Había creído ciegamente en Aleteo Brisalinda, e incluso ahora seguía a veces teniendo fe en ella. Pero una horrible duda había comenzado a atormentarla. Quizá lo único que Aleteo quería era su anillo; a lo mejor fue por eso por lo que le brindó su ayuda Por mas que Sofía trataba de desechar ese pensamiento, no podía apartarlo de su mente.
Volvió corriendo a la tienda para ayudar a Albert como de costumbre, sus artículos de cristal estaban ahora muy solicitados.
Era verano. Brillaba el sol y hacía calor. Había una multitud de gente feliz por todas partes, deambulando de un lado para otro, en espera ilusionada de las diversiones nocturnas.
Pero cuando por la tarde Albert acabó de vender sus piezas de cristal, Sofía quiso emprender la vuelta a casa. ¿Qué tenían que hacer ya ellos en la feria? No tenían motivo para estar alegres y no deseaban tomar parte en las diversiones.
Albert estuvo de acuerdo. Era mejor volver a casa. Tendrían buen tiempo en el viaje. Puesto que nada les retenía en la feria, donde se aburrían y donde se sentían como fuera de lugar, ya podían marcharse; y si era necesario, sin que el caballo descansara en toda la noche.
Una vez recogidas las cosas de la tienda, se fueron a preparar el carro que, como todos los demás, estaba junto al bosque que rodeaba la feria.
Pasaron junto a un arbusto que cubría una cerca de piedra. Algunos gitanos habían dejado algunas prendas sobre sus ramas. Sus carromatos estaban cerca y allí tendían al sol su colada, ropas llenas de remiendos.
Escucharon música que venía de uno de los carromatos. Alguien tocaba, sin demasiada inspiración, una melancólica melodía. Alguien, solitario, que tocaba al pasar ellos.
Algo más adelante, un cuervo estaba posado sobre la cerca de piedra. Estaba absolutamente inmóvil y observaba hierático su propia sombra cuando ellos pasaron. No se asustó ni echó a volar al verlos.
—¿No es ése el cuervo tuerto de Aleteo Brisalinda? —preguntó Albert, deteniéndose. Pero en aquel momento el cuervo alzó la cabeza y él observó que tenía dos ojos.
—No —dijo—. No puede ser. Este tiene los dos ojos.
Albert quería seguir andando pero Sofía no se movía. Dio un paso más hacia la valla y miró al cuervo con atención. Había en aquel pájaro algo que resultaba familiar. Volvió un ojo hacia ella y la observaba con una expresión que no acertaba a comprender, pues con aquella mirada ya se había encontrado en otra ocasión, aunque no recordaba dónde. El corazón comenzó a latir en su pecho con más fuerza. El ojo del cuervo era verde. Centelleaba. Sofía se sentía mareada, presa de una extraña sensación de irrealidad. Aquello no podía ser.
Y sin embargo, tenía la certeza de que anteriormente ya había tropezado con aquella misteriosa mirada verdosa a la luz de la luna y que centelleaba entonces igual que ahora. Entonces la reconoció: era la piedra verde del anillo que siempre le había desconcertado, que siempre le había recordado el ojo de un ser irracional: el ojo de un pájaro.
¿Sería aquél el ojo de Talentoso?
Rápidamente pasó por su mente todo cuanto había oído respecto a Talentoso. Se decía que había perdido el ojo cuando en una ocasión miraba con demasiada fijeza el pozo de la sabiduría. Pero ella jamás había creído tal cosa.
También decían que había perdido el ojo de la noche, el ojo malo. Y por eso sólo era capaz de ver la luz, la belleza y la bondad. Le era imposible ver ni su propia sombra.
Pero este cuervo estaba ahora muy atento mirando su sombra. Y realmente podía verla e incluso era capaz de ver más que eso. Poseía un ojo que había penetrado en las profundidades de la sabiduría. Ahora Sofía estaba segura. Era el ojo de Talentoso.
Y esa era la razón por la que el anillo le había causado tal desasosiego. ¿Quién habría sido capaz de llevar el ojo de Talentoso en una sortija? Sólo pensar en ello le producía vértigo.
El sol estaba a punto de ponerse, derramando su fulgor de atardecer en un repentino, violento y potente alarde de luz que los deslumbró. Súbitamente, todo el cielo estallaba de luz. El muro de piedra donde posaba Talentoso se tornó rojo. La carretera resplandecía; parecía de oro.
Una gran calma invadió aquellos parajes. Hasta el tumulto de la feria había cesado. Únicamente la solitaria persona del carromato de los gitanos continuaba tocando. Pero su melodía empezaba a cambiar. Los tonos libraban una confusa batalla hasta transformar la melancolía y la tristeza en una alegre y vigorosa tonada.
La melodía no era bella ni podía decirse que estuviera especialmente bien tocada. Eran notas que unos sucios dedos arrancaban de un sencillo violín, pero se convirtió en una melodía que le elevaba a uno a los cielos, pues expresaba auténtica dicha.
Talentoso sintió el impulso de seguir el ejemplo. Extendió sus alas y voló alto, en dirección al cielo.
Albert tomó la mano de Sofía y se la apretó con fuerza.
Porque entonces ya pudieron ver quién era el que tocaba. Salió del carromato y se sentó en una piedra situada entre las floridas enredaderas de lúpulo del seto. Era un hombrecillo viejo, muy pequeño, casi un enano. El cabello y la barba enmarcaban toda su cara, que brillaba al resplandor del crepúsculo. Era muy anciano.
Era el viejecillo que había vendido a Albert la sortija de Sofía.
Pero él no se fijó en ellos, sino que continuó tocando.
Entonces, en medio de la carretera que relucía como el oro, Albert y Sofía vieron a dos niños que venían caminando, y detrás de ellos a Aleteo Brisalinda. Vieron la silueta de su ondulante capa y su sombrero de anchas alas que destacaban contra el sol. Pero Aleteo, al verlos, dio media vuelta y desapareció.
Los niños continuaron andando, ya solos. Albert y Sofía corrieron hacia ellos. Eran Klas y Klara. Iban tan tranquilos y no habían cambiado en absoluto desde que, hacía ya tanto tiempo, desaparecieron.
Allí mismo, en la carretera, estrecharon entre sus brazos a los niños durante un largo rato. Nadie dijo una palabra; pero transcurrido un momento, Klara, ilusionada, tomó a Sofía por la mano y se la llevó, igual que hizo aquella otra vez:
—Madre, tenemos que ir a buscar la muñeca. ¿Crees que todavía estará allí?
Entonces, asombrados, Albert y Sofía se dieron cuenta de que los niños habían olvidado todo cuanto les había sucedido mientras estuvieron ausentes. No podían comprenderlo.
Pero… ¿cómo podían saber Albert y Sofía que quienes cruzan en barca el Río de los Recuerdos Perdidos jamás recuerdan lo que les ha ocurrido en la orilla que dejan tras sí? Sólo pueden recordar lo que acaece en la otra orilla, aquella en la que desembarcan.
Klas y Klara jamás recordarían la Casa; no se acordarían del Señor ni de la Señora, ni siquiera de Nana.
Todo aquello había quedado sumergido para siempre en el Río de los Recuerdos Perdidos.
Pero habría veces en que se extrañarían de por qué sentían una cierta aprensión cuando tenían que subir tramos largos de escaleras. O por qué, en ocasiones, corrían hacia un espejo con el corazón brincándoles en el pecho por temor a encontrarlo vacío. ¿Por qué se ponían tan contentos al ver reflejadas sus imágenes?
Una o dos veces, sin saber por qué, se despertaron a media noche creyendo estar fuertemente encadenados a un gigante. Pero entonces Sofía, encendiendo una vela, les decía que sólo había sido un sueño.
—Los sueños son como los ríos —solía susurrarles dulcemente—. Fluyen igual que los ríos.
Y entonces volvían a olvidar.
¡No era más que un sueño!
Pero aquella tarde, en el radiante crepúsculo, no pensaban en tales cosas.
Fueron con sus padres a recorrer la feria. Contemplaron el baile de los osos y vieron bailar con zancos a las muchachas. Subieron al tiovivo y les compraron regalos.
En la tienda de las muñecas habían vendido todas, excepto la muñeca de las trenzas de oro, de la capa de raso y el pañuelo color lila.
La anciana de la tienda se quedó sorprendida. Dijo que no se había fijado en aquella muñeca. Estaba extrañada, pues estaba segura de no haber hecho una muñeca como ésa para la feria de aquel año. Era un misterio para ella el que estuviera allí. ¡Pero qué les importaba eso a Klara y a Sofía!
Y así, todo sucedió como tenía que ser. Cuando Klara tuvo la muñeca en sus brazos, todo fue precisamente tal como tenía que ser. El círculo se había cerrado y de nuevo todo volvía a la normalidad. Nadie necesitaba saber más ni tampoco nadie supo nada más.
Aleteo Brisalinda, desde luego, lo sabía todo. Saber y comprender más que los demás, ése era su sino.
Aquella tarde estaba de nuevo bajo su manzano. Ya no tenía flores, pero pensó que en el otoño le daría una buena cosecha de manzanas; en tal cantidad que sería imposible contarlas.
Seguro que iba a ser un buen año.
—Talentoso —dijo pensativamente al cuervo, que estaba posado en el árbol—. Ahora lo sabes ya… ¿no?
—Sí, lo sé —replicó el cuervo.
Se miraron el uno al otro.
—Tu ojo se volvió verde por haber estado tanto tiempo en el pozo de la sabiduría…
—Ya lo sé —dijo Talentoso.
—¿Qué más sabes?
El cuervo se quedó silencioso y luego, dirigiéndole una mirada abstraída, contestó:
—Todo. Antes de que el sol supiera dónde estaba, antes de que la luna supiera el poder que poseía, antes de que las estrellas supieran dónde iban a brillar, Talentoso lo sabía ya todo acerca de la vida.
Aleteo Brisalinda le escuchaba pensativa y asentía con la cabeza.
El cuervo volvía a ser lo que había sido. Había recuperado el ojo, el ojo negro del pasado. Nada estaría ya oculto para él. Ahora, igual que en tiempos pretéritos, podía ver a la vez el futuro y el pasado.
Ahora la miraba con el otro ojo, con el bueno, al que ella no se atrevía a creer cuando miraba a la vida sólo con él. Pero ahora podía creer en él; su expresión era de esperanza. Los ojos azules de Aleteo parecían sonreír…
—Así pues, puedo volver de nuevo a mi telar —dijo entrando en la casita.
Talentoso se quedó en el árbol. Escuchaba.
Escuchaba el traqueteo del telar. El murmullo del tiempo. El rocío que caía sobre la hierba.