Sin embargo, eran hermanas. Nana, al igual que Aleteo, constituía una fuerza de la naturaleza; a ninguna de las dos podía tachárseles de vulgares o corrientes y ambas lo sabían. La lucha entre ellas tenía que ser como la ley de la selva: gana el más fuerte. Para bien o para mal.
Por consiguiente, no debía atacar a Nana en uno de sus momentos débiles. Si realmente quieres vencer al mal, hay que hacer frente a todo su poder y posibilidades; no vale hacer trampas. Y éste era el caso de Nana.
Aleteo lo sabía, y sus preparativos no sólo tenían que ver con su hermana.
Lo primero que hizo fue invitar al Señor y a la Señora para que aquel día asistieran a la clase de canto que Nana daba a los niños.
Se negaron en redondo. ¿Qué tenían que ver ellos con las clases? Pero cuando ella insistió, la Señora accedió enseguida y, finalmente, también el Señor. Recordando el feliz paseo por el campo, prometieron acudir. En cierto modo, aunque vagamente, se daban cuenta de que la anciana había tenido algo que ver con lo que había sucedido, aunque aparentemente se hubiera quedado sentada en el coche, sin hacer nada.
Entonces Brisalinda se fue a toda prisa a su habitación de la torre y cruzó unas pocas palabras con Talentoso. Se pusieron de acuerdo en algo. Después se dispuso a reposar un poco. Abrió todas las ventanas de la torre y se sentó allí un rato, rodeada por el murmullo de la brisa estival. Y así fue como Aleteo se preparó para su encuentro con Nana.
Cuando la clase de canto comenzó, Aleteo Brisalinda bajó a la habitación donde estaba Nana con los niños. Por encima de su cabeza, Talentoso se cernía en el aire con sus vigorosas alas. Aleteo llevaba consigo dos de los bols hechos por Albert, el soplador de cristal. Cuando se encontró con el Señor y la Señora, les dio un bol a cada uno y les dijo que los tuvieran en la mano durante toda la clase. No debían soltarlos.
La Señora miró a los bols con miedo y asombro.
—¡Pero si parecen lágrimas! —exclamó.
—Son lágrimas —contestó Brisalinda con aspereza.
Ambos se quedaron mirándola confusos. No comprendían lo que iba a hacer, pero lo único a que se atrevieron fue a seguirla mientras se dirigía con rapidez a la habitación donde estaba Nana.
La clase ya había comenzado.
Ni Nana ni los niños se dieron cuenta de que los tres habían entrado en la habitación. Aleteo indicó al Señor y a la Señora que se quedaran de pie y permanecieran en silencio.
Una luz verdosa se filtraba en la habitación. Las ventanas estaban cubiertas de tupidas e intrincadas enrededaderas. Las cortinas, al igual que las paredes, eran verdes.
Nana, en el centro de la habitación, cantaba.
Klas y Klara, recostados contra la pared, la miraban fijamente. Parecían de piedra. Mimí estaba en su jaula, cerca del techo.
Cuando Nana dejó de cantar, se produjo un momento de angustia y estremecimiento mientras miraba a los niños con sus penetrantes ojos saltones.
Una vez que aquel silencio hubo surtido todo su efecto, comenzó a hablar, elevando más y más su penetrante voz a cada palabra:
—¡Ahora, niños, veamos qué tal oído tenéis! ¡Cantad! ¡Cantad! ¡Cantad!
De las gargantas de Klas y Klara salieron sin aliento los habituales, aterrorizados y enronquecidos píos.
Entonces Nana comenzó a agitarse, llena de rabia. Se apretaba las manos una con otra y se dirigió a los niños con pasos cortos y amenazadores.
Pero sucedió algo que no se esperaba. Klas y Klara vieron a Talentoso, que les animaba a que echaran a correr.
Nana no vio a Talentoso, pero le acometió un violento arrebato de cólera. De dos tremendas zancadas alcanzó a los niños, los sujetó entre sus poderosos brazos y los agarró por las orejas.
—¿Os creíais que dos pares de orejas tan poco musicales iban a escapar sin CASTIGO? —atronó enfurecida—. ¡Estaos quietos, estúpidos, cabezas de chorlito!
En aquel momento, Aleteo Brisalinda se adelantó.
Estaba tranquila. Mantenía alta la cabeza. Como si hubiera cobrado vida, su capa tremolaba, y en las alas de mariposa que adornaban su sombrero parecían resplandecer rayos de sol.
Nana, al verla, se dio media vuelta, pero no soltó a los niños. Había en su cara una inexplicable y triunfal sonrisa llena de malicia. Torcía la boca y de sus ojos brotaban chispas.
No parecía asustada, ni siquiera sorprendida; tan sólo despectiva. Se irguió, tan robusta, tan imponente, que a su lado Aleteo Brisalinda quedó reducida a la nada. Cualquiera que entonces las hubiera visto no habría tenido la menor duda sobre quién era la más fuerte, quién iba a ganar.
El Señor y la Señora no se atrevían casi ni a respirar mientras, de pie, las observaban.
Pero Aleteo no estaba frente a ellos, de modo que no podían ver sus ojos. Ni hubieran podido hacerlo, pues ningún ser humano hubiera podido soportar la expresión de su mirada en aquel momento. No hay palabras para describirla.
Nana temblaba, pero a pesar de todo se mantuvo firme. También daba miedo contemplar su cara, pero ésta, al fin y al cabo, sólo reflejaba maldad, perversidad y crueldad, mientras que los ojos de Aleteo eran como un tornado, un volcán echando fuego, un terremoto, sin que por ello perdieran su color azul sereno y sosegado como el del cielo en una noche de verano. Aquella mirada, aquella energía, jamás podían extinguirse.
Y se escuchó su voz, eterna, terrible, tranquila:
—Nana, los niños se transforman en lo que uno haga con ellos. Echa una mirada a tus torpes discípulos.
Nana trató de aguantar la mirada de Aleteo, pero comenzó a parpadear. Se esforzó en resistir y logró mantener la mirada hasta que se vio obligada a ceder. Entonces miró a los niños.
Se echó hacia atrás con violencia. La expresión de maldad de sus ojos se transformó en terror.
El Señor y la Señora estaban inmóviles, como si fueran estatuas. Lo vieron todo.
Lo que Nana sujetaba ahora con las manos eran las asas de dos jarrones de arcilla. A Klas y a Klara no se les veía por ninguna parte. Habían desaparecido.
En aquel momento, Mimí chilló. Aquel chillido era más penetrante y entrañaba más espanto y horror que nunca. Esta vez era un grito desgarrador, tan hiriente que no parecía de este mundo.
Cuando se extinguió, pudo oírse un extraño tintineo, como el del cristal al romperse. Por toda la Casa, las piezas de cristal se hicieron añicos. Aquel grito fue tan demoledor, de una fuerza tan destructiva, que hizo pedazos todos los espejos y cristales de las ventanas.
Allí estaban el Señor y la Señora, con sus manos llenas de fragmentos de cristal. Los bols que sostenían se habían roto ante sus mismos ojos.
La Señora comenzó a sollozar quedamente.
En aquel instante todo se detuvo. Se produjo una quietud como si nada existiera en el espacio, tan sólo la eternidad. Era como si la vida no pudiera reanudar su marcha. Como si con el chillido de Mimí, todo se hubiera detenido.
Entonces Talentoso echó a volar y planeó silenciosamente por la habitación. Llegó hasta la jaula de Mimí y la abrió con el pico.
Mimí escapó volando. Fue derecha hacia la luz, salió por entre los cristales de la ventana que acababan de romperse, a través de las enmarañadas enredaderas, y se elevó en el aire cada vez a mayor altura, libre y llena de alegría. Sin mirar a su alrededor, simplemente desapareció lanzando un interminable grito de júbilo.
Talentoso observaba desde el alféizar de la ventana cómo se alejaba, y cuando desapareció explicó:
—En otros tiempos, ya lejanos, los dos éramos jóvenes. Nos entendemos muy bien…
Al oír estas palabras, los que estaban en la habitación volvieron otra vez a la vida. El Señor tomó entre las suyas las manos de la Señora y se miraron confusos.
Nana parecía haber perdido la razón por completo, pues daba vueltas sin ton ni son rompiendo sus pertenencias, musitando para sí misteriosas palabras. Aterrada, salió de la habitación, pero volvió inmediatamente, recorriéndola con la mirada. Entonces se fijó en Aleteo. Se acercó a ella y sus miradas se encontraron, pero esta vez sin odio. Nana había perdido su fuerza, se había rendido.
Como si fuera de lo más normal, dijo a Aleteo:
—Volveremos a encontrarnos, hermana.
Aleteo, con gesto cansado, asintió con la cabeza:
—Sí —replicó—, volveremos a encontrarnos…
Entonces Nana se marchó.
La Señora, apoyada en el Señor, no cesaba de llorar. El acariciaba su cabello, pero también parecía abatido. No era un malvado, y por lo tanto no podía apartar de su mente la imagen de los jarrones que Aleteo Brisalinda acababa de coger, llevando uno debajo de cada brazo.
—Yo tengo la culpa —repetía—, es culpa mía, es culpa mía. ¿Podrá alguien perdonarme jamás?…
—Pobres niños —decía entre sollozos la Señora—. ¿Podrán alguna vez volver de nuevo a la vida? ¿Tendrán que seguir siendo jarrones ya para siempre, señorita Brisalinda?
Aleteo Brisalinda se detuvo frente a ellos al salir de la habitación. Sus extraños ojos rebosaban compasión.
—No, para siempre no —contestó—. Sólo mientras estén aquí, pues en esta casa no pueden ser otra cosa.
—Pero… ¿y si se fueran a su casa? —preguntó el Señor ansiosamente.
—Entonces volverían de nuevo a ser niños.
El Señor murmuró unas palabras que había creído que nunca más volvería a pronunciar. Dijo:
—Muchas gracias.
Y la Señora susurró con voz entrecortada:
—Le deseo… le deseo felicidad.
—Lo mismo le deseo a usted, Señora —dijo Aleteo, dirigiéndose hacia la puerta. Allí se volvió y dijo en voz alta—: Y a usted también, Señor.
El Señor le dio las gracias por segunda vez. Era la única vez que Brisalinda les había llamado Señor y Señora… fuese cual fuese la razón por la que lo había hecho ahora.
Talentoso desplegó las alas, agitándolas protectoramente sobre la cabeza de Aleteo, que caminaba por la Casa con los dos jarrones de arcilla. Estaba agotada.
Eran tantas las habitaciones y escaleras de la Casa… Demasiadas. Encontró al viejo cochero en una habitación, inclinado, rígido sobre una mesa redonda, a cuyo alrededor y justo al borde, había doce copas hechas añicos. Su sombra caía sobre el blanco mantel coma las agujas de un reloj que se hubiera parado para siempre.
Aleteo se acercó a él y le tocó.
—Ya no hay que preocuparse más por eso —le dijo dulcemente—. El chillido de un pájaro ha sido lo que ha roto esta vez el cristal. No ha sido el niño. Pero el pájaro ha escapado volando y los niños ya se han marchado. Nunca volverá a suceder…
Pero el cochero no la vio ni la oyó. Era viejo; permaneció allí inmóvil mientras las agujas del reloj marcaban las siete.
Aleteo Brisalinda se dio cuenta de que estaba atardeciendo. Tenía que apresurarse.
Salió de la Casa por una puerta trasera. Tampoco quiso salir por las puertas de la ciudad, sino que utilizó en su lugar un postigo de la muralla, que daba directamente al Río de los Recuerdos Perdidos. Allí, amarrada, aguardaba una barquita.
Saltó a ella y dejó los jarrones a proa, mientras que Talentoso se posaba a popa.
Soltó la amarra y dejó que la barquilla se deslizara por el río.
La brisa diurna había desaparecido; el agua estaba tranquila. Permaneció sentada, completamente inmóvil, apoyada en los remos, mientras se ponía el sol.
La Casa se reflejaba en el agua. ¡Y era así como realmente debería verse! Temblaba y se estremecía, hasta que la barca, como en un sueño, deslizándose lentamente, salió fuera de la imagen de la Casa reflejada en el agua.
Aleteo comenzó a remar mientras anochecía. El manejo de los remos le hacía sentirse a gusto.
El río era profundo y ocultaba muchos recuerdos perdidos. Los que allí se habían hundido, estaban perdidos para siempre. Aleteo lo sabía.
Y cuando llegó a la otra orilla, supo que todo se había ya cumplido. Soltó los remos y, lentamente, se volvió a mirar.
Era exactamente tal como había pensado.
Klas y Klara estaban dormidos en la proa. No había rastro de los jarrones de arcilla. Tomó una pequeña manta que había en la barca y tapó con ella a los niños. Talentoso la observaba con atención.
—Los hechizaste —dijo.
—Transformé su aspecto —contestó ella.
—Ellos se transformaron, pero supongo que tú no habrás cambiado.
—Sí, porque yo tenía que ver lo mismo que quería que vieran los demás. Los jarrones eran fruto de una ilusión, pues los niños nunca dejaron de ser niños.
El cuervo asintió, con aire de suficiencia:
—Talentoso lo sabía y no le cogió de sorpresa.
Aleteo sonrió y le estuvo mirando un largo rato, pero no dijo nada más. Después ató a un árbol la barca y se acostó en ella, envuelta en su capa. El cuervo ya se había dormido, con la cabeza bajo el ala.
Al día siguiente proseguirían su camino; ahora tenían que descansar.
—Será bonito volver a tejer de nuevo —pensaba Aleteo Brisalinda—. Verdaderamente, eso es lo único que me gustaría hacer de ahora en adelante. Espero que nunca más tendré que echar la buenaventura ni hacer más hechicerías. Ya he quedado escarmentada. Esta vez ha sido necesario pero, en realidad, nunca debería meter mi lanzadera en los tapices de los demás…
La barca se mecía suavemente en el agua.
Al poco rato, también Aleteo Brisalinda dormía. Su sombrero estaba junto a ella y la brisa nocturna jugueteaba con las alas de mariposa que lo adornaban. Mientras dormía, sonreía apaciblemente, pero no soñaba.
… si acontece
que obtienes lo que anhelas,
es porque el destino así lo ha dispuesto.
DE LAS FÓRMULAS MÁGICAS DE GROA
LA tienda de las muñecas fue lo primero que vio Sofía al llegar a la feria. Le acometió una súbita congoja y no se sintió con valor para mirarlas. Lo único que quería era marcharse de allí.
Pero no pudo evitar que sus ojos fueran atraídos por la tienda y entonces su corazón latió sobresaltado. De nuevo retornó el dolor de aquel terrible día en que desaparecieron los niños. ¿Es que estaba condenada a volver a sufrir la misma angustia?
Porque en el mismo sitio, en el mismo rincón de la tienda de las muñecas, colgaba una absolutamente igual a aquella por la que, hacía años, en aquella misma fecha, suspiraba Klara. La muñeca con capa de raso negro, con largas trenzas rubias y pañuelo color lila. La muñeca que la anciana insistió en que había sido comprada por Klara poco antes de desaparecer. Allí estaba colgada justamente ahora. Sofía se quedó mirándola fijamente, hechizada, aterrorizada, fuera de sí, como si hubiera visto una aparición. La muñeca, colgando de las cuerdecitas, se balanceaba de un lado a otro y Sofía tuvo la impresión de que la miraba a ella con sus brillantes ojos azules de cristal. Se marchó corriendo, completamente aterrorizada. No, no diría nada a Albert. ¿Para que apenarle también a él inútilmente? Ya estaba de por sí bastante triste y melancólico. Tampoco le había dicho nada de su visita nocturna a Aleteo Brisalinda con el anillo. ¿Para qué despertar en él las mismas ilusiones de esperanza que una vez ella había experimentado?