El hombre, después de mirar las monedas, dirigió su vista hacia Dante mostrando cierto desencanto.
—No sé… —respondió evasivo—. Hay tantos beatos y pordioseros con hábito dando vueltas por la ciudad…
Dante sonrió, pues comprendió de inmediato el mensaje. Cerró la mano con las monedas dentro y volvió a introducirla bajo su capa, mientras el hombre observaba los movimientos con desconsuelo apenas disimulado. Acto seguido, el poeta volvió a sacar la mano y, en esta ocasión, su palma dejó ver cinco de aquellas monedas. Los ojos de Filippone se abrieron de par en par y sus pupilas, cargadas de avaricia, no pudieron evitar clavarse en ese lugar bajo la capa del que parecían proceder aquellas monedas. Sin duda, imaginaba una bolsa repleta y suculenta.
—Yo no hablo de la ciudad —dijo Dante con rotundidad—. Hablo de esta plaza. Si por aquí se mueven unos beguinos, dudo mucho de que haya otros distintos haciéndoles la competencia.
—No —dijo, con una risita nerviosa, mirando alternativamente a los dos visitantes—. Tenéis razón. Son nuestros beguinos, por así decirlo. Pero yo…, bueno, apenas he tenido contacto con ellos… —añadió con una duda fingida que le hacía aumentar sutilmente la tarifa de sus servicios.
Dante sonrió de nuevo, meneando la cabeza. Volvió a esconder la mano entre los pliegues de sus ropajes, pero lo que dijo esta vez no resultó en absoluto del agrado de aquel hombre.
—Tiene razón —afirmó el poeta dirigiéndose directamente a su acompañante que, serio y alerta, permanecía como testigo mudo de este peculiar tira y afloja—. Será mejor que busquemos a alguien que sepa más de la cuestión.
—No, no, esperad… —atajó rápidamente Filippone—. Aunque no sea mucho, algo habrá de interés que sí os pueda contar.
El pícaro Filippone extendió al mismo tiempo la mano, dando a entender que, por fin, había un precio que consideraba justo. Sin abandonar la calma, Dante volvió a sacar la mano y, pausadamente, dejó caer sobre la palma mugrienta y callosa del hombre tres monedas. Este le miró con un gesto de perpleja protesta.
—Como bien dices —habló Dante para aclararle sus dudas—, si no tienes mucho que contar, tampoco debes recibir mucha recompensa a cambio. Claro que, si lo que nos dices es verosímil e interesante, te aseguro que recibirás el resto.
El tipo transformó su gesto en una mueca de conformidad. Asintió y, de momento y por si acaso, escondió las monedas entre sus andrajos.
—¿Qué sabes sobre esos beguinos? —volvió a preguntar Dante.
—Los llaman los «franceses»; no llevan demasiado tiempo por aquí —empezó Filippone—. Menos de cuatro meses.
—¿Son todos franceses? —interrumpió Dante con extrañeza.
—Supongo —aventuró el hombre—. O al menos así los llaman.
—¿Qué hacen por Santa Croce? —preguntó Dante.
—Lo que siempre hacen ésos —dijo Filippone—: rezar, mendigar y esas cosas. Cuentan que son gente del oficio, como nosotros. Sobre todo tintoreros. Pero yo no he visto nunca trabajar a ninguno de ellos —añadió guiñando un ojo.
—¿Viven entonces de mendigar? ¿Son muy generosas por aquí las limosnas? —preguntó Dante, con visible escepticismo, mirando a su alrededor.
Su interlocutor rio con ganas por su comentario.
—Estamos más para recibir que para dar, es verdad; aun así, algo deben de sacar.
—Y ellos, ¿qué dan o qué ofrecen a cambio? —preguntó Dante.
Filippone volvió a reír, pero su risa escondía un comportamiento claramente evasivo.
—¡Lo de siempre! Rezan por nuestra alma, aprendemos lo bien que lo vamos a pasar después de muertos… Todas esas cosas, ya sabéis…
—¿Y nada más? —insistió Dante, haciendo tintinear las dos monedas que conservaba en la mano—. Para eso ya tenéis a los franciscanos.
—¡No! Sólo cosas de ese tipo —confirmó Filippone en un intento de dar a sus palabras una credibilidad que su nerviosismo traicionaba.
—Y, ¿dónde habitan esos «franceses»? —inquirió Dante.
—Bueno, creo que hacia San Ambruogio —comentó, mirando sin disimulo hacia la mano donde tintineaban las monedas de Dante—, pero no recuerdo muy bien dónde…
Dante, un poco cansado de aquel juego, abrió la mano y el hombre recogió las dos monedas con avidez.
—¡Ah, sí! Es bastante antes de San Ambruogio —completó con el mayor descaro y una amplia sonrisa—. Si recorréis la vía de los Pelacani
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hacia el norte, os encontraréis enseguida con su refugio. Allí mismo hay un pozo viejo del que yo no bebería.
—De acuerdo —dijo Dante, con desgana y convencido de que poco más podría sacar de aquel bribón—. Eso es todo. Ve con Dios.
Por un instante, Filippone dudó, como calibrando las posibilidades de algún plan. Luego, habló sin abandonar sus falsos buenos modales.
—Esperad, no os vayáis. Si venís conmigo, creo que podría encontrar quién os dé más información.
Acompañó sus palabras con tales aspavientos y gestos con los brazos que Dante comprendió de inmediato que estaba haciendo algún tipo de seña. Francesco también estaba al tanto de la situación. Algo había estado esperando, porque en todo momento había vigilado para tener la retaguardia despejada. Ahora, miraba fijamente hacia el grupo del otro lado de la plaza. Dos elementos se habían separado de él y se internaron en las callejuelas más cercanas.
—No es preciso —contestó Dante—. Déjanos.
Filippone parecía muy decidido a seguir adelante con sus proyectos y, sin aceptar la negativa, insistió en su demanda, empezando a tirar del brazo de Dante.
—Será un momento —perseveró—. Seguro que conseguís valiosa información.
A Dante no le quedó ninguna duda respecto a las intenciones de Filippone. Su rudimentario plan debía de consistir en internarlos por aquellas callejuelas medio escondidas, a resguardo de miradas indiscretas, y allí, con la ayuda de sus compinches, saquearlos sin oposición. Ahora fue Francesco el que reaccionó con celeridad. Con un movimiento fugaz atrajo hacia sí a Filippone y, con la misma agilidad, le agarró con fuerza y con su mano izquierda por la entrepierna. Dante quedó casi tan sorprendido como el propio Filippone que, boquiabierto y pálido, era incapaz de pronunciar una sola palabra. Con la mano libre, Francesco abrió ligeramente la capa, lo justo para mostrar a su oponente la empuñadura de la daga que le colgaba del cinto. De esta forma, manteniéndole muy cerca de sí, evitaba que nadie se percatara de lo que estaba ocurriendo.
—Escúchame bien, pedazo de mierda —dijo Francesco en voz baja, dejando resbalar cada sílaba entre los dientes apretados con furia—. No es tan grande la bolsa que esperas conseguir. Ni siquiera lo suficiente como para taponar el tajo con el que estoy a punto de abrirte la garganta.
La palidez de Filippone pareció acentuarse y un ligero temblor hizo que le colgara el labio inferior. Dante temió por un momento que la ira de Francesco se desbordara y degollara a aquel miserable allí mismo, ante sus propios ojos, como había hecho con el desgraciado Birbante durante el viaje.
—De modo que, ahora —continuó Francesco en el mismo tono—, te soltaré y te irás con los bastardos de tus amigos. Muy despacito, sin hacer ningún gesto raro y les dirás que aquí no hay negocio. ¿Has entendido?
El hombre asintió en silencio personificando en su cara la imagen misma del terror.
—Disfruta de tus monedas y procura no contar a nadie nada de lo que aquí hemos hablado —añadió—. De lo contrario, te aseguro que haré remover piedra a piedra este asqueroso barrio hasta dar contigo, y tus amigos tendrán oportunidad de despedirte mientras desfilas hasta la puerta de la Justicia, con las manos atadas, sin lengua y sin orejas.
Dante pensó que Filippone se iba a desmayar apenas Francesco hubo aflojado la presa. Muy despacio y sin decir palabra, se dio la vuelta y se encaminó hacia sus compañeros que, expectantes, parecían no saber qué estaba sucediendo ni qué debía hacerse.
—Vámonos de aquí —dijo Francesco.
Ambos caminaron a buen paso en dirección contraria, desandando el camino que habían hecho para llegar a la plaza y procurando no perder de vista a Filippone y a sus secuaces.
—No debisteis mostrar dinero —dijo Francesco mientras se alejaban de allí—. Y todo para conseguir una información que seguramente será falsa y no os valdrá para nada.
—Te equivocas —contestó Dante—. Quizá resulte de más utilidad de lo que parece. Lo de los franceses no creo que sea falso. Demasiado imaginativo para que se lo invente alguien como ese Filippone. Y bastante extraño, por cierto. ¿Qué hacen unos tintoreros ultramontanos reunidos en un beguinato de Florencia? Y respecto a lo que no nos ha querido contar, o lo que lo haya hecho con mentiras, también nos indica la existencia de algún motivo para hacerlo.
—O que en verdad no sabe nada —replicó Francesco.
—Es posible —dijo Dante, deteniéndose de repente—, pero eso es algo que tendremos que comprobar.
El poeta echó entonces a andar hacia el norte, hacia las callejuelas que rodeaban el templo franciscano. Francesco, sorprendido y alarmado, le detuvo asiéndole suavemente por uno de sus brazos.
—¿Adónde vais?
—Voy a intentar hablar con esos beguinos, claro está —contestó Dante con toda naturalidad, volviéndose hacia Francesco—. Y creo que por aquí podemos llegar a ese lugar donde supuestamente anidan.
—¿Estáis loco? —dijo Francesco, a punto de perder la calma—. Florencia es una ciudad en la que apenas es seguro salir a la calle sin un cuchillo entre los dientes y vos os metéis alegremente en la boca del lobo. ¿Sabéis que esos de atrás podrían decidir no abandonar la presa a pesar de todo?
—¿Después de tus caricias y amables advertencias? —bromeó Dante—. No lo creo muy probable. Además, ¿cómo puedo cumplir con mi misión sin investigar? Tengo la agobiante sensación de que cada vez que vislumbro una puerta abierta, algo se encarga de cerrarla y dejarme de nuevo en la oscuridad. Francesco —dijo ahora con un tono conciliador—, sé que hay riesgos, pero, créeme, prefiero afrontar antes mil peligros que resignarme a vivir el resto de mis días como un miserable desarraigado. Y creo que sabes de qué estoy hablando.
Francesco soltó el brazo del poeta, dándose por vencido, sin ningún reproche.
—Pero tú, Francesco —finalizó Dante, con una expresión sincera—, no estás obligado a acompañarme.
A continuación, Dante se dio media vuelta y siguió su camino recién elegido. Después de dar tres pasos, su escolta se puso a su altura, dispuesto a seguir siendo su sombra.
—Sí, estáis loco —dijo Francesco sin pasión y como único comentario.
—Y tú eres un excelente escolta —replicó Dante con sincero afecto—. Me siento más seguro a tu lado.
C
aminando siempre hacia el norte llegaron a la vía por todos conocida como de Malcontenti. Un nombre indudablemente merecido, porque era el último recorrido que hacían los condenados a muerte cuando eran conducidos al patíbulo. Éste se encontraba fuera de la muralla, a la izquierda de la torre de la Zecca y la puerta de la Justicia. Albergaba la horca y los siniestros aparejos del verdugo, junto a una pequeña iglesia encargada de entonar los escasos salmos que se dedicaban a los ajusticiados. Recorriendo aquellas callejuelas sucias e irregulares, trataron de adoptar las máximas precauciones para evitar alguna sorpresa desagradable. Estas vías estrechas y tortuosas serpenteaban entre casas pequeñas y mal conservadas. Allí, cada uno, por su cuenta, había tratado de ganar espacio colgando balcones y halconeras: una desesperada pretensión de alargar las habitaciones que, en realidad, dotaba a la calle un aspecto de túnel inseguro; un lugar que daba la impresión de poder derrumbarse sobre la cabeza del viandante en cualquier momento. Para acabar de estrechar el recorrido, era frecuente que las escaleras fueran exteriores, lo que constituía un discreto cobijo para los malhechores y un lugar único para sorpresas, hurtos y homicidios.
Francesco marchaba en guardia continua. Movía frecuentemente la cabeza, en un desesperado afán por tener controlada la situación en todo momento. A veces, de modo inconsciente, dirigía la mano hacia aquel lugar en el que colgaba su cuchillo. Se cruzaron con algunas personas en su camino, que atareadas, quizás absortas en sus labores y preocupaciones, no parecían mostrar mucho interés por la presencia de aquellos dos extraños. Pero ellos eran conscientes de que el peligro podía estar ahí, escondido entre aquellos barracones de madera y barro que sólo estos desgraciados podían llamar hogar.
A medida que avanzaban, resultaba más evidente y visible la progresiva degradación, no sólo en el aspecto aún más ruinoso de las viviendas y la suciedad de la vía, por donde corrían regueros de agua infecta, sino incluso en el propio aire, irrespirable y por momentos pestilente según la dirección del viento. La propia miseria y corrupción del lugar constituían una invisible pero sólida barrera que aislaba a sus habitantes del resto de la ciudad y les permitía cierta inmunidad, cuando no una abierta impunidad respecto a comportamientos morales, éticos o legales oficialmente impuestos en Florencia. Así, en la puerta de algunas de esas casas, de las que entraban y salían correteando legiones de chiquillos desnudos y desnutridos, algunas sucias mujerzuelas exhibían sus cuerpos sin rubor y se los ofrecían abiertamente sin el menor disimulo, sin temor o respeto por la legislación vigente. Sazonaban su actitud con comentarios procaces que producían una muda turbación en Dante y una aparente indiferencia en el rostro pétreo de Francesco.
—¡Venid aquí a pasar un buen rato! —gritaba una pelirroja menuda y pecosa—. Tengo agujeros suficientes para que disfrutéis los dos a la vez —completó, terminando luego con la carcajada propia de una chiquilla.
Dante calculó con tristeza que apenas habría cumplido los quince años.
—¡No encontraréis mejores coños en toda Florencia! —vociferaba otra, gorda y mugrienta que, seguramente, no doblaría en edad a la anterior, pero que en apariencia la triplicaba.
Sin decir palabra, ambos continuaron con su camino.
—No serán las riquezas de estos lugares lo que atrae a vuestros beguinos —comentó Francesco, que rompió tan espeso silencio con moderada ironía y su habitual rostro inexpresivo.
—Miseria, Francesco —contestó Dante en tono sombrío—. Y de la peor clase…, la sublevadora miseria del que trabaja de sol a sol para seguir viviendo como un animal. Los síntomas de los males que corrompen el cuerpo enfermo de esta república. A la corrupción política de sus dirigentes se une esta crónica situación del
popolo minuto
, sin derechos ni representación, que puede desmembrar la concordia en cualquier momento.