Y al fin, el milagro se produjo.
Un lujoso carruaje avanzaba ruidoso por la carretera. No era como los que suelen tener los granjeros, tirados por caballos robustos y cansinos, sino un hermoso coche arrastrado por un par de lustrosos caballos blancos, con cochero en el pescante. Los caballos galopaban tan deprisa que sus cascos levantaban una blanca nube de polvo, flameando al aire sus magníficas crines.
Las ventanillas del carruaje tenían cortinas y al pasar junto a Klas y Klara alguien desde dentro saludó con la mano.
Un poco más adelante, el cochero tiró de las riendas de los caballos y el coche se detuvo en el mismo centro de la carretera. El cochero se apeó y abrió la puerta.
Una multitud de chiquillos llegó corriendo y se agrupó alrededor del coche, pero el cochero los apartó. En cambio, llamó por señas a Klas y Klara. ¡Quién iba a imaginárselo! ¡Quería sus flores!
Sentada dentro del coche, había una elegante pareja; hermosa la señora y muy distinguido el caballero. Sonreían a las criaturas que, muy serias, les miraban fijamente con la boca abierta. El caballero sobre todo, les sonreía de un modo especial. Dijo que los conocía, que había comprado a su padre piezas de cristal en la feria de Blekeryd el otoño pasado. ¿No se acordaban?
No, no se acordaban. Pero eso no importaba, lo que importaba era que quería sus flores. Dijo algo al cochero, quien sacó una gran moneda y se la dio a Klara. El caballero le ordenó que diese otra a Klas.
Se quedaron tan asombrados que olvidaron entregar las flores y el cochero tuvo que decirles que se las dieran a la elegante señora.
Ella las tomó y las puso a su lado, en el asiento. Apenas se dignó mirarlos, pero el caballero dijo que eran muy guapos. Sonriendo de nuevo a Klas y a Klara, preguntó a la señora si no estaba de acuerdo en que eran unos niños encantadores.
—Sí —contestó—, son muy lindos. ¿Nos vamos ya?
—Como quieras, querida —dijo el señor e hizo una inclinación de cabeza a los niños. El cochero cerró la puerta. Era bastante viejo, y antes de encaramarse al pescante miró con aire severo a los niños y, malhumorado, les dijo que no fuesen a perder las monedas. Que se fueran derechos a casa y se las dieran a sus padres.
—Porque es una buena cantidad de dinero —dijo muy serio.
Partió el coche; una mano pálida y delicada saludó tristemente tras la cortina y durante un instante pudo verse la cara del caballero. Pero los caballos arrancaron con tanta rapidez, que el coche desapareció tras una nube de polvo.
Mirándolo embobados, Klas y Klara permanecían mudos. Al momento se vieron rodeados por todos los niños, que querían ver las monedas. Y probablemente las hubieran perdido muy pronto, si Sofía no hubiera llegado corriendo en aquel mismo instante. Su cara estaba blanca de miedo.
El temor se tornó en asombro cuando vio lo que les habían dado a los niños. Asombro y gozo.
—¡Son monedas de oro de verdad! —dijo a sus hijos.
Volvieron a casa a esperar a Albert, pero ahora Sofía ya no se atrevía a bajar a la encrucijada. Se quedó en casa, vigilando atentamente.
Acababa el día. Llegó la noche y Albert aún no aparecía. No regresó hasta pasadas las diez de la noche.
Los niños estaban ya acostados y dormían profundamente.
Se había retrasado debido a un percance inesperado. El granjero, como era de esperar, se había emborrachado en la feria y conducía el carro como un loco, por cuya causa volcaron en la cuneta cuando venían de regreso. Se habían hecho añicos todas las piezas de cristal, aunque poco importaba puesto que, de todas formas, como de costumbre, nadie parecía querer sus artículos. No había vendido ni una sola pieza.
Esta vez no había llegado ningún comprador rico. Albert estaba deprimido y harto de todo.
Sofía parecía que iba a explotar con su secreto, pero nada dijo. Luego, cuando él terminó de contar todo lo que había sucedido, sacó las monedas de oro que le habían dado los niños y se las enseñó.
—Pues por aquí sí ha venido gente rica —dijo.
Los ojos de Albert se abrieron como platos.
—¡Pero si tú no tenías nada que vender! —exclamó.
—Yo no —dijo riendo—, pero los niños sí. Cogieron flores y las vendieron allá abajo, en la carretera.
Entonces le contó lo del magnífico coche con la generosa pareja, que quiso comprar únicamente las flores de sus hijos y no las de los demás. Sofía se mostraba orgullosa pero Albert frunció el ceño. Lo sucedido no le hacía tan feliz como a ella. En primer lugar, no le gustó que hubiera dejado a los niños solos.
Y por otra parte, le resultaba duro admitir que un ramillete de flores marchitas pudiera valer más que su cristal. ¿De qué le valía estar siempre soplando cristal?
Y así terminó aquella feria de primavera.
LLEGO y pasó el verano y tras él otro invierno, y volvió la primavera del año siguiente.
Albert y Sofía veían el transcurrir de las estaciones y cómo iban creciendo los niños. Pero por lo demás, todo seguía igual. Su vida proseguía por los viejos carriles de costumbre. Ganase dinero o no, Albert tenía que seguir haciendo cristal, pues mientras trabajaba se sentía feliz. No le preocupaba que las piezas se vendieran o no. Mientras trabajaba, se olvidaba de todo lo demás y se sentía contento.
¡Cuánto le hubiera gustado poderse quedar en el taller, sin tener que ir a las ferias! Pero en realidad, este era el único medio que tenía de vender, ya que en el pueblo poca gente necesitaba alguna vez copas de cristal, y vendiendo sólo allí no se sacaba para comer.
En cambio, Sofía siempre esperaba con ilusión la llegada de las ferias. Vivía para ellas. Y esta primavera Albert había prometido llevarla. Ya los niños eran mayorcitos, y la feria de Blekeryd caía este año a últimos de mayo, más tarde que de costumbre, por lo que era de esperar que hiciera buen tiempo.
No había feria en que Sofía no confiara en que Albert iba a tener un gran éxito. Algún día tenía que ser, pensaba. Alguna vez tendrían una racha de buena suerte. ¿Y por qué no esta próxima feria? Sí, en cada feria estaba segura de que iba a ser esta vez, que AHORA iba a suceder. Albert vendería todo, desde las copas hasta el último bol.
De esta manera, mientras cargaban de cristal el carro, infundía confianza a Albert, hasta el extremo de que al final también en él prendió la esperanza. Cuando partieron aquella hermosa mañana de mayo, iban llenos de alegría y esperanza.
El día era, además, maravilloso. Los cerezos silvestres estaban en flor y su aroma se extendía hasta muy lejos. Las simientes de diente de león flotaban sobre el recinto de la feria, atravesando los rayos de sol. En un día así, seguro que todo tendría que salir a pedir de boca.
Todo el mundo parecía tener el mismo pensamiento. Se había congregado una gran multitud poco corriente y había en la feria más diversiones que nunca. Un hombre había montado un guiñol. Había un tiovivo de verdad y en unas casetas actuaban un encantador de serpientes y varios tragasables. Un organillero había traído un oso y otro un mono.
Además, habían dejado venir a muchos más niños. Los gitanos, desde luego, siempre traían con ellos a sus graciosos niños, pero también se veían otros muchos. El lugar, rebosante de crios, resonaba con su alegre griterío.
Cuando Sofía vio aquello, le dijo a Albert que se alegraba de haber traído a Klas y Klara, pues realmente los niños necesitaban un poco de diversión. Albert estaba de acuerdo.
¡Había tantas cosas que podían ver los niños!…
Había una tienda de muñecas que, verdaderamente, despertaba admiración. Una señora ya anciana las había hecho todas ella misma. Estaban de pie o sentadas en los estantes, o colgaban de las vigas sujetas por cordeles. Eran grandes, casi como niños pequeños, de preciosos ojos azules y pelo rizado. Los vestidos eran tan reales y estaban tan bien hechos, que cuantos las veían quedaban maravillados.
En aquella tienda siempre había mucha gente, madres con sus hijas que disfrutaban tocando los vestidos y acariciando las cabezas de las muñecas. Pero no todos podían comprarlas, pues eran caras. Muchos tenían que esperar a ver cómo marchaban sus propias ventas, antes de pensar en comprar una muñeca. Sólo la gente rica de la ciudad podía comprarlas sin tener que pensarlo.
Sofía y Klara ya habían pasado por la tienda de las muñecas varias veces para ver cuál era la que más les gustaba. Eligieron una de las más grandes y de más precio, y aunque ninguna de las dos creía en serio que la muñeca pudiera llegar a ser suya, soñar no cuesta nada. Su rubia cabellera estaba recogida en dos largas trenzas; llevaba una capa de raso negro y un pañuelo color lila. No había palabras para describir lo bonita que era.
Cada vez que Sofía iba con Klara a ver la muñeca, ambas tenían miedo de no encontrarla porque la hubieran vendido. Pero, por raro que parezca, aún estaba allí colgada en su rincón, balanceándose de su cuerdecita.
Era como si las estuviera esperando, pensaban las dos.
Y sucedió que Albert remató la venta de un par de copas, lo que hizo aumentar las esperanzas de Klara y también las de Sofía. Quizá después de todo…
Desde luego, el otro soplador de cristal con quien Albert compartía la tienda, como de costumbre, vendía mucho; pero esta vez no había llevado mucho género. Y como lucía el sol y la gente estaba animada, tenían ganas de comprar.
Antes de que acabara la mañana, su competidor había vendido ya todo, así que la gente comenzó a acudir a Albert. Se le dio realmente bien y pronto Sofía tuvo que ayudarle.
Por esta causa no podía estar todo el tiempo pendiente de los niños, pero les dijo que no se alejaran; y obedecieron. Al principio se portaron bien, pero de repente a Klara se le ocurrió ir a ver otra vez a la muñeca.
Se marchó con Klas. Sabía muy bien el camino, pues lo había recorrido varias veces con su madre. Pero ¡había tanto que ver por todas partes! ¡Y qué apreturas, con la gente que iba de un lado para otro! Arrastrados por la multitud, iban como todos los demás, trotando de acá para allá.
A veces se les acercaban algunos gitanillos y jugaban un rato con ellos. Después se marchaban otra vez y andaban… andaban… andaban…
Sofía se dio cuenta de repente de que los niños no respondían cuando les llamaba. Salió corriendo de la tienda. No se les veía por ninguna parte. Preguntó a los comerciantes más próximos, pero no sabían nada. Le decían que no podía pasar nada; los niños estarían perfectamente. ¿Por qué no miraban un poco por los alrededores?
En un día tan hermoso como aquel, nada había que temer.
Eso era verdad… Sofía tampoco estaba realmente asustada, pero le dijo a Albert que tenía que quedarse solo un momento porque ella tenía que ir a buscar a los niños. No quiso decirle lo que había sucedido por no preocuparle sin necesidad. Y ahora que lo pensaba, Sofía estaba segura de que Klara habría ido a la tienda de las muñecas.
Allí se dirigió Sofía apresuradamente. Como siempre, estaba llena de gente; pero sus hijos no se encontraban allí. Hizo una descripción de ellos y preguntó si alguien los había visto. Pero no, no habían aparecido por allí, al menos recientemente.
En ese caso, pensó Sofía, ya estarán de vuelta; y se marchó a toda prisa. Pero luego decidió que, puesto que ya estaba allí, podía ver si la muñeca de la capa de raso seguía todavía sin vender. Después de todo, si la venta continuaba tan bien el resto del día, quizás pudieran comprarla.
Pero la muñeca ya no estaba.
Entonces se sintió verdaderamente abatida. ¡Pobrecita Klara, qué desilusión iba a sufrir! Pero Sofía quiso enterarse de si efectivamente ya habían vendido la muñeca o si, quizás, la habían descolgado y por eso no estaba a la vista. Se abrió paso entre la gente para llegar hasta la anciana.
Sí, así era, habían vendido la muñeca.
—¡Ay, qué pena! ¿Quién la ha comprado? —preguntó, aunque la pregunta se la hacía más bien a sí misma. Pero… ¡qué extraña fue la respuesta que obtuvo!
La anciana le dijo que una niña pequeña había llegado y comprado la muñeca. Y que, en su opinión, era un escándalo que se permitiera a niños pequeños ir solos a comprar cosas tan caras. Con la niña no iba ninguna persona mayor, sólo su hermanito. Era el colmo, había añadido la anciana, mandar a unos niños con tanto dinero…
Sofía, presa de un atroz presentimiento, preguntó qué aspecto tenían los niños. Por lo que oyó, no cabía la menor duda: eran Klas y Klara. Estaba muy asustada, aterrorizada. ¿De dónde podrían haber sacado tanto dinero?
Preguntó a la señora en qué dirección se habían marchado, pero no lo sabía. Solamente se había fijado en lo inmensamente feliz que parecía la niña al marcharse con la gran muñeca en los brazos, y en su hermanito, distraído, caminando tras ella.
¿Cuánto tiempo hacía ya de eso? La anciana creía que una hora por lo menos.
Con el corazón golpeándole de miedo, Sofía volvió corriendo a la tienda. Quizás ya hubiesen regresado los niños. Seguro que habían tardado en dar con el camino. No habría sido fácil para ellos encontrarlo entre aquel gentío de personas mayores.
Pero los niños no estaban con Albert. No los había visto. Cuando Sofía le contó lo sucedido, palideció, presa del pánico. Dejó lo que estaba haciendo y salió precipitadamente a buscarlos.
Había que tener en cuenta que el recinto de la feria era muy grande. Pudiera ser que se hubieran alejado demasiado. Y no todo el mundo es amable y cariñoso, dijo Albert.
Nunca se sabe la clase de gente que acude a las ferias.
Sofía trató de calmar a Albert: Era un día realmente espléndido y todo el mundo se sentía feliz y contento. Tenía que convencerse de que nadie iba a hacer daño a dos niños pequeños.
Albert no contestó. Con la cara tensa por el esfuerzo, indagaba sin descanso. A todos preguntaba y todos respondían lo mismo: el lugar estaba plagado de niños. ¿Cómo iba uno a poder recordar a todos los que había visto? Le prometían que estarían al tanto, pero que en realidad nada había que temer. Tenía que darse cuenta de que es corriente que los niños traviesos se escapen y se escondan.
Pero las horas transcurrían, el día se acababa y empezaba a anochecer lentamente. Albert y Sofía habían abandonado por completo su tienda. ¡Precisamente en la única ocasión en que habían tenido oportunidad de vender! Quizás se habían jactado y enorgullecido demasiado por su éxito.
Continuaron buscando, errando como almas en pena. Otras personas les ayudaron, comprendiendo que aquello empezaba ya a ser preocupante, pues ningún niño jugando suele permanecer tanto tiempo escondido.