la primera presencia sintomática del mentalismo por medio de su mente, antes, creo, que por medio de la mía.
Hubo un silencio atónito, y Gendibal añadió, con desenfado:
—Ah, ninguno de ustedes había pensado en ello. ¡Bueno, bueno, no tiene importancia! Y ahora les dejo. No hay tiempo que perder.
—Espere —dijo Delarmi, habiendo perdido la iniciativa por tercera vez—. ¿Qué se propone hacer?
Con un ligero encogimiento de hombros, Gendibal contestó:
—¿Por qué entrar en detalles? Cuanto menos sepa la Mesa, menos probable será que los Anti-Mulos intenten molestarla.
Lo dijo como si la seguridad de la Mesa fuera su mayor preocupación. Llenó su mente con ello, y dejó que se notara.
Les halagada. Más que eso, la satisfacción que ocasionaría tal vez les impediría preguntarse si, en realidad, Gendibal sabía exactamente qué se proponía hacer.
El primer orador habló con Gendibal a solas aquella noche.
—Tenía usted razón —dijo—. No he podido dejar de penetrar bajo la superficie de su mente. He visto que consideraba el anuncio un error y lo ha sido. Debemos achacarlo a mi ansiedad por borrar esa eterna sonrisa de la mente de la oradora y vengarme de la indiferencia con que tan a menudo usurpa mi papel.
Gendibal dijo con amabilidad:
—Quizá habría sido mejor comunicármelo en privado y esperar hasta mi regreso para anunciarlo públicamente.
—Eso no me habría permitido atajarla… No es un motivo muy válido para un primer orador, lo sé.
—Ello no la detendrá, primer orador. Seguirá intrigando para obtener el cargo y quizá con buenas razones. Estoy seguro de que muchos opinan que yo debería haber rechazado la propuesta. Seguramente opinan que la oradora Delarmi es el mejor cerebro que hay en la Mesa y que sería el mejor primer orador.
—El mejor cerebro que hay en la Mesa, no fuera de ella —gruñó Shandess—. No reconoce a ningún enemigo real, excepto a los demás oradores. Ni siquiera debería haber sido elegida oradora… Vamos a ver, ¿debo prohibirle que se lleve a la hameniana?
Ella ha maniobrado para obligarle, lo sé.
—No, no, el motivo que he dado para llevármela es cierto. Será un sistema de alarma y agradezco a la oradora Delarmi que me haya ayudado a darme cuenta. La muchacha resultará muy útil, estoy convencido.
—De acuerdo, entonces. Por cierto, yo tampoco estaba mintiendo. Tengo el pleno convencimiento de que usted hará todo lo necesario para poner fin a esta crisis…, si es que confía en mi intuición.
—Creo que puedo confiar en ella, pues opino como usted. Le prometo que, suceda lo que suceda, no trataré a los demás como me han tratado a mí. Regresaré para ser primer orador, pese a todo lo que los Anti-Mulos, o la oradora Delarmi, puedan hacer.
Gendibal se percató de su propia satisfacción incluso mientras hablaba. ¿Por qué se sentía tan complacido, y se aferraba de tal modo a esta solitaria aventura por el espacio? Ambición, sin duda. Preem Palver había hecho exactamente lo mismo, y él demostraría que Stor Gendibal también podía hacerlo.
Nadie se atrevería a arrebatarle el cargo de primer orador después de esto. Y no obstante, ¿había algo más que ambición? ¿El aliciente del combate? ¿El deseo generalizado de agitación en alguien que había estado confinado en un escondido rincón de un planeta subdesarrollado durante toda su vida adulta?
No lo sabía con exactitud, pero sabía que estaba completamente resuelto a marcharse.
Janov Pelorat observó, por primera vez en su vida, cómo la brillante estrella iba convirtiéndose en un globo después de lo que Trevize llamó un «microsalto». Luego el cuarto planeta, el habitable y su destino inmediato, Sayshell, aumentó de tamaño y distinción más lentamente, a lo largo de varios días.
La computadora había hecho un mapa del planeta, ahora reflejado en una pantalla portátil que Pelorat tenía encima de las piernas.
Trevize, con el aplomo de quien, en sus tiempos, había aterrizado en varias docenas de mundos, dijo:
—No empiece a observar tan atentamente demasiado pronto, Janov. Primero tenemos que pasar por la estación de entrada y eso puede resultar tedioso.
Pelorat levantó los ojos.
—Seguramente sólo es una formalidad.
—Lo es. Pero, aun así, puede resultar tedioso.
—Pero es tiempo de paz.
—Naturalmente. Esto significa que nos dejarán pasar. No obstante, primero está la cuestión del equilibrio ecológico. Cada planeta tiene el suyo y no quieren que sea alterado. De modo que tienen la costumbre de registrar la nave en busca de organismos indeseables, o infecciones. Es una precaución razonable.
—Me parece que nosotros no tenemos esas cosas.
—No, no las tenemos y ya lo comprobarán. Además, recuerde que Sayshell no es miembro de la Confederación, de modo que seguramente exagerarán un poco para demostrar su independencia.
Una pequeña nave se acercó para registrarles y un inspector de la aduana sayshelliana subió a bordo. Trevize, que no había olvidado su instrucción militar, se mostró enérgico.
—El Estrella Lejana, procedente de Términus —dijo—. Los documentos de la nave. Sin armamento. Embarcación particular. Mi pasaporte. Hay un pasajero. Su pasaporte. Somos turistas.
El inspector lucía un llamativo uniforme en el que el carmesí era el color dominante. Sus mejillas y labio superior estaban afeitados, pero llevaba una corta barba partida de tal modo que los mechones sobresalían hacia ambos lados de su barbilla.