—De acuerdo. Empiece siguiendo mi consejo y limítese a contemplar el paisaje. Pronto aterrizaremos y le aseguro que no notará nada. La computadora y yo nos encargaremos de todo.
—Golan, no se incomode. Si alguna joven…
—¡Olvídelo! Déjeme ocuparme del aterrizaje.
Pelorat se volvió a mirar el mundo al final de la espiral contractiva de la nave. Era el primer mundo extranjero que visitaba en su vida. Este pensamiento le llenó de emoción, a pesar de que todos los millones de planetas habitados de la Galaxia habían sido colonizados por personas no nacidas en ellos.
Todos menos uno, pensó con un estremecimiento de trepidación/deleite.
El espaciopuerto no era grande en comparación con los de la Fundación, pero estaba bien equipado. Trevize observó cómo el Estrella Lejana era colocado en su amarradero e inmovilizado en su lugar. Les entregaron un complicado recibo en clave.
Pelorat preguntó en voz baja:
—¿La dejamos aquí?
Trevize asintió y colocó la mano sobre el hombro del otro para tranquilizarle.
—No se preocupe —dijo, en voz igualmente baja.
Subieron al coche de superficie que habían alquilado y Trevize conectó el mapa de la ciudad, cuyas torres se veían en el horizonte.
—La Ciudad de Sayshell —dijo—, la capital del planeta. La ciudad, el planeta, la estrella, todo se llama Sayshell.
—Estoy preocupado por la nave —insistió Pelorat.
—No hay motivo para estarlo —dijo Trevize—. Regresaremos a ella esta misma noche, pues dormiremos en ella si tenemos que quedamos aquí más de unas horas. También debe usted comprender que hay un código interestelar de ética para los espaciopuertos que, que yo sepa, nunca se ha violado, ni siquiera en tiempo de guerra. Las astronaves que vienen en son de paz no son violadas. Si lo fuesen, nadie estaría a salvo y el comercio sería imposible.
Cualquier planeta en el que este código fuese quebrantado sería boicoteado por los pilotos espaciales de la Galaxia. Se lo aseguro, ningún mundo correría ese riesgo: Además…
—¿Además?
—Bueno, además, he programado la computadora para que cualquiera que no tenga el aspecto o la voz de uno de nosotros encuentre la muerte si intenta abordar la nave. Me he tomado la libertad de explicárselo al comandante del espaciopuerto. Le he dicho muy cortésmente que me encantaría desconectar ese dispositivo por deferencia a la fama de absoluta integridad y seguridad que tiene el espaciopuerto de la Ciudad de Sayshell en toda la Galaxia, pero he añadido que la nave es un modelo nuevo y yo no sabía desconectarlo.
—Sin duda, no lo habrá creído.
—¡Claro que no! Pero tenía que fingir creerlo porque, de lo contrario, habría tenido que sentirse insultado. Y como no podía hacer nada al respecto, ser insultado sólo habría conducido a la humillación. Y como no deseaba tal cosa, el camino más fácil a seguir era creer lo que yo le decía.
—¿Y éste es otro ejemplo de cómo son las personas?
—Sí. Ya se acostumbrará.
—¿Cómo sabe que en este coche no hay un micrófono oculto?
—He pensado que podía haberlo. De modo que cuando me han ofrecido uno, he escogido otro al azar. Si todos lo llevan… bueno, ¿acaso hemos dicho algo que sea tan terrible?
Pelorat parecía desconsolado.
—No sé cómo decirlo. Me parece muy descortés quejarme, pero no me gusta cómo huele. Hay un olor especial.
—¿En el coche de superficie?
—Bueno, en primer lugar, en el espaciopuerto. Supongo que así es como huelen los espaciopuertos, pero el coche huele igual. ¿Podríamos abrir las ventanillas?
Trevize se echó a reír.
—Supongo que podría descubrir qué porción del tablero de mandos resuelve el problema, pero no serviría de nada. Este planeta apesta. ¿Le molesta mucho?
—No es muy fuerte, pero se nota… y me produce repulsión. ¿Huele así todo el mundo?
—Siempre me olvido de que nunca ha estado en otro mundo. Todos los mundos habitados tienen su propio olor. En su mayor parte se debe a la vegetación, aunque supongo que los animales e incluso los seres humanos contribuyen. Y que yo sepa, a nadie le gusta jamás el olor de ningún mundo cuando acaba de desembarcar en él. Pero ya se acostumbrará, Janov. Dentro de unas horas, le prometo que no lo notará.
—Seguramente no ha querido decir que todos los mundos huelen así.
—No. Como he dicho, cada uno tiene su propio olor. Si realmente nos fijáramos o nuestro olfato fuese más fino, como el de los perros anacreontianos, probablemente sabríamos en qué mundo estábamos sólo con olfatear el aire. Cuando ingresé en la Armada nunca podía comer el primer día que pasaba en un nuevo mundo; después aprendí el viejo truco de oler un pañuelo impregnado con el aroma del mundo durante el aterrizaje. Cuando sales al exterior ya no lo percibes. Y al cabo de un tiempo, te has insensibilizado; aprendes a no fijarte en él. De hecho, lo peor es regresar a casa.
—¿Por qué?
—¿Usted cree que Términus no huele?
—¿Pretende decirme que sí?
—Claro que sí. Una vez se aclimate al olor de otro mundo, como Sayshell, le sorprenderá el hedor de Términus. En los viejos tiempos, siempre que abríamos las compuertas al llegar a Términus después de un largo turno de servicio, toda la tripulación exclamaba: «De vuelta en el estercolero.»
Pelorat no pudo ocultar su repugnancia.
Las torres de la ciudad estaban perceptiblemente más cerca, pero Pelorat mantuvo los ojos fijos en sus alrededores inmediatos. Otros coches de superficie circulaban en ambas direcciones y, de vez en cuando, un coche aéreo surcaba el cielo, pero Pelorat contemplaba los árboles.
—La vida vegetal parece extraña. ¿Cree que parte de ella es indígena?
—Lo dudo —contestó Trevize, distraído. Estaba examinando el mapa e intentando ajustar la programación de la computadora del coche—. En ningún planeta humano hay gran cosa de vida indígena. Los colonizadores siempre importaban sus propias plantas y animales, al establecerse o poco tiempo después.
—Sin embargo, parece extraña.
—No espere ver las mismas variedades en todos los mundos, Janov. Una vez me dijeron que los redactores de la Enciclopedia Galáctica confeccionaron un atlas de variedades que ascendía a ochenta y siete abultados discos de computadora y aun así era incompleto, además de anticuado, cuándo se terminó.
El coche de superficie siguió avanzando y los suburbios de la ciudad se abrieron y les absorbieron.
Pelorat se estremeció ligeramente.
—No tengo una gran opinión de su arquitectura urbana.
—A cada uno lo suyo —dijo Trevize, con la indiferencia del viajero espacial experimentado.
—Por cierto, ¿adónde vamos?
—Bueno —contestó Trevize con cierta exasperación—, estoy intentando que la computadora nos lleve al centro turístico. Confío en que la computadora conozca las calles de sentido único y las normas de tráfico, porque yo no.
—¿Qué haremos allí, Golan?
—En primer lugar somos turistas, de modo que ése es el lugar a donde iríamos en un caso normal, y queremos ser todo lo discretos y naturales que podamos. Y en segundo lugar, ¿adónde iría usted para obtener información sobre Gaia?
Pelorat contestó:
—A una universidad…, a una sociedad antropológica…, a un museo… Ciertamente no a un centro turístico.
—Pues bien, se equivoca. En el centro turístico seremos unos tipos intelectuales que están ansiosos por tener una lista de las universidades de la ciudad y los museos, y así sucesivamente. Decidiremos a dónde ir primero y es posible que allí encontremos a las personas adecuadas para consultarles sobre historia antigua, galactografía, mitología, antropología, o lo que a usted se le ocurra. Pero todo empieza en el centro turístico.
Pelorat guardó silencio y el coche siguió avanzando de un modo bastante tortuoso, mientras se internaba en el tráfico y sorteaba los demás vehículos.
Enfilaron una calle y dejaron atrás varias señales que tal vez representaran indicaciones e instrucciones de circulación, pero estaban escritas en un estilo de letra que las hacía ilegibles.
Por fortuna el coche se comportó como si conociera el camino, y cuando se detuvo y se introdujo en una plaza de aparcamiento, había un letrero que decía: CIRCULO EXTRANJERO DE SAYSHELL en la misma tipografía ilegible, y debajo: CENTRO TURÍSTICO DE SAYSHELL en la clara y fácilmente legible escritura galáctica.
Entraron en el edificio, que no era tan grande como la fachada les había inducido a creer. En el interior la actividad brillaba por su ausencia.
Había una serie de cabinas de espera, una de las cuales estaba ocupada por un hombre que leía las tiras de noticias que iban saliendo de un pequeño expulsor; en otra se hallaban dos mujeres, que parecían estar absortas en un complicado juego de cartas y baldosas. Detrás de un mostrador demasiado grande para él, con los centelleantes mandos de una computadora que parecía demasiado compleja para él, había un funcionario sayshelliano de aspecto aburrido que vestía algo semejante a un tablero de damas multicolor.
Pelorat lo miró con asombro y susurró:
—Sin lugar a dudas es un mundo con un estilo de vestir extrovertido.
—Sí —dijo Trevize—, ya me había fijado. No obstante, las modas cambian de un mundo a otro e incluso, a veces, de una región a otra de un mismo mundo. Y cambian con el tiempo. Hace cincuenta años es posible que en Sayshell todos vistieran de negro. Tómelo como viene, Janov.
—Supongo que tendré que hacerlo —contestó Pelorat—, pero prefiero nuestro propio estilo de vestir. Por lo menos, no es un ataque contra el nervio óptico.
—¿Porque tantos de nosotros llevan gris con gris? Esto molesta a algunas personas, He oído que lo llaman «vestir de lodo». Además, probablemente es la discreción cromática de la Fundación lo que impulsa a esta gente a vestir como un arco iris; para resaltar su independencia. De cualquier modo, todo se reduce a lo que estés acostumbrado. Vamos, Janov.
Los dos se dirigieron hacia el mostrador y entonces el hombre de la cabina dejó de leer las noticias, se levantó, y fue a su encuentro, sonriendo. Iba vestido en varios tonos de gris.
Al principio Trevize no miró hacia donde estaba él, pero cuando lo hizo se detuvo en seco.
Inspiró profundamente.
—Por la Galaxia… ¡Mi amigo, el traidor!
Munn Li Compor, consejero de Términus, parecía inseguro mientras alargaba la mano derecha hacia Trevize.
Trevize miró la mano con severidad y no la tomó.
—Mi posición me impide crear una situación en la que podrían arrestarme por alterar la paz en un planeta extranjero, pero lo haré de todos modos si este individuo se acerca un paso más —dijo, aparentemente al aire.
Compor se detuvo bruscamente, titubeó y al fin, tras lanzar una mirada incierta a Pelorat, dijo en voz baja:
—¿Es que no me vas a dar una oportunidad para hablar? ¿Para explicar? ¿No me escucharás?
Pelorat miró a uno y otro con un leve ceño en su alargado rostro y preguntó:
—¿Qué es todo esto, Golan? ¿Hemos venido a este lejano mundo para encontrarnos enseguida con alguien que usted conoce?
Los ojos de Trevize se mantuvieron fijos en Compor, pero torció ligeramente el cuerpo para dejar claro que estaba hablando con Pelorat.
—Este… ser humano, eso es lo que parece por su forma, fue amigo mío en Términus. Como tengo por costumbre con mis amigos, confié en él. Le hablé de mis opiniones, que tal vez no fueran de las que pueden airearse tranquilamente. Al parecer, él se las contó a las autoridades con todo detalle, y no se tomó la molestia de decírmelo. Por esta razón me vi metido en una trampa y ahora me encuentro en el exilio. Y ahora este… ser humano… desea que le reconozca como amigo.
Se volvió del todo hacia Compor y se paso los dedos por el cabello, no logrando más que despeinarse.
—Escucha, tú. Yo sí que voy a preguntarte algo. ¿Qué haces aquí? De todos los mundos de la Galaxia donde podrías estar, ¿por qué estás en éste? ¿Y por qué ahora?
La mano de Compor, que había permanecido extendida mientras Trevize hablaba, cayó ahora a lo largo de su cuerpo y la sonrisa se borró de su cara. El aire de confianza en sí mismo, que normalmente era una de sus características, había desaparecido y en su ausencia aparentaba menos edad de los treinta y cuatro que tenía y parecía un poco abatido.
—Te lo explicaré —dijo—, ¡pero sólo desde el principio!
Trevize echó una ojeada a su alrededor.
—¿Aquí? ¿Realmente quieres hablar aquí? ¿En un sitio público? ¿Quieres que te tumbe aquí de un puñetazo cuando me haya cansado de escuchar tus mentiras?
Ahora Compor levantó ambas manos, con las palmas mirándose.
—Es el lugar más seguro, créeme. —Y luego, interrumpiéndose y adivinando lo que el otro estaba a punto de decir, añadió apresuradamente —: O no me creas, no importa. Sin embargo, es la verdad. Llevo en este planeta varias horas más que tú y lo he comprobado. Hoy es un día muy especial en Sayshell, por algún motivo, es un día de meditación. Casi todo el mundo está en su casa, o debería estarlo. Ya ves lo vacío que está esto. No supondrás que todos los días es así.
Pelorat asintió y dijo:
—La verdad es que me extrañaba que estuviera tan vacío. —Se inclinó hacia Trevize y le susurró al oído —: ¿Por qué no le deja hablar, Golan? El pobre muchacho parece arrepentido, y quizá esté tratando de disculparse. Es injusto no darle una oportunidad para hacerlo.
Trevize contestó:
—El doctor Pelorat parece ansioso por oírte. Yo estoy dispuesto a complacerle, pero tú me complacerás a mí si eres breve. Hoy puede ser un buen día para desahogarme. Si todo el mundo está meditando, es posible que la alteración que cause no atraiga a los guardianes de la ley. Quizá mañana no sea tan afortunado. ¿Por qué desperdiciar la oportunidad?
Compor dijo con voz forzada:
—Oye, si quieres darme un puñetazo, dámelo. Ni siquiera me defenderé, ¿sabes? Adelante, pégame… ¡pero escúchame!
—Adelante, habla. Te escucharé un rato.
—En primer lugar, Golan…
—Dirígete a mí como Trevize, por favor. Nuestras relaciones ya no te autorizan a llamarme por mi nombre de pila.
—En primer lugar, Trevize, hiciste un buen trabajo convenciéndome de tus opiniones…
—Lo disimulaste muy bien. Yo habría jurado que te divertían.