En el mejor de los casos, seguro que estarían hambrientos y sedientos.
Finalmente buscaron en los carromatos que había en el bosque, alrededor del recinto de la feria. Tal vez al llegar allí no supieran por dónde tirar, y al sentirse cansados se habrían subido a alguno de ellos y estuvieran dormidos.
Pero tampoco estaban allí.
¡Habían desaparecido sin dejar rastro!
Su pista se perdía justo en la tienda de las muñecas. A partir de allí, nadie les había visto.
El día había sido templado, pero por la tarde comenzó a refrescar. Salió la luna, grande, pálida y brillante. El resplandeciente aire azulado estaba lleno de canciones y del ruido de risas y de juegos. Pero Albert y Sofía no veían ni oían nada de lo que sucedía a su alrededor.
Sofía estaba fuera de sí. Iba dando traspiés junto a Albert y a punto estuvo de sufrir un accidente. Tropezó y cayó delante mismo de un gran coche, muy elegante, que avanzaba lentamente abriéndose paso entre la concurrencia. Era un carruaje negro, cerrado, tirado por dos caballos. Llevaba las cortinas de las ventanillas discretamente bajadas. Su paso despertaba curiosidad.
La gente que lo observaba hubiera quedado asombrada de haber sabido que tras aquellas cortinas, dos niños solitarios dormían profundamente uno en brazos de otro. Una muñeca grande, de las de la feria, se había deslizado de la falda de la niña y había caído al suelo del coche.
Y éste fue el coche que casi atropella a Sofía. Rápidamente, el hombre que iba sentado en el pescante tiró de las riendas, y los caballos se encabritaron. Albert agarró a Sofía y tiró de ella hacia sí. El hombre miró sin inmutarse a la mujer que lloraba y que no había mirado por dónde iba. Luego, arreando a los caballos, arrancó, alejándose finalmente del gentío que llenaba las calles del recinto de la feria.
Lo último que vio el cochero fue a una anciana estrafalariamente vestida que salió de repente de la oscuridad, tapando la luz de la luna y que rebullía a poca distancia del coche. Llevaba una capa con un gran cuello flotando y parecía un pajarraco.
Al pasar, ella le lanzó una mirada tan penetrante que le causó al hombre un extraño sobresalto. La anciana permaneció quieta, mirando al coche hasta que desapareció de su vista tras una curva de la carretera. Entonces el cochero se tranquilizó, pues hasta aquel instante había sentido la mirada de aquellos ojos clavada en él.
Viajaron toda la noche. Hacia el Norte. Nadie supo qué carreteras habían tomado.
Los bosques estaban oscuros y silenciosos, lo que permitía oír el canto de la ninfa de las aguas. Era muy peligrosa, sobre todo para los jóvenes. Pero el cochero no miraba ni a derecha ni a izquierda, pues ya era viejo y no se dejaba seducir.
Iban por carreteras plateadas por la luna, entre campos llenos de musgo y hormigueros, donde bailaban las luces de los fuegos fatuos. Viajaron hasta que la luna se desvaneció y el aire comenzó a llenarse de los murmullos del viento. Llegó la mañana y aún viajaban. Blancas mariposas aleteaban por la carretera.
Habían viajado durante toda la noche y todo el día y los niños seguían durmiendo tranquilamente en el interior del coche.
Los ignorantes
nunca saben
que son muchos aquellos a quienes el éxito
adormece.
Un hombre es rico,
otro es pobre,
pero al final eso nada cuenta.
HAVAMAL
LA casa se hallaba en una ciudad extraordinaria que ya no existe, llamada la Ciudad de Todos los Deseos.
La cercaba una alta muralla, con torres, almenas y torreones, y a su vez estaba rodeada de agua, pues había sido construida en una isla del Río de los Recuerdos Olvidados. Se decía que era inaccesible.
Los grises adoquines y las negras hileras de faroles se extendían a lo largo de sus calles desiertas. Estas confluían, se cruzaban, se prolongaban, pero donde debiera haber habido casas, no había nada. Sólo había aquella casa, ninguna más.
Al atardecer, todas las farolas de las calles se encendían. Pero nadie paseaba por allí puesto que los que vivían en la casa rara vez salían, y cuando lo hacían era en coche.
Era una casa de piedra oscura, alta e inmensa en su soledad, de aspecto triste y melancólico.
El fundador de la Ciudad de Todos los Deseos era un hombre de gran fantasía. Era tanto lo que quería hacer, que lo único que hizo en su vida fue reflexionar acerca de sus sueños. Dio el nombre a la ciudad y eso fue todo. Su hijo construyó la casa y trazó las calles, pero a él también le llegó el fin. Tuvo que dejar el resto para que lo realizaran sus descendientes.
Uno de ellos era el Señor que ahora habitaba allí. Su contribución fueron las farolas de las calles. Algo extraordinario, dado que en aquella época eran pocas las ciudades con alumbrado en las calles.
Pero tenía algo más en que pensar.
Pues era el caso que su esposa, la Señora, se sentía muy desdichada.
Lo poseía todo: belleza, riqueza y poderío. Su esposo satisfacía sus menores deseos. No tenía por qué estar sola, pues aunque en la ciudad no habitaba nadie, en el campo de los alrededores vivía bastante gente. Pero no quería ver a nadie; hacía una vida retirada.
Las personas a quienes no agradaba, decían que se comportaba de aquella manera sólo por hacerse la interesante, pero no era cierto. La verdad es que la abatía una gran desesperación.
Todos compadecían al Señor, tan amable, complaciente y abnegado. Siempre estaba pendiente de ella y le preguntaba qué era lo que deseaba. ¿Y cuál era la contestación que recibía?
Pues bien, algo parecido a esto:
—¿De qué sirve querer algo si todos mis deseos se ven satisfechos?
O bien:
—¿No te das cuenta de que cuando vienes con todos tus regalos se acaban mis deseos?
Aquello era algo que el Señor no podía comprender; ni tampoco los demás. La gente se apresuraba a santiguarse y pensaban que había motivos para dudar de su cordura.
El Señor de la Ciudad de Todos los Deseos era un hombre joven y guapo y él lo sabía. Había nacido rico y poderoso. A nadie tenía que agradecer nada, puesto que desde el principio todo había sido suyo.
Le gustaba hacer feliz a la gente, hacer regalos y satisfacer deseos. Siempre había actuado así, ya que, además, era bueno y amable.
¡Qué gran satisfacción experimentó cuando conoció a aquella pobre muchacha cubierta de andrajos que no tenía nada en el mundo! ¡Qué alegría la suya al convertirla en la Señora de la Casa en la Ciudad de Todos los Deseos!
Era una alegría que nunca tendría fin.
Ella, que nada había tenido ni nunca había sido nada… a través de ella, él podría experimentar esa alegría una y otra vez.
Lo único que le pedía era que tuviera siempre a punto un deseo que expresarle. Un deseo para que él pudiera satisfacerlo.
En su opinión, éste era un ruego muy sencillo; sería para ella muy fácil complacerle.
Pero todo lo contrario; se comportó de un modo extraño. Se encerró en sus pensamientos y dijo que ya nada anhelaba puesto que había sido despojada de todos sus deseos.
Ahora bien, existía una palabra por la que el Señor sentía una especial predilección.
Era una pequeña palabra: «Gracias».
Una palabra poco común. Pues aunque en sus oídos sonaba dulce y agradablemente, en su boca le producía un sabor desagradable. Lo sabía bien, porque lo había experimentado.
En cierta ocasión, la señora había bordado un par de zapatillas para regalárselas, y cuando se las dio le dijo:
—¿Qué tal si me dieras las gracias?
Al principio no comprendió lo que quería decir y se echó a reír. ¿Decir él eso…? Seguro que hablaba en broma.
Pero no bromeaba. Hablaba en serio. Le dijo que debía intentar hacerlo, para que supiera lo que se siente.
Desde luego que lo haría, si eso la hacía feliz.
Pero la palabra se le atragantaba y creía que jamás podría hacerla salir de su boca. Al final, no le quedó más remedio que escupirla.
La señora dijo que le había dado en la cara. Pero, después de todo, ¿por qué había tenido que forzarle? Comprendía que le costase mucho, puesto que nunca había tenido necesidad de utilizar esa palabra. Para los demás, naturalmente, resultaba más fácil.
Lo sucedido no fue obstáculo para que dejara de agradarle escuchar la palabrita. Al contrario, notó que desde entonces el regusto al oírla aumentaba cada vez más.
Pero a partir de entonces siempre se ponía en guardia cuando la señora le obsequiaba con algo o le hacía algún favor.
Era un caballero tan sosegado, serio y prudente… Jamás se propasaba. Bastaría con que ella formulara un deseo para que todo fuera bien.
Pero ella se negaba.
Tan sólo había expresado un deseo:
—Me gustaría tener niños —dijo una vez—. Quisiera darte un hijo. Eso fue lo que dijo. Dijo darte y entonces él comprendió que lo que ella quería era obligarle a darle las gracias otra vez.
Pero no cayó en la trampa. Era demasiado listo para eso. No obstante, el asunto le preocupaba mucho. Había formulado un deseo y estaba obligado a complacerla.
Había que conseguirle un niño. Un niño, o si no, un niño y una niña. No es que resultara imposible, pero constituía un problema. Tenía que pensarlo despacio y detenidamente mucho tiempo.
Después, se le ocurrió una idea que, poco a poco, comenzó a tomar forma en su mente.
En la feria de Blekeryd había visto dos niños pequeños que le habían robado el corazón. Eso fue hace un par de años, pero resulta que había vuelto a verlos la primavera anterior, cuando en compañía de la Señora pasó en coche por el pueblo de Nöda. Estaban en la carretera vendiendo anémonas y él les compró sus flores. Fue en aquella ocasión cuando la Señora dejó escapar una débil sonrisa y dijo que eran unos niños encantadores. Indudablemente le habían gustado.
¡Allí tenía a los niños que buscaba! ¡Un niño y una niña!
El Señor no era un malvado; todo lo contrario. Todo el mundo podía acreditar su bondad. Pero estaba ciego: sólo veía lo que quería ver.
Con la imaginación veía frente a sí al vidriero y a los niños. En su imagen no aparecía la esposa del soplador.
Pensaba en lo pobre que debía de ser un soplador de cristal y en la carga que supondría tener que cuidar de dos niños pequeños.
Significaría un gran alivio para el pobre padre que el Señor se llevara a los dos hambrientos pequeñines. Además, él les proporcionaría un brillante futuro. Algún día el padre se lo agradecería, aunque quizás en el primer momento no comprendiera que era por su propio bien. Por desgracia, tal falta de comprensión solía ser frecuente.
Por lo tanto, el padre no debía enterarse de nada, al menos por el momento. Lo mejor sería apoderarse primero de los niños, para que el padre se fuera acostumbrando a la idea de su desaparición.
Después, paulatinamente, se le podría decir. O bien se le podría enviar cierta suma de dinero para que se consolara. Pero no había ninguna prisa. El hombre debería calmarse primero, para luego poder apreciar las ventajas del arreglo.
Efectivamente, era un plan soberbio.
Cuanto más pensaba el Señor en él, mejor le parecía. En cuanto a los niños, eran realmente deliciosos. Se veía que no estaban nada mimados. En principio, eso no dejaba de ser una ventaja.
A la Señora, que con tanta frecuencia padecía dolores de cabeza, no la molestarían los gritos y lloros de aquellos niños.
Y en cuanto a él, pensaba que unos niños ya crecidos le darían mayores alegrías, pues podrían comprender realmente lo que él hacía por ellos. Tenían edad suficiente para saber decir gracias.
Aquel pensamiento le puso de buen humor y así, contento con sus planes, salió para ordenar a su cochero que le llevara a Blekeryd.
Y esto era lo que había detrás de la desaparición de Klas y Klara.
PASO el tiempo. Ahora Klas y Klara vivían en la Ciudad de Todos los Deseos, y la Casa era su hogar.
No eran los mismos que un día desaparecieron del recinto de la feria de Blekeryd. Ahora eran unos niños ricos y nobles.
Pertenecían al Señor y a la Señora. Formaban parte de la casa.
No recordaban nada de su vida anterior. No se acordaban de Albert ni de Sofía. No sentían nostalgia ni experimentaban pérdida alguna, ya que habían olvidado cuanto había sucedido anteriormente.
Sin que ellos se dieran cuenta, el cochero les había dado una pócima para que se quedaran dormidos durante el viaje.
Al despertar, se encontraron en una gran habitación verde, cada uno en una cama No sabían de dónde habían venido ni dónde estaban. Todo les era desconocido, excepto ellos mismos. Pero se levantaron y comenzaron una nueva vida sin hacer preguntas. Para poder preguntar hay que saber algo. Y ellos nada sabían. Sólo algunas veces pasaba por su mente un recuerdo fugaz del pasado, como un sueño desconcertante que desaparecía con igual rapidez.
Klas y Klara eran ahora unos niños muy bien educados. Klara llevaba siempre vestidos de seda, y sus cortas y gruesas coletas rubias se habían convertido en hermosos y largos tirabuzones. Klas vestía trajes de raso.
Su aspecto respondía al deseo que Sofía había formulado hacía ya mucho tiempo en la feria de Blekeryd, aquella vez en que había visto estrellas fugaces en el cielo.
Tenían además los juguetes más estupendos del mundo. Klara ya no tenía que conformarse con peinar hebras de lino, puesto que poseía muñecas de pelo natural. Klas tenía un caballo de balancín que parecía de verdad.
Comían lo que más les gustaba, hasta que, hastiados de aquellos platos, se ponían a discurrir otros nuevos. La cocinera iba todas las mañanas a preguntarles qué querían comer, y no siempre les resultaba fácil saber qué contestar.
Finalmente, ya no se les ocurría nada nuevo que les apeteciera, y se sentaban con cara aburrida frente a aquellos platos que al principio habían sido sus favoritos. Pronto perdieron el apetito por completo y comenzaron a adelgazar. Comían y comían, pues eran obedientes y hacían cuanto se les decía, pero, no obstante, adelgazaban y adelgazaban. Era un misterio.
El Señor y la Señora se mostraban siempre amables, pero no se preocupaban mucho de ellos. Les gustaba tenerlos allí, pues una casa tan grande permitía tener una pareja de niños como parte de la decoración. Además, era agradable verlos, tan aseados, tan bien educados. Pero claro, no es preciso dedicarles demasiado tiempo ni atención, sobre todo no siendo suyos, pensaba la Señora.