Por vez primera se dieron cuenta de lo grande que era la Casa. Se sentían incómodos y perdidos, como si en realidad estuvieran disminuyendo de tamaño. La Casa sé los tragaba; jamás encontrarían una salida, y cada vez se irían haciendo más y más pequeños. Esa era la sensación que experimentaban.
Entonces, en medio del estruendo que llegaba de arriba, de abajo, de todas partes, sus oídos percibieron unos sonidos débiles y cortos: tic-tac, tic-tac. Escucharon llenos de emoción. Eran los relojes que por toda la casa medían el tiempo. Había relojes por todas las habitaciones, al igual que espejos.
Desde donde los niños estaban sentados, podía oírse al unísono el tic-tac de todos los relojes. Era como si todos aquellos sonidos de tic-tac hubieran sido lanzados para que llegasen a aquel preciso lugar. Y Klas y Klara escuchaban entusiasmados: en cierto modo, aquel sonido proporcionaba un consuelo, un poquito de esperanza.
Los relojes se oían a pesar del estruendo de los ronquidos. No se habían parado; seguían haciendo tic-tac como si la vida dependiera de ello.
En aquel momento, Nana, aún dormida en su cama, pareció notar que los niños no la escuchaban y eso era imperdonable. Dejó escapar un gran resoplido que sumió en el más absoluto silencio a todos los relojes de la casa.
A semejanza de una enorme ola que llegase al cielo, el ruido se elevó ahogando todos los demás sonidos de la Casa. Una vez más, Nana estaba al mando. Ella, sólo ella.
Klas y Klara se pusieron de pie, cogidos de la mano. Subieron despacio las escaleras, más tristes que nunca. Ahora toda esperanza se había desvanecido. Ya no existían ni siquiera los relojes. Nana había vencido incluso al tiempo. Ya sólo se oiría a ella, por siempre jamás.
Torcieron por el corredor donde, hacía ya tanto tiempo, solían encontrarse con los Niños del Espejo. Eso era antes de que llegase Nana. En aquellos tiempos hicieron suyas las penas de aquellos niños, porque ellos, Klas y Klara, no tenían ninguna. Pero ahora sí que tenían, eran los niños más desdichados del mundo. Y pensaron que quizás los Niños del Espejo pudieran ayudarles. Podría ser que hubieran vuelto a ser felices.
Sí, era preciso llegar hasta los Niños del Espejo.
Echaron a correr, pero pronto se cansaron. El corredor era muy largo. Anduvieron más y más. ¿Por qué los niños no salían a su encuentro? ¿Por qué no se veía por allí a ningún niño? Por fin llegaron hasta el espejo donde solían encontrarse, donde solían apretar sus frentes contra la luna, con sólo el cristal de por medio.
Pero esta vez no vieron a los Niños del Espejo. Allí no había nadie.
Y entonces Klas y Klara comprendieron que los Niños del Espejo habían dejado de existir.
TODAS las noches el Señor iba de ventana en ventana para cerciorarse de que todas las farolas de las calles estaban encendidas. Siempre las encendían, pero no obstante él quería comprobarlo.
Desde lo alto de la casa, parecían hileras de diminutas pepitas de limón. Resultaba fácil ver al instante si había alguna apagada. Pero como esto no ocurría jamás, todas las noches el Señor se quedaba satisfecho.
Por lo demás, no tenía muchas cosas de que alegrarse.
La Señora no abandonaba el lecho, pues estaba enferma. Los médicos afirmaban que no tenía nada, pero ella se negaba a levantarse.
Ya nada la distraía. Absolutamente nada.
El Señor paseaba por sus habitaciones de un lado para otro, sumido en sus pensamientos. Era persona tranquila, nunca perdía la calma, pero ahora juzgaba que la actual situación se prolongaba con exceso. Ya era demasiado. Pese a su empeño por ocuparse él de todo, nunca se lo agradecían. Había pasado ya mucho tiempo desde la última vez en que alguien le diera las gracias.
El Señor se decía a sí mismo que, sin lugar a dudas, él era la única persona inteligente en todo el mundo. Fue el único en darse cuenta de lo que le sucedía a la Señora. Toda su enfermedad consistía en que no deseaba nada. Estaba claro como el agua. ¿Pero qué podía hacer él para que ella lo comprendiera por sí misma? Nada, era inútil. Cuando él le hablaba, ella se limitaba a suspirar, a decirle que se callase o bien rompía a sollozar.
Y jamás le había dado las gracias por los niños. La verdad es que a la vista de lo desagradecida que era, debería haberlos devuelto. Pero ahora pertenecían ya a la Casa. Incluso les había puesto una institutriz. Sí… Nana.
Desasosegado, deambulaba de ventana en ventana. Nana también era de la Casa. De nada servía discutir con ella. Y eso era algo que la Señora debería comprender. Nana era en realidad una persona extraordinaria. Menos cuando estaba durmiendo.
Ahí estaba el quid: siempre y cuando no estuviera durmiendo. Que no estuviera dormida.
El Señor repitió eso varias veces, frunciendo el entrecejo al pensar en ello.
Porque precisamente Nana estaba durmiendo en aquel momento, y aquel pensamiento quedó fijo en su mente. Fue hacia la ventana más próxima y de nuevo contó las pepitas de limón. Alineadas frente a él parecían dar saltitos pero no obstante se puso a contarlas, para entretenerse mientras Nana dormía.
Cuando Nana despertó, pudo él reanudar sus pensamientos.
La Señora había dicho algo que él no sabía cómo interpretar. Había sucedido hacía poco. El le había rogado, como de costumbre, que intentara desear algo y así todo quedaría arreglado.
Y entonces ella le respondió:
—Es como si me pidieras que hiciera magia.
¿Qué había querido decir con aquello? Desear algo y practicar la magia, indudablemente no eran la misma cosa. Cuando, en la primera ocasión, le había preguntado por qué había dicho aquello, lo único que había conseguido fue que se enfadara con él. Después, alguna que otra vez había vuelto a preguntárselo, pero ella nunca le había dado la menor explicación.
Finalmente, el día anterior, le había contestado diciéndole:
—Querido, lo que quise decir es que vas a tener que recurrir a la hechicería si quieres que vuelva a desear algo.
¿Hechicería? ¿Qué clase de hechicería? Le había rogado que se explicara mejor, pero ella sólo había contestado:
—Quise decir exactamente lo que dije: hechicería.
No resultaba fácil entender aquello.
Pero había que buscar la forma de averiguar qué es lo que quería decir. Se detenía en cada ventana, dándole vueltas a su problema. La verdad es que las cosas no se le daban bien.
En la Casa, la situación había empeorado. Por dos razones:
La cacatúa de Nana, que era muda, había comenzado a dar chillidos mientras dormía. Además, las piezas de cristal de nuevo volvieron a romperse. ¡Era terrible!
Mimí chillaba varias veces al día. La única persona a quien no le molestaba era a Nana. Aquel sonido ni siquiera la despertaba. Insistía en que la única razón por la que Mimí chillaba era porque le disgustaban los niños. Chillaba cuando hacían alguna tontería, decía Nana. Klas y Klara se sentían avergonzados. Era un chillido espantoso, tremendo, hiriente, insufrible. Le ponía a uno malo.
Además, cuando Nana dormía, las piezas de cristal se hacían trizas. No es que fuese mucho, pero ocurría varias veces al día, de una manera regular. Y era un misterio cómo podía suceder aquello, porque ahora las piezas no aparecían en el suelo, sino en su sitio, pero hechas añicos. Incluso dentro del aparador donde se guardaba la cristalería, aparecían piezas rotas, en las hileras cuidadosamente alineadas.
Parecía cosa de fantasmas. El cochero reanudó su espionaje, pero nunca vio a nadie. Por mucho que trabajó poniendo trampas, jamás llegó a atrapar a persona alguna. Sospechaba de Klas, pero no logró cogerle con las manos en la masa.
Llegó incluso a dudar de su propia razón. Los cristales saltaban en pedazos prácticamente ante sus ojos, sin que por allí estuviera Klas. Aquello llegó a ser demasiado para él. Se sentía impotente, incapaz, y le dio por cavilar y lamentarse.
Y así pasó aquel invierno, negro y desesperado invierno, sin nieve, sin sol, sin luna y sin estrellas.
El Señor vagaba por la Casa, contando sus farolas; el cochero iba y venía, espiando y retorciéndose las manos. Y Klas y Klara subían y bajaban de puntillas las escaleras y recorrían los interminables pasillos en busca de los Niños del Espejo. Mimí chillaba. La cristalería se rompía. Y entretanto, Nana dormía y la Señora lloraba.
EN el pueblo donde vivían Albert y Sofía, la vida transcurría como de costumbre.
Caían las hojas de los árboles y brotaban otras nuevas. Las flores se marchitaban y otras florecían, los pájaros emigraban y retornaban.
Pero Klas y Klara nunca regresaron.
Sofía deambulaba por la casa, cavilando tristemente, y Albert se quedaba en el taller. Sentía la necesidad de continuar trabajando. Pero los bols que ahora hacía le salían siempre como enormes lágrimas heridas por la luz. Todos eran distintos, y, al mismo tiempo, iguales, puesto que cada uno de ellos hacía recordar las lágrimas. Fuese cual fuese la pieza que intentara hacer, siempre le salían de aquella forma, aunque él mismo no se diera cuenta de ello.
Tampoco comprendía por qué en las ferias vendía ahora todas las piezas de cristal. Nunca daba abasto. Se estaba haciendo famoso. De todas partes llegaba gente para comprar. Albert observaba a la gente que, ante la belleza de sus bols, suspiraban y unían sus manos en un gesto de admiración. Los observaba maravillado. La gente tomaba los bols con tanto cuidado como si se tratara de objetos de oro. Albert no salía de su asombro.
Aunque Albert no reparase en ello, la gente percibía algo. Se daban cuenta de que era la tristeza la que había dado mayor belleza a sus bols. A la gente no le importan las lágrimas del prójimo, siempre y cuando resulten hermosas de contemplar.
Pero a Albert no le satisfacía su éxito. Ni siquiera se daba cuenta de que se estaba convirtiendo en un renombrado soplador de cristal. No advertía sus halagos y era sordo a sus cumplidos.
Únicamente pensaba en los hijos que había perdido.
Se juzgaba el único responsable de su desaparición, por cuanto que sólo él había escuchado las predicciones de Aleteo Brisalinda. A pesar de que le había advertido que los niños iban a desaparecer, nada había hecho para evitarlo. Al oírla, de momento se había quedado aterrorizado, pero acabó por no creerlo, pues nada había sucedido. ¿Cómo habría podido ser tan imprudente?
Y ahora, la puerta de Aleteo Brisalinda se había cerrado para él. Le ignoraba totalmente. No tenía nada más que decirle. Y él lo comprendió. Además, había dejado correr por el pueblo su propósito de no volver a predecir el futuro. Sería inútil que fueran a pedírselo.
Sofía, en su casita, se echaba la culpa de lo sucedido. Había acarreado a todos la desgracia. Se acordaba de aquella vez en que había dicho que los niños sólo daban preocupaciones. Este era su castigo. Sabía que esas palabras nunca quedan sin castigo. Ese pensamiento la atormentaba día y noche; la acosaba cada vez que se despertaba y volvía a su pensamiento en forma de pesadilla mientras dormía. Sí, ella tenía la culpa; nadie más era culpable.
Otra cosa también la atormentaba: no sabía bien lo que era, pero de vez en cuando tenía la impresión de que se había olvidado de algo, algo que le era muy importante recordar.
Algunas veces experimentaba la sensación de que con sólo recordar aquello, todo acabaría arreglándose.
¿Qué podría ser lo que había olvidado?
Habló de ello con Albert, pero éste se limitó a mover la cabeza. Le dijo que estaba obsesionada, que eso nunca era bueno, que era inútil. Y desde luego tenía razón. Sólo eran cosas de su imaginación.
No obstante, aquella sensación la dominaba a veces, y entonces se decía que sí, que era eso: la solución dependía de ella, estaba segura de que la tenía en sus manos. Tenía que esforzarse para dar con ello. Pero al momento esa certeza se esfumaba, y entonces su desesperación era aún más profunda.
Albert le razonaba de la siguiente manera: Si hubieras olvidado algo, tendrías que saber lo que era. Simplemente era víctima de su imaginación.
Cierta noche, los fuertes latidos de su corazón despertaron a Sofía. Había dormido profundamente y había soñado, pero no recordaba qué.
La desazón la hizo saltar de la cama, mientras su corazón latía aún con más fuerza. Sin darse cuenta en realidad de lo que hacía, se acercó a la cunita que frente a la chimenea aún colgaba del techo y que estaba llena de chucherías. De ella colgaban unas hebras de lino que relucían como si fuesen de oro. Como si se hallase en trance, buscaba y rebuscaba sin saber qué.
De pronto su mano tropezó con un objeto pequeño, duro y frío. Lo cogió y se fue junto a la ventana, sentándose donde la luz de la luna penetraba en la habitación. Llevaba aquel objeto en la palma de su mano.
Era la sortija que, hacía ya mucho tiempo, Albert le había regalado en la feria. La sortija, con su piedra de reflejos verdes, estaba en su mano. ¡Dios mío, cuánto tiempo hacía ya de aquello!…
Se la puso en el dedo y, pensativamente, se miró las manos.
Súbitamente, una gran calma se apoderó de ella. Se quedó allí sentada, recordando, a la luz de la luna. En aquella ocasión la feria había resultado estupenda. Albert y ella se habían sentido tan felices, tan plenamente felices…
¿Por qué habría dejado de ponerse la sortija? ¡Qué tontería! Tenía que volver a lucirla, pues era muy bonita.
Fue un gran detalle de Albert el regalársela, aunque en realidad entonces no podía permitírselo. Sentada allí, absorta en sus pensamientos, hacía girar distraídamente el anillo en su dedo.
De pronto, la sortija atrajo de nuevo su mirada.
Ahora recordaba por qué había dejado de usarla. Era porque cuando la llevaba se sentía inquieta y preocupada.
Tal como le sucedía ahora: volvían a asaltarle negros presentimientos. La piedra semejaba un ojo y, cuando llevaba puesta la sortija, aquel ojo la observaba.
Le pareció que la piedra le hacía guiños y durante un rato no se atrevió a moverse.
Entonces extendió la mano hacia la luz de la luna para poder verla con mayor claridad. Sintió un escalofrío y comenzó a temblar, sobresaltada. La piedra tenía un aspecto que la aterrorizó. Era como un hoyo profundo, como un pozo, como una horrible pena, algo inhumano.
Transcurrido un rato, la piedra volvió a parpadear. Era algo repulsivo.
Rápidamente se quitó la sortija y apartándola de sí, la dejó junto a la ventana. Sentía miedo de volverla a mirar. El corazón le latía violentamente. ¿Qué significaba aquello? ¿Estaría perdiendo el juicio?