¿Sería quizá que los niños habían estado solos demasiado tiempo?
¿Podría ser esa la causa? El Señor decidió que había que buscarles una institutriz.
Y así fue como Nana entró en sus vidas.
NANA estaba comiendo cuando Klas y Klara la vieron por primera vez.
La Señora les llevó donde estaba Nana. Se hallaba sentada, ocupando gran parte del banco que había a lo largo de la mesa. Era por la tarde y, como las lámparas aún no estaban encendidas, la habitación se hallaba en penumbra.
Llevaba sujeta en la tirilla del cuello una servilleta de colorines. Al principio, lo único que los niños pudieron ver fueron los vivos colores de la servilleta.
Luego, al alzar los ojos, vieron una enorme boca abierta, en la que un trozo de pastel se agitaba de un lado para otro hasta convertirse en masa. La contemplaron atónitos hasta que engulló la pasta y cerró la boca, tras lo cual, les obsequió con una amplia sonrisa.
Nana les dio las buenas tardes y la Señora los dejó a su cargo.
En aquel momento, los criados trajeron otro plato. Nana abarcó con una mirada glotona la comida y a los niños, una mirada que parecía decir: «¿Estarán sabrosos?»
El plato fue de su agrado, pero respecto a los niños, tenía sus dudas. Los examinó con sus inquietantes ojillos, y al momento se dio cuenta de que se sentían desgraciados.
Le gustasen o no, la opinión que tuviera de ellos carecía de importancia puesto que, en cualquier caso, los devoraría. Así era ella.
No hay palabras adecuadas para describir apropiadamente la corpulencia de Nana. Era una persona de un cuerpo y una fuerza enormes.
El Señor pensó que una institutriz gruesa sería indudablemente lo mejor, y precisamente por ello eligió a Nana.
Le dijo a Nana que no quería tener más problemas con los niños. Y, desde luego, no los tuvo. No tuvo que preocuparse más de ellos ni de volver a verlos, si no lo quería, ya que vivían prácticamente encadenados al cuerpo de Nana. No los perdía de vista ni un instante.
A partir de entonces, Klas y Klara carecieron de vida propia. Vivían la de Nana. Igual que la pequeña y silenciosa cacatúa que le servía de compañía a Nana.
Era un aterrorizado animalillo que, acurrucado en su jaula, escuchaba atentamente todo cuanto decía Nana. Cuando ésta se volvía hacia ella, asentía ansiosamente, para demostrar que la escuchaba y estaba de acuerdo con lo que decía. De vez en cuando, sus aterrados ojillos parpadeaban y su pobre cuerpecito se contraía y se crispaba.
Nadie sabía si la cacatúa era muda de nacimiento o había perdido el habla a causa del torrente atronador de las palabras de Nana. El único sonido que ahora emitía era un chillido agudo que parecía penetrar hasta la mismísima médula de los huesos. Afortunadamente no chillaba muy a menudo, sino tan sólo en contadas ocasiones, mientras dormía. Era imposible llegar a acostumbrarse a aquel sonido, que hacía que la sangre se helara en las venas. Era un chillido que parecía expresar toda la tristeza del mundo.
La cacatúa se llamaba Mimí.
Klas y Klara estaban impacientes por hacer amistad con Mimí, pero nunca llegaron a conseguirlo porque Nana no se lo permitió. Mimí siempre estaba con la mirada fija en Nana. Jamás miraba a los niños. Parecía ignorar su existencia.
Pero pronto les sucedió lo mismo a Klas y a Klara. También tenían que estar siempre pendientes de Nana, pues de lo contrario, las cosas podían irles muy mal.
Nana tenía necesidad de comer algo cada dos horas. Le preparaban una suculenta mesa y entonces ella se sentaba en un lado y los niños frente a ella. La mesa crujía bajo el peso de los platos y de las fuentes rebosantes de comida. A Nana nunca le era difícil organizarse apetitosos festines. Pero los niños, obedientemente, sólo comían cuando se les ordenaba. De no ser así, se limitaban a permanecer sentados, con la mirada fija en la cubertería de plata o en las enormes mandíbulas de Nana abiertas de par en par.
Mimí estaba en su jaula, próxima a Nana, que la alimentaba sin cesar con semillas de higo que guardaba en una bolsa. Mimí las comía y se las tragaba, sumisa y delicadamente, con la misma seriedad que habría podido demostrar una pequeña colegiala. Era enorme la cantidad de semillas con que se la podía atiborrar. Era algo asombroso, dado que Mimí no era un pájaro muy grande.
Después de comer, Nana bostezaba, soñolienta. Tenía que echarse a dormir para hacer la digestión. Entonces Mimí, a una mirada de Nana, parecía quedar bajo los efectos de un extraño somnífero puesto que inmediatamente comenzaba también a bostezar.
Nana descansaba en una enorme cama con dosel que habían llevado a la habitación de los niños. Tan pronto como se echaba, caía dormida. Entonces era como si en la habitación se hubiera producido un huracán; se iniciaba con un murmullo que se convertía en un bramido hasta que, por último, atronaba. Las cortinas, agitadas por la fuerza de su respiración, semejaban velas y la cama se balanceaba como un barco en un mar embravecido.
La jaula de Mimí, que pendía colgada de un gancho bajo el dosel, oscilaba peligrosamente, pero Mimí, escondida la cabeza bajo un ala, dormía profundamente como si no pasara nada de particular. Nunca se despertaba antes que Nana.
Claro está que Klas y Klara también tenían que echarse, pero nunca se dormían. Allí se quedaban, abandonados y sobrecogidos de temor, hasta que amainaba la fuerte tormenta y Nana despertaba.
Nunca dormía más de un cuarto de hora. Puntual, Mimí se despertaba al mismo tiempo.
Cuando se despertaba, Nana resultaba terriblemente severa y peligrosa. Era entonces cuando se encargaba de la educación de los niños. Poseía un enorme baúl de donde, rebuscando, sacaba pilas de libros, ábacos y pizarras. Entonces comenzaba la clase.
Hacía preguntas a Klas y Klara sobre las materias que contenían los libros.
Saltaba de uno a otro tema, de un libro a otro. Cada vez que cerraba un libro lo hacía con tal violencia que hacía saltar a los niños. Esto lo repetía una y otra vez.
Estaban allí como atontados, como bobos. No sabían nada. No aprendían nada. No comprendían nada.
Cuando se dio cuenta de lo torpes que eran, decidió planear su educación. Solía corretear alocadamente por la habitación agitando tanto los brazos, que sus pequeñas gafas se deslizaban hasta la punta de su enorme nariz, donde se agitaban y brincaban con violencia.
De su boca fluía un torrente de advertencias, amenazas y regañinas. De repente, se paraba en medio de la habitación y gritaba:
—¡REPETID LO QUE ACABO DE DECIR!
Entonces se producía un embarazoso silencio, pues Klas y Klara eran incapaces de pronunciar una sola palabra. Invadidos por un pánico cerval, se quedaban con la espalda apoyada en la pared para que Nana no los aplastara. Parecían petrificados. No podían pensar en nada.
Como no respondían a sus preguntas, entonces Nana les pellizcaba.
Tenía las manos y los pies extraordinariamente pequeños y ágiles. Desde luego sus pies debían de ser muy resistentes, dado el peso que tenían que soportar. Y en cuanto a sus dedos, también poseían una gran fuerza, como Klas y Klara bien podían atestiguar.
Cada vez que Nana les pegaba, afirmaba que jamás había tratado con niños tan mal criados. ¡Era imposible educarlos! ¡No podía con ellos! decía, soplando y jadeando como un fuelle. ¡Eran un caso desesperado!
Pero peor, mucho peor aún eran sus clases de canto. Era entonces cuando hubieran preferido ser mudos, como Mimí. Nana era muy exigente respecto al canto.
Les decía que su profesión hubiera sido la de cantante si no fuera por el mal oído que tiene la gente. Y ahora quería averiguar si a Klas y a Klara les sucedía lo mismo. Así que se ponía en medio de la habitación y les ordenaba que escucharan con atención. Ella cantaba primero y después pretendía que los niños la acompañaran.
Pero cantaba tan fuerte, tan ensordecedoramente fuerte, que el miedo paralizaba las gargantas de Klas y Klara. Lo único que lograban era emitir un débil y ronco piar.
Nana descubrió entonces que también ellos tenían mal oído, lo que hacía preciso pellizcar unas orejas tan malas como aquellas. Jamás en su vida había encontrado oídos tan poco musicales, aseguraba mientras les pellizcaba.
Y así transcurrían los días, uno tras otro.
Klas y Klara se sentaban a la mesa, contemplando a Nana mientras comía. Echados en sus camas, oían dormir a Nana. Con sus espaldas contra la pared, arrostraban las enseñanzas de Nana.
Estar bajo el cuidado de Nana significaba haber caído en sus garras.
EL Señor y la Señora estaban muy contentos con la institutriz. Era, además, estupendo cómo enseñaba a los niños, aunque eso no fuera muy necesario. Quizás resultaban algo molestas sus frecuentes lecciones de canto, que Nana daba en notas agudas, pero les explicó que los niños tenían mal oído y por ello tenían que practicar a menudo; la culpa no era suya.
Y desde que Nana llegó a la Casa no había vuelto a romperse ninguna pieza de cristal. No se podía negar que era estupenda.
Sólo quedaba una cuestión: se podía pasar por alto que tuviera que comer cada dos horas, pero sus siestas tras las comidas resultaban realmente embarazosas. No porque durmiera, sino por el ruido que hacía; trastornaba toda la Casa.
Cada dos horas, y por espacio de quince minutos, los trabajos de la Casa se paralizaban. Se miraban unos a otros consternados: Ya está Nana durmiendo otra vez.
Era algo así como un retumbar de truenos. Nada podía hacerse para impedirlo; había que esperar a que pasara la tormenta. No es que nadie se sintiera asustado, pero sí irritados e inquietos, incapaces de hacer nada hasta que aquello acabara.
Eso es lo que pasaba mientras Nana dormía.
La Señora sufría más que nadie, pues su dormitorio estaba exactamente debajo del de los niños. La tormenta se desencadenaba justo sobre su cabeza, pero no estaba dispuesta a cambiar de habitación sólo por culpa de Nana. Pero últimamente ya era el colmo.
Lo que decidió fue trasladar a Nana y los niños al otro lado de la Casa. Pero Nana rehusó. Se negó rotundamente. Aquella habitación le gustaba. Allí tenía su baúl lleno de libros escolares y la maleta con todos sus trajes, que siempre llevaba consigo por si alguna vez se convertía en cantante de ópera, que es lo que debiera haber sido si el oído de la gente fuera algo mejor. Decía esto mirando con aire tan acusador a las orejas de la Señora, que ésta decidió retirarse. No se sentía con humor de discutir de oídos con Nana.
Otra vez, cuando el Señor trató sosegadamente de hacer ver a Nana que, si era necesario, la maleta y el baúl podían trasladarse con ella, le traspasó con una mirada tan feroz que le hizo temblar:
—¡NO ME CAMBIARÉ! —atronó Nana; y ya no se volvió a hablar más del asunto. Había que buscar otra solución.
Un día, el Señor llegó a casa con un gran frasco de píldoras para evitar los ronquidos. Puesto que servían para aminorar los ruidos, pensó que también podrían aliviar a Nana. Lo único que había que hacer era persuadirla para que las tomara. Pero como se irritaba con facilidad, había que andar con cuidado para no molestarla.
Cuando una mañana apareció quejándose de agotamiento, el Señor se apresuró a buscar el frasco de las píldoras. Le dijo que esas píldoras le proporcionarían mucha más energía y que tomara una en cada comida.
Nana tomó las píldoras y todos se quedaron esperando con emoción.
Pero el único resultado fue que en lugar de quince minutos ahora dormía media hora. Los espantosos ruidos continuaron igual que antes, y Nana fue a ver al Señor para darle las gracias, y le dijo que seguiría tomando las píldoras porque se notaba con más energías.
Así que desde entonces la Casa quedaba paralizada el doble de tiempo. ¡Era una catástrofe!
La Señora tenía que tomar pastillas para calmar los nervios, y ponerse tapones en los oídos. Estaba pálida y parecía muy agotada. Y no había nada que se pudiera hacer, pues todo el mundo creía que el trabajo de Nana era muy importante. Todo en la Casa dependía de ella. O por lo menos, eso decía la gente; en realidad lo que sucedía es que nadie se atrevía a enfrentarse con Nana. Todos se daban cuenta de que el propósito de Nana era quedarse allí mientras le apeteciera. Desde que llegó, era ella quien daba las órdenes. Esa era la triste realidad.
Klas y Klara eran los únicos que se aprovechaban del sueño de Nana. Por extraño que parezca, llegaron a considerar sus siestas como momentos tranquilos y llenos de paz. Significaban un poquito de libertad. A pesar de todo, Nana resultaba menos peligrosa mientras dormía. De manera que las siestas de media hora eran el doble de buenas para ellos.
Mimí también dormía todo ese tiempo, así que cuando ambas caían dormidas, los niños se bajaban de sus camas y salían de la habitación silenciosamente. Pero cuando Nana despertaba los encontraba de nuevo en sus camas.
Tenían mucho cuidado en no regresar demasiado tarde, ya que las siestas de Nana eran los únicos momentos libres de que disponían.
En realidad, poco podían hacer en la Casa; pero eran libres y eso era suficiente. Por lo menos para empezar.
Como de costumbre, subían y bajaban las escaleras y se divertían con su antiguo juego: imaginar que la Casa era una montaña. Pero en cierto aspecto, la Casa resultaba ahora más peligrosa que antes. Parecía como si cada día fuera más grande y más oscura, más horrible y espantosa. Ya resultaba inútil imaginar que era una montaña. Ahora se había convertido en amenazador picacho. Retumbaba sin cesar, como si allí hubiera un gigante, listo para saltar; un gigante durmiente que podía despertar en cualquier momento.
Klas dijo que quería jugar a que iban a huir de la montaña. No sólo quería subirla y bajarla. Algunas veces quería marcharse. Pero Klara no sabía cómo se jugaba a eso. Quizás ni siquiera existiera tal juego. Quizás hubiera montañas de las que nunca podía uno escapar.
¡Ya no sabían a qué jugar!
Estaban en el centro de la Casa, en una interminable escalera de dos tramos, con aquel estruendoso ronquido en torno suyo, que a veces aumentaba y otras disminuía. Súbitamente se dieron cuenta de su total soledad. No era simplemente que estuvieran solos —a veces a la gente le gusta estar a solas— sino que estaban abandonados, lo cual era muchísimo peor. Nadie quiere sentirse abandonado.
Bajaron precipitadamente los escalones.