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Authors: Javier Arribas

Tags: #Intriga, #Histórico

Los círculos de Dante

 

Desde hace un tiempo, se está produciendo en Florencia una serie de crímenes dantescos que reproducen, con toda su despiadada crueldad, siniestras escenas del Infierno de Dante.El asesino castiga a sus víctimas según el modelo escrito por el poeta florentino en La Divina Comedia; por esta razón, el propio Dante es el encargado de descubrir quién se esconde tras tanto horror, pues nadie puede conocer mejor los recovecos de una obra que su propio autor.

Javier Arribas

Los círculos de Dante

ePUB v1.0

NitoStrad
06.05.13

Título original:
Los círculos de Dante

Autor: Javier Arribas de la Vieja

Fecha de publicación del original: septiembre 2008

Ilustraciones: El nombre del ilustrador

Diseño/retoque portada: El diseñador

Editor original: NitoStrad (v1.0)

ePub base v2.0

A mis padres: mi origen.

A Ofelia y Patricia: mi destino.

Y, por supuesto, a Dante Alighieri,

a cuyo espíritu agradezco la inspiración

para seguir adelante con mis sueños.

I

(…)
per le parti quasi tutte a le quali questa lingua si stende, peregrino, quasi mendicando, sono andato, mostrando contra mia voglia la piaga de la fortuna, che suole ingiustamente al piagato molte volte essere imputata. Veramente io sono stato legno sanza vela e sanza governo, portato a diversi porti e foci e liti dal vento secco che vapora la dolorosa povertade (…)

(…) por casi todos los lugares a los cuales se extiende esta lengua he andado mendigando, mostrando contra mi voluntad la llaga de la suerte, que muchas veces suele ser imputada al llagado injustamente. En verdad, yo he sido barco sin vela ni gobierno, llevado a diferentes puertos, hoces y playas por el viento seco que exhala la dolorosa pobreza (…)

Dante Alighieri
,
Convivio
1, 3

Capítulo 1

C
orrían los últimos días de septiembre de 1316, quince años después de la expulsión de Dante Alighieri de su patria, cuando el poeta florentino fue sorprendido y secuestrado en su exilio de Verona. La noche era fría y a ratos lluviosa, como lo eran los días y las noches en muchas zonas del continente europeo desde hacía mucho tiempo. El verano anterior, uno más en la penosa serie de «veranos podridos», habían tenido lugar lluvias tan incesantes y copiosas que todo Occidente se había convertido en un inmenso lodazal donde apenas era posible arar, sembrar o cosechar. La hambruna más atroz, que se había extendido desde el norte hasta el Mediterráneo, había diezmado la población de algunos núcleos flamencos. En otras ciudades tan importantes como París, las gentes morían de hambre sobre las calles y las plazas. Algunos astrólogos aseguraban que el cometa que había hecho su aparición en el cielo durante el año 1314 había sido señal y preludio de tan terrible maldición, por su influencia directa sobre aquellos países condenados.

Dante había salido aquella noche a vagar por las calles de su refugio veronés, como tantas otras veces, para ahuyentar fantasmas de derrotas y ciertos sueños crueles que últimamente alejaban de él cualquier deseo de hacer reposar su cuerpo en el lecho. Partiendo de su alojamiento, en el palacio del señor de Verona —morada en la cual llevaba varios años probando cuán amargo sabe el pan que se recibe de otros—, Dante solía recorrer las calles del viejo trazado romano de la ciudad, buscando siempre la silueta lejana de la mole antiquísima del teatro. Las campanas ya habían avisado a completas cuando el poeta, meditabundo, se detuvo sobre el puente de Piedra, y observó a la luz escasa de la luna las aguas oscuras del Adige; una acción que repetía a menudo y que le traía recuerdos de otro tiempo: la imagen del Arno brillando a la luz de la luna. Recuerdos que se habían afilado, agudos como cuchillos, y le herían con especial intensidad ahora que casi había asumido no volver jamás a una patria que le esperaba con una condena a muerte. Ahora que había renegado de sus enésimas veleidades políticas, sumido en la frustración de la muerte hacía tres años de su última esperanza: el emperador Enrique VIL Absorto en tales pensamientos, casi ni fue consciente de cómo se produjo la agresión. Apenas había vislumbrado tres o cuatro siluetas embozadas, antes de notar cómo el cielo se oscurecía abruptamente sobre su cabeza, cubierto de golpe con un grueso manto negro. Notó cómo le llevaban en volandas y apenas hizo nada por defenderse, pues probablemente sus esfuerzos hubieran resultado vanos.

En un primer momento, tuvo la nítida impresión de que iba a ser asesinado por sus asaltantes. Con más pena que rabia valoró lo fugaz y vano de los esfuerzos humanos. Cuántos años de estériles luchas y esperanzas marchitas, cuántas millas de distancia desde la tierra que le vio nacer habían sido necesarias recorrer para acabar así: en una calle solitaria de una ciudad extraña, asesinado por unos malhechores que nada sabían del dolor que le corroía las entrañas. A sus cincuenta y un años se encontraba cansado de vagar, fatigado de luchar por un sueño que nunca había dejado de ser pesadilla. Sentía profundamente haber arrastrado a sus hijos en su penoso destierro, hacerles compartir el indigno deshonor de su condena. Sentía haber dejado a su esposa en aquella tierra prohibida en que, para él, se había convertido Florencia. Resignado con esa insignificancia innata del ser humano, se dispuso a encomendar su alma al Creador. A ciegas, cubierto por un pesado capuchón que apenas le dejaba libertad para respirar, comenzó a murmurar una oración.

Sin embargo, en un destello de clarividencia, la mente analítica de Dante le indicó la debilidad de tales razonamientos. Seguía siendo trasladado por sus captores hacia un destino desconocido, pero sin violencia, con una especie de cortesía silenciosa y apresurada que contradecía sus primeros temores. El florentino intentó encajar unas piezas que no le cuadraban en su peculiar rompecabezas. Si se trataba de simples delincuentes, ¿qué interés podían tener en trasladarle, en vez de optar por la vía fácil de dejarle muerto en aquel lugar solitario? Además, a este tipo de ataque tenía que verse más expuesto un desconocido o un viajero sospechoso de llevar alguna riqueza apetecible entre su equipaje. Pero no él, insigne protegido del poderoso señor de Verona, Cangrande della Scala.

Dante intentó tomar aire a fondo bajo los pliegues de su mordaza. Se insufló de nuevas energías al hilo de estos pensamientos. Con todos sus sentidos alerta, renació en su interior su natural pasión y beligerancia. Sin embargo, sus atacantes permanecían silenciosos. Asidos firmemente a sus brazos, inmovilizaban sus manos y se desplazaban tan deprisa que a él mismo le costaba seguir sus pasos y se veía, en ocasiones, con los pies en el aire.

Al cabo de un angustioso peregrinar repleto de incertidumbre, el grupo había alcanzado su objetivo. Un carro les estaba esperando y Dante fue introducido y escondido apresuradamente en él. Una sola palabra captada de soslayo, sin duda una orden dirigida al guía del carro, inundó de luz las sombras en que se debatía el poeta. Acabó por comprender, finalmente, lo que estaba sucediendo.

La palabra en sí, un urgente «¡adelante!», no aportaba nada esclarecedor. Sí lo hacía, en cambio, el matiz especial que impregnaba aquella voz. Un inconfundible y familiar acento toscano florentino.

Capítulo 2

A
sí que, después de todo, debía de tratarse de eso. Dante asumió su destino al enlazar uno a uno todos los indicios. El carro en el que viajaba —iba apretujado entre dos de sus agresores y rodeado de sacos de forraje— avanzaba pesadamente por alguna callejuela veronesa. Arrastrado por un par de bueyes, enfilaba un destino lejano pero evidente: Florencia. Los gobernantes de su patria ingrata, aquellos a los que Dante había catalogado abiertamente en una retahíla poco amistosa como «los más necios entre los toscanos, insensatos por naturaleza y por vicio», habían osado extender sus tentáculos hasta el corazón mismo del poder de los Della Scala para arrebatarle a uno de sus más insignes patrocinados. Y todo con el afán y la pretensión de hacer rodar su cabeza en alguna plaza florentina, en un cadalso bien visible para sus convecinos, para colmar así sus ojos de agravios hacia su persona. Del mismo modo lo habían hecho con sus oídos años atrás, cuando los pregoneros vocearon por todas las calles de la ciudad injustas y falaces acusaciones de falsario y baratero, de malversador de los fondos públicos, durante su mandato entre los priores del Comune, el más alto órgano ejecutivo de poder de la república florentina.

La condena a muerte, la segunda que Dante había cosechado desde su destierro inicial, había sido promulgada un año atrás, justo después de que Alighieri hubiera rehusado un ofrecimiento de amnistía cuyas condiciones consideraba humillantes. Su tenacidad y su orgullo desmedido habían obtenido, una vez más, una dudosa recompensa. Si en el año 1302 el destino determinado por los compatriotas era el fuego, la muerte en la hoguera, ahora se le ofrecía morir decapitado, el suplicio reservado a la nobleza. Y, además, arrastraba a sus hijos varones en su pena.

De todos modos, le asombraba la increíble audacia de los florentinos y lo desaforado de su arriesgada acción, pues la situación política en Florencia era diferente a la de 1315, y el poeta pensaba, desde su retiro forzado, que en las preocupaciones de los florentinos había otras prioridades antes que ajusticiar a uno de sus numerosos exiliados. Ni siquiera el
podestà
que había sellado el bando de su sentencia, Ranieri de Zaccaria, se encontraba ya en su cargo.

Desde 1313, la amenaza del emperador del sacro Imperio romano, Enrique de Luxemburgo, se había hecho más agobiante para las ciudades rebeldes a su dominio, entre ellas Florencia. Los florentinos decidieron renunciar a parte de su soberanía, y concedieron la señoría de la ciudad por un periodo de cinco años al rey Roberto de Nápoles, descendiente de la casa francesa de los Anjou. Tras la inesperada muerte del Emperador en agosto de aquel mismo año, la amenaza no había cesado por completo. Ahora se personificaba en el antiguo caudillo militar de Enrique, el belicoso Uguccione della Faggiola. Éste, dominador de Pisa y Lucca, había sido capaz de infligir a sus enemigos florentinos una dolorosa derrota en Montecatini, en agosto de 1315; sin embargo, el peligro se había hecho aún mayor cuando el mismo Uguccione fue expulsado de su posición privilegiada por su joven rival Castruccio Castracani, a quien algunos loaban como un nuevo Filipo de Macedonia o Escipión el Africano.

Aquella delicada situación había fortalecido la posición de Roberto como defensor de la ciudad, pero el natural carácter sectario de los florentinos hacía imposible la paz entre los ciudadanos; así pues, los enfrentamientos internos rivalizaban en violencia con las amenazas externas. Dante sabía que, desde el verano, Roberto había enviado como vicario suyo a Florencia al conde Guido Simón de Battifolle, que era el mismo que había proporcionado al propio Dante consuelo, refugio y tranquilidad para no descuidar su obra literaria, en el año 1311, en su castillo de Poppi, dentro del Casentino. A Dante no le resultaba del todo extraño que un confeso y convencido defensor del malogrado emperador Enrique se hubiera pasado en tan poco tiempo al servicio entusiasta de su mayor antagonista, el rey Roberto. Guido pertenecía a la estirpe de los condes Guidi, lamentablemente famosos, en cuanto a sus principios y convicciones políticas, por cambiar de parte de verano a invierno. De gibelinos a güelfos, de defensores a opositores a los derechos imperiales sobre la península italiana; era el devenir natural de un linaje maravillosamente dotado para posicionarse en el lado más conveniente a sus propios intereses, porque ser güelfo o gibelino, por aquel entonces, era algo más que una opción o que una libre postura ideológica o política. Era algo obligado, por devoción o respeto a la familia que abrazaba tal partido o, aún más importante, por adscripción a la natural tendencia de la ciudad en la que se vivía. Se eludía así el exilio, la pérdida de bienes y todas las consecuencias negativas derivadas de desafiar tal tendencia.

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