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Authors: María Gripe

Tags: #Infantil y juvenil

Los hijos del vidriero (6 page)

Aunque su presencia no la animó tanto como el Señor había imaginado, al menos los había aceptado. Aunque nunca decía mis niños sino los niños del Señor. «Son su hallazgo», solía añadir.

Al principio pasaba más tiempo con ellos. Disfrutaba cambiándoles de peinado y eligiendo nuevos vestidos para ellos, cosa que le sirvió de diversión durante algún tiempo. Después de arreglarlos a su gusto, les mandaba que la siguieran cuando paseaba por las largas galerías llenas de espejos de la Casa. En ocasiones, si el tiempo era bueno, paseaban por el pequeño jardín que, como una habitación más, se hallaba situado en la parte central de la Casa.

Pero la mayoría de las veces caminaban por las habitaciones de los espejos. Iban por allí cogidos de la mano, sin apenas atreverse a mirar a los lados, pues les habían recomendado que se portaran bien y no apartaran los ojos de la Señora, por temor a cometer alguna falta.

Si alguna vez se detenía, también ellos tenían que hacerlo. Permanecía inmóvil un momento, mirándose pensativamente en el espejo. Los niños se quedaban mirándola ilusionados, pues a veces se volvía sonriente y decía:

—Creo que los niños me favorecen más que los perros…

Luego, inclinando la cabeza, volvía a sonreírles, lo que significaba que podían ir tras ella un poco más. La Señora era hermosa, pero parecía estar muy triste. Cuando les sonreía, mostrándose alegre con ellos, se sentían felices.

Antes de la llegada de los niños, solía pasear seguida siempre por un par de grandes galgos negros, de fúnebre aspecto. Jamás sonrió a los galgos.

Pero algunas veces, a Klas y a Klara sí les sonreía. Todo marchaba bien, hasta que una vez Klas se manchó de mermelada el encaje del cuello, y Klara se arrugó el vestido. Entonces la Señora se cansó repentinamente de ellos y dijo al Señor que, pensándolo bien, los perros hacían resaltar más su belleza.

Entonces le dio por pasear de nuevo con los dos grandes galgos negros que, aburridos, olisqueaban el suelo con su morro puntiagudo.

Klas y Klara se sentían desgraciados, pues se habían esforzado en comportarse debidamente. El Señor también parecía estar muy abatido, pero no decía nada; jamás decía nada, tan sólo suspiraba.

A partir de entonces, los niños estaban casi siempre solos y echaban en falta a la Señora; sobre todo Klara. Cierto día, Klara gritó: «¡Madre!». Se quedó silenciosa y perpleja pues ignoraba de dónde había sacado tal palabra; ni siquiera sabía su significado.

Nunca había llamado madre a la Señora. Jamás tenían ocasión de decir algo, a menos que les dirigieran la palabra, y entonces debían contestar tan sólo: «Sí, Señora» o «No, Señora».

Alguna que otra vez el Señor les gastaba bromas, y entonces podían reírse; pero no mucho ni demasiado alto, pues eso era una falta de educación. En las demás ocasiones, casi siempre se limitaban a decirle: Muchas gracias.

La Casa estaba llena de largos corredores y enormes habitaciones. Era fácil perderse allí. Por todas partes reinaba un absoluto silencio; sólo oían el eco de sus pasos. Entonces, asustados, echaban a correr. Corrían cada vez con más miedo, pero uno no puede huir de sus propios pasos.

A veces tropezaban con alguien a quien no conocían. También entonces se asustaban, aun cuando sabían que tenía que ser alguien de la Casa, pues allí no podían entrar extraños.

Todos iban siempre silenciosos y de puntillas, para no dar ocasión a que la Señora sufriera uno de sus dolores de cabeza. También los niños aprendieron a andar sin hacer ruido, y entonces el eco que se producía ya no se oía tanto. En la Casa había muchas escaleras, con alfombras tan gruesas y mullidas que no se escuchaba la menor pisada. Klas y Klara subían y bajaban por ellas con frecuencia. En las escaleras se sentían protegidos. Les parecía que no les oían y que no molestaban a nadie. Allí no estorbaban. Se pasaban las horas muertas subiendo y bajando las escaleras, jugando a que la Casa era una montaña.

Como la ciudad estaba deshabitada, no tenían con quién jugar, ni tampoco en la Casa invitaban a otros niños. Pero eso les importaba poco a Klas y Klara, pues no conocían a otros niños aparte de ellos mismos.

Además, varias veces les había sucedido una cosa extraordinaria:

No les estaba permitido entrar solos en las habitaciones de los espejos. Cuando la Señora no paseaba por ellas, permanecían cerradas. Pero por toda la Casa había colgados otros muchos espejos.

Y sucedió que Klas y Klara vieron una vez a dos niños pequeños que desde el fondo de un corredor caminaban hacia ellos. Les invadió una gran alegría. Echaron a correr y aquellos niños también corrieron hasta que se encontraron. Siempre coincidían frente al espejo.

Se quedaban allí y entonces ocurrían cosas raras, pues cuando inclinaban la frente y con ella tocaban el espejo, resulta que la apretaban contra la frente de los dos niños del otro lado. Podían mirar sus ojos, que siempre brillaban llenos de ilusión. Pasaban allí muchísimo tiempo mirándose y pronto Klas y Klara se dieron cuenta de que los únicos niños que podrían conocer en la Casa eran los Niños del Espejo.

Al principio, cuando se veían, se sentían menos olvidados y abandonados, como si compartieran su suerte con aquellos niños que no decían nada, a quienes nunca podían llegar a alcanzar ni tocar.

Pero llegó un día en que la sorpresa y la alegría desapareció del rostro de los Niños del Espejo; en sus caras sólo vieron tristeza e inquietud. Entonces Klas y Klara experimentaron un gran temor.

Creían poseer todo cuanto podían desear y que todo era maravilloso. Pero ahora sentían compasión por los Niños del Espejo. Querían hacer algo por ellos y deseaban compartir sus penas. Y pronto tuvieron la impresión de que ya lo habían hecho, sin saber cómo había sucedido.

A partir de entonces ya no quisieron volver a verles y los esquivaban. Deseaban olvidar aquellos rostros tan llenos de tristeza.

En las escaleras no había espejos, así que allí buscaron refugio. En ellas podían jugar a que la Casa no era la Casa sino una vieja montaña sobre la tierra. En las escaleras siempre estaban solos. Y si eran desgraciados, lo ignoraban.

Porque eran las penas de los Niños del Espejo las que les inspiraban lástima y no las suyas propias.

9

LA casa estaba llena de criados que se turnaban en el cuidado de los niños. Pero como siempre había criados nuevos, Klas y Klara nunca llegaban a conocerlos. Siempre estaban rodeados de gente extraña.

Cada mañana se encontraban con nuevas caras; voces extrañas les despertaban, manos extrañas les vestían, les peinaban, les servían los alimentos y retiraban los platos vacíos.

Jamás estaban seguros de si la próxima cara, voz o mano iba a ser amistosa, amable y afectuosa, o bien tosca, áspera y peligrosa.

Al principio, Klas y Klara observaban con inquietud a cada uno de los criados, pero al poco tiempo no se preocuparon más. Se acostumbraron. ¿Qué importaba que tuvieran buen o mal humor? Al fin y al cabo, la próxima vez ya habría otro nuevo.

Una de las razones por las que se cambiaba con tanta frecuencia de sirvientes era porque rompían muchas piezas de cristal. La verdad es que últimamente eran muy descuidados. Por todas partes había piezas de cristal rotas. Eran repuestas inmediatamente, pero pronto aparecían hechas añicos. Resultó imposible descubrir al culpable, pues todos lo negaban y se protegían uno al otro.

Por toda la Casa cundió una sensación de hostilidad y sospecha. Se espiaban unos a otros, y no obstante nadie era capaz de atrapar al culpable. No veían la forma de solucionarlo. ¿Habría alguien que rompía el cristal a propósito?

Al principio, el Señor y la Señora no se preocuparon. Compraban nuevas piezas y no decían nada. Pero cuando las cosas empeoraron cada vez más y los criados, sospechando unos de otros, llenaban la Casa con el eco de sus disputas, se decidió que había que hacer algo.

El Señor ordenó a su viejo y fiel servidor, el cochero, que descubriera quién rompía el cristal.

El cochero era viejo y terriblemente serio. Su rostro parecía de piedra y nunca dejaba adivinar lo que estaba pensando. Su forma de moverse, suave y silenciosa, era impresionante, pues caminaba como si sus botas no tocasen el suelo sino que se deslizasen por encima. Sus pasos eran rígidos y como a sacudidas. Andaba por las habitaciones como una muñeca mecánica o una marioneta manejada por cuerdas, lo que le daba una apariencia muy poco humana.

El cochero no dio cuenta a nadie de sus planes e ideas. Estaba seguro de que atraparía al culpable.

Lo primero que hizo fue procurarse una buena cantidad de piezas de cristal. Las fue dejando por distintas partes de la Casa, con objeto de saber al momento cuáles eran las que se rompían primero. Esto le permitiría averiguar de qué parte de la Casa procedía el culpable.

El siguiente paso fue dejar de nuevo más piezas de cristal en aquel lugar y esperar. Se movía por allí sigilosamente, como una araña negra tejiendo su tela. Las puertas se abrían y cerraban como por sí solas, sin hacer ruido, cuando el cochero asomaba su severo rostro grisáceo para mirar, que desaparecía con la misma rapidez para volver a aparecer enseguida en la puerta de otra habitación.

Al ver aquello, los sirvientes movían la cabeza:

—Se está haciendo viejo —se decían uno a otro.

Y era cierto. Era viejo, aunque no débil. Pocos jóvenes se habrían movido con tanta rapidez como él. Era una cosa extraña, parecía estar en todas partes al mismo tiempo.

Por eso resultaba más incomprensible que no pudiera pescar al culpable. Todo siguió igual. El cristal se rompía siempre en lugares donde daba la casualidad que él no estaba.

Y varias veces había oído romperse algo en mil pedazos justo en la habitación contigua, pero cuando abría la puerta no aparecía el menor rastro o indicio. En la habitación nunca había nadie, pero siempre encontraba una pieza hecha añicos en el suelo.

Nunca oía pisadas. Tenía que ser alguien que anduviera tan silenciosamente como él.

Y además, igual de astuto y cauteloso.

Era desconcertante. Se sentía frustrado, pero al propio tiempo algo le incitaba a proseguir aún con más ahínco. De vez en cuando, el Señor le preguntaba qué tal iba el asunto y si había descubierto alguna pista. Pero él no respondía; era maestro en el arte de permanecer callado. Por otra parte, tampoco le importaba no tener nada de qué informar.

Finalmente, se le ocurrió algo realmente genial.

Había cometido un error al dejar piezas de cristal en distintas habitaciones, pues era conceder al enemigo demasiadas posibilidades.

Hubiera sido mejor haberlas dejado todas en el mismo sitio. Y no sólo una pieza, sino una buena cantidad.

De modo que preparó una gran mesa como para una fiesta, llena de copas y jarras de cristal. Colocó unos candelabros de altos brazos y los encendió para que el cristal brillase y refulgiera tentadoramente.

Luego abandonó la habitación. Cerró la puerta cuidadosamente para que nadie pudiera adivinar su plan. Pero no se alejó; se escondió en un gran armario vacío de la habitación de al lado. Tiró lentamente hacia sí de la puerta para cerrarla, dejando sólo una rendija por la que poder ver a quien pasase por allí. Se esforzaba en escuchar con toda atención, ya que había otra puerta que daba a la habitación donde estaban las piezas de cristal y quizás el culpable pudiera utilizarla. Así que se quedó allí esperando pacientemente; pero no apareció nadie. Ni se oyó el menor ruido en la habitación contigua.

Acabó sintiéndose incómodo en el armario. Salió de él y fue andando hacia la puerta. Estaba muy deprimido. Abrió la puerta sin hacer ruido. En aquel mismo momento se oyó un estrépito.

Permaneció quieto en el umbral. Como de costumbre, su rostro permanecía impasible, pero sus brazos temblaban de impaciencia, ansiosos por caer sobre la presa. No daba crédito a sus ojos. Se detuvo un instante, pues no quería perder el menor detalle del extraño espectáculo que tenía ante sus ojos.

La luz en la habitación era tenue, mortecina, pues era invierno y ya anochecía. Las sombras se cernían sobre los rincones. Pero los candelabros de altos brazos brillaban alegremente en la mesa, iluminando a la única persona que allí había.

Era Klas.

Estaba subido en una silla junto a la mesa y sostenía una copa en la mano. El cristal refulgía y él lo miraba fijamente, con una extraña expresión en el rostro. Parecía estar a la vez apenado, desafiante y lleno de júbilo. Súbitamente, estrelló con toda su fuerza la copa contra el suelo y se pasó a la silla contigua para coger otra copa. Así dio la vuelta a la habitación, hasta dejar todas las copas hechas añicos en el suelo. Después sé deslizó hasta el suelo y echó a correr. Iba descalzo y corría a toda velocidad, sin hacer ruido.

Pero allí estaba el cochero, cerrándole el paso.

Era como una sombra más entre las demás sombras de la habitación.

Para atrapar a Klas no tuvo más que estirar el brazo. Todo sucedió en silencio, pues el cochero era maestro en permanecer callado y Klas se había quedado sin habla.

Se produjo un gran alboroto: ¡Quién iba a pensarlo! Los criados, de quienes se había sospechado, se sintieron ultrajados, anunciando en voz alta y tono irritado que ya no trabajarían más. A la Señora le acometió uno de sus dolores de cabeza y dijo una vez más al Señor que los niños eran cosa suya y que él mismo tenía que ocuparse de ellos.

El Señor manifestó que estaba asombrado, y lo repitió varias veces. Los niños eran tan obedientes y estaban tan bien educados…

Dijo que, naturalmente, había que castigar a Klas y meditó sobre el problema durante largo rato. Luego habló con el cochero y éste fue en busca de una fuerte vara.

Al Señor le dolía, pero era preciso azotar a Klas por lo que había hecho, a fin de que nunca volviera a repetirlo. Esto es lo que dijo el Señor al mandar al cochero que azotara a Klas pero… no demasiado fuerte.

Pero Klas repitió el estropicio. Y entonces se ordenó al cochero que le diera más fuerte.

Y más fuerte. Y aún más fuerte. Pero Klas no desistía. Obligaron a Klara a que espiara a su hermano, pero no sirvió de nada. Klas engañaba a cualquiera. Desplegaba una astucia extraordinaria. Era más listo que un zorro y más rápido que una comadreja.

¿A qué se debería aquel comportamiento? Algo raro sucedía. La vista del cristal le resultaba insoportable y eso que su padre era soplador. Era verdaderamente desconcertante.

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