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Authors: Javier Arribas

Tags: #Intriga, #Histórico

Los círculos de Dante (25 page)

—No obstante, no haremos nada todavía —se limitó a decir Dante.

Un gesto de indiferencia fue la única respuesta de Francesco, que cogió un nuevo pedazo de la fuente de pescado.

—Nuestra urgencia es esclarecer unos crímenes muy concretos —siguió el poeta con aire de justificación—. Que ellos sean o no unos rebeldes con otros crímenes a sus espaldas será algo que la justicia de Dios y los hombres tendrán que aclarar en su momento. En verdad, lo único que nos ha conducido a ellos han sido las palabras de un predicador loco de muy dudosa credibilidad. Divagaciones sobre beguinos corruptos que, en la realidad, parecen cualquier cosa menos lujuriosos. Y delirios sobre ciertos demonios mudos de uñas azules que, por cierto, ni siquiera sabemos qué quieren decir…

—Como queráis —respondió Francesco con desdén—. Es vuestra investigación, vuestra ciudad y vuestro nombre lo que está en juego.

Dante se sintió molesto. Estaba algo mareado por el vino ingerido. Además, la humedad atacaba sus huesos cansados. Moralmente, no se encontraba mucho mejor; mortificado por su situación personal y por aquellos aborrecibles sucesos que parecían casi realizados en su nombre, se veía sumido en la impotencia de no saber encontrar una conexión lógica o medianamente aceptable entre su obra y los crímenes.

—¿Mi nombre en juego? —objetó—. Sólo porque unos bastardos sin corazón ni alma que salvar se diviertan sembrando el pánico imitando vilmente mi obra, ¿tengo yo que lavar mi nombre aun a costa de mancharme las manos con la sangre de otros?

La respuesta fue un silencio pesado como una losa.

—Tantas veces me he cuestionado eso mismo en estos días —continuó hablando—, como veces he tenido después la tentación de rechazarlo todo y olvidarme de Florencia, de mi pasado, de mi nombre o de mi reputación. El cariz que va tomando este endiablado asunto no alivia en absoluto la tristeza de mi regreso a hurtadillas. ¿Qué precio se tendrá que pagar por alcanzar la verdad? Si es que llegamos a alcanzarla…

El silencio se hizo ahora más denso y Dante no parecía con ganas de volver a romperlo. Se convirtió en una sombra apostada sobre ambos hombres. Inopinadamente, fue Francesco quien lo rompió.

—Habláis de la verdad…, pero esta mañana me dijisteis algo sobre que cada uno defiende su verdad…

Dante asintió con cierta sorpresa. Había llegado a dudar de que sus palabras merecieran la suficiente atención para su forzado compañero.

—Probablemente. Algo así diría.

—Más de una verdad, entonces… —dijo ahora Francesco, con cierto matiz de inseguridad—. ¿Es eso posible?

Dante se incorporó en su asiento, pues encontró un renovado interés en la conversación.

—Supongo. Pero ¿qué es lo que quieres decir?

Francesco se revolvió algo inquieto. Parecía hallarse en una posición incómoda y Dante temió que quisiera zanjar bruscamente la conversación. Sin embargo, trató de explicarse.

—Dicen que… —titubeó— la verdad sólo tiene un camino.

—Eso es una frase hecha, Francesco —respondió Dante con una sonrisa—. Y como tal, no del todo cierta.

—Pero sólo si conocemos la verdad podremos ser libres…, eso se nos repite una y otra vez —dijo Francesco—. La verdad os hará libres, decía Agustín. ¿Cómo serlo si hay múltiples verdades?

—Quizás Agustín estaba muy interesado en limitar la verdad para justificar su, a veces, desmedida libertad —bromeó Dante—. Aunque llegó a ser magno ejemplo de vida cristiana, ésa no fue, precisamente, su actitud durante su azarosa juventud. En cualquier caso, esa frase que mencionas proviene, en realidad, del Evangelio de san Juan y…

—Lo que decís suena casi a blasfemia —interrumpió bruscamente Francesco, que se echó hacia atrás en su escaño. Tal vez estaba algo molesto por el error aclarado—. ¿Acaso no existe, entonces, una única verdad?

—Sí, claro que eso sí —respondió Dante con condescendencia—. Por supuesto que Dios es la única Verdad. A eso se refería Juan y eso es indiscutible. Lo que ocurre es que puede ser el final del camino, pero no un único camino.

Francesco permaneció mudo y perplejo. Dante sonrió suavemente.

—¿No es cierto que distintos caminos conducen a la misma ciudad? —dijo.

—No comprendo qué tiene que ver —respondió Cafferelli.

—Verás, Francesco —continuó el poeta sin abandonar la suavidad—, yo también creía que sólo existía una única verdad, mi propia verdad. Por defenderla fui expulsado de mi patria, me vi abocado a aliarme con otros que soñaban con el mismo objetivo que yo: regresar; sin embargo, al mismo tiempo, defendían otra verdad, a veces muy distinta a la mía. Casi me desperté en medio de aquella compañía loca e impía. ¿Y qué ocurría mientras tanto en Florencia? —preguntó enfáticamente—. Pues que aquellos que yo consideraba profundamente equivocados mantenían el Gobierno con bastante apoyo. Ahora, cuando retorno, descubro que mi añorada Florencia no se ha convertido en una Babel corrupta y deshecha, una ciudad en plena descomposición, podrida en sus errores y sumergida en el desastre; excepción hecha, claro está, de los desagradables acontecimientos que todos conocemos. No, Francesco. Me encuentro con una ciudad aún más grande, más bella que la que yo me vi forzado a abandonar. ¿No deseábamos eso todos en el fondo? Ya ves, distintos caminos para conseguirlo. Y aun así, no pienso que yo estuviera equivocado. Ya sabes, soy Dante Alighieri, el poeta tozudo.

Terminó su disertación con una sonrisa triste. Francesco intervino y lo hizo con un cambio de tema que demostraba cómo había estado de atento a las palabras que Dante le había dirigido en sus escasos momentos de conversación.

—Mi padre sí que os conocía a vos —dijo—. Y os admiraba. Creía que vuestra presencia en esas filas validaba su decisión, aun cuando no le hubieran dejado tomar parte de su defensa. Quizá por eso aprendí a despreciaros, a no querer caer en esa admiración suya. Os veía como una de las causas de esa obstinación que le habían llevado a la ruina y a la miseria, a él mismo y a toda su familia.

Hablaba sin verdadero odio o reproche. Mantenía su cuerpo un poco hacia atrás, lo que hacía que su rostro se mezclara con las sombras. Dante pensó que no quería que él fuera testigo de su expresión.

—Decía que por los grandes hombres y las grandes causas es de justicia incluso dar la espalda a los tuyos —continuó el joven—. En el colmo de su exagerado delirio llegaba a poner el ejemplo del Salvador.

—¿Y no piensas que tenía razón? —preguntó Dante.

—Quizá sí… —dudó Francesco—. Pero, en aquel momento, desde luego que no. No había hombres ni causas que mitigaran tanto dolor o que justificaran perderlo todo. Bienes, familia, amigos… Todo.

Un pesado silencio cubrió de nuevo la estancia. En el exterior, la lluvia arreció de improviso y su murmullo creciente se hizo claramente audible en aquel cobertizo.

Capítulo 38

D
ante se inclinó sobre la mesa y posó sus ojos fijamente sobre su acompañante.

—¿Cómo se llamaba ella? —preguntó de repente y con una sonrisa cómplice.

Francesco dio un respingo de sorpresa y se incorporó en su asiento. Miró a Dante con curiosidad.

—¿Qué queréis decir?

—Ella —se limitó a repetir Dante—. ¿Cómo se llamaba?

—¿Por qué suponéis…?

—Un joven de la edad y posición que tú tenías en aquellas fechas no maldice la aventura ni añora de manera tan desmedida todo eso que has mencionado, a no ser que deje atrás algo más importante, algo que cree imposible de encontrar en aquellas tierras adonde le conduzca el exilio —apuntó Dante suavemente—: una mujer de la que está profundamente enamorado.

Francesco volvió a inclinarse hacia atrás. Dante supo que había atinado y supuso que su acompañante quería ocultar algún rubor o emoción en su rostro.

—Lisetta —murmuró Francesco—. Lisetta de Marignoli. Era apenas un par de años menor que yo. De mi sangre y familia. Nada se interponía entre nosotros y la dicha era mi único horizonte. Cuando tuve que marcharme, me despedí definitivamente de ella y creo que también de la propia felicidad —apuntó con amargura.

—¿No permanece en Florencia? —preguntó Dante.

—Transcurrieron demasiados años como para que una doncella como ella no contrajera matrimonio o ingresara en un convento —replicó con voz hueca—. En su caso, sucedió lo primero y se marchó con su esposo a Bolonia.

—Por desgracia es un caso bastante común —dijo Dante con gesto serio, de sincero sentimiento—. El amor es la primera víctima del odio, y a veces adopta aspectos bastantes dramáticos. En Verona, una vieja leyenda de cuando empezaron estas amargas disputas de güelfos y gibelinos cuenta la desgraciada historia de dos jóvenes amantes, vástagos de dos linajes irreconciliablemente enfrentados, los Montecchi y los Capuletti. Romeo y Giulietta, así es como se llamaban los enamorados, tuvieron un fin trágico. Prefirieron morir juntos antes que vivir separados. Aunque lo normal es que estas interminables disputas hayan engendrado más separaciones que muertes.

—Quizá morir como esos veroneses hubiera sido una salida más honrosa —apuntó Francesco con desesperanza.

—La muerte es una salida tremendamente definitiva —objetó Dante—, y poco deseable en personas jóvenes con muchos años por delante para olvidar y para volver a amar. Créeme, Francesco, es más honroso vivir y luchar para seguir adelante con el valor con el que lo hizo tu padre.

—Ese valor que me faltó a mí para elegir mi propio camino —murmuró Francesco.

—Quizá sí que lo hiciste y éste sea tu camino —dijo el poeta—. En mi opinión, desempeñas a la perfección las misiones que te son encomendadas.

—¿Creéis que de verdad elegí? —preguntó con interés.

—Probablemente —respondió Dante—. Aunque tú no lo creas. Elegiste respetar y apoyar a tu padre, a pesar de todo, y elegiste honrar su memoria al servicio fiel de aquel que le dio cobijo y amparo.

—Entonces, no debí de elegir bien —comentó Francesco en el mismo tono abatido—. Me siento como si hubiera perdido todo lo que pudiera haber dado sentido a mi vida…

—Pero lo hiciste, para bien o para mal —afirmó Dante—. En la capacidad de elegir se encuentra a veces la fortuna, pero bastante más a menudo la adversidad del hombre.

—¿Queréis decir que el libre albedrío es motivo de desgracia? —preguntó Francesco, una vez más sorprendido por esas opiniones casi heterodoxas de Dante.

—El destino y comportamiento de los mortales está muy influenciado por los astros; a veces, fatalmente. Sin embargo, también está el libre albedrío, que es una maravillosa concesión del Creador al ser humano, pero que también puede marcar su tragedia —apuntó el poeta con seguridad—. Las bestias y los tontos tienen siempre la felicidad al alcance de su mano. Sólo ven aquello que entra dentro de sus posibilidades. No tienen elección. La libertad, paradójicamente, puede convertir al hombre en esclavo. Aun así, no es posible rechazar esa libertad sin dejar de ser humano. Esas opciones para elegir suelen convertir al hombre en perdedor. Y te aseguro que para ser un verdadero perdedor hay que estar en auténtica disposición de tenerlo todo. Quizá tú te viste así en alguna ocasión. ¡Cuántas veces he experimentado yo mismo esa sensación! En mi juventud, amé a escondidas a una mujer que sabía imposible de conseguir. Esa misma frustración convirtió todas mis elecciones reales por otras mujeres en derrotas anticipadas —apuntó con nostalgia al recordar a aquella Beatrice Portinari de su infancia y juventud—. También he amado mucho a mi patria y sabía que la elección por un partido podía conducirme a otra derrota… Quizá seamos dos auténticos perdedores impelidos a serlo por la misma circunstancia de la elección. Y, tal vez por esta razón, estamos hoy juntos en esto, aunque no sea de tu agrado y aunque te hayas esforzado en despreciarme —completó con una sonrisa tímida.

—Eso no es del todo cierto —apuntó Francesco—. En el fondo de mi corazón siempre comprendí que era inútil achacar a nadie mi desventura. Reconozco, incluso, que yo también os admiré cuando alguien me explicó que en vuestra obra erais capaz de bajar a los Infiernos para buscar a vuestra amada. Eso era bastante más de lo que yo había sido capaz de hacer.

—Pura filosofía, Francesco. En verdad, nunca he sido más que
inter vere phylosophantes minimus
, el menor de los filósofos. Ahora puedes ver que soy tan humano y vulnerable como cualquiera —replicó Dante, quitando importancia a aquellas palabras—. En la distancia es difícil ver la impureza que todos llevamos y que la fama oculta; no obstante, como decía Agustín, y esto sí que era Agustín quien lo decía —puntualizó bromeando—: «nada hay sin mancha». Y la mancha que todos llevamos, por uno u otro motivo, se ve perfectamente en el cara a cara. Por eso dicen que todo profeta es menos honrado en su tierra. Comprobarás que no soy muy distinto a ti, con mis rencores, mis tristezas y mis fantasmas…

—Como esos con los que yo tendré que convivir eternamente… —murmuró Francesco.

—Aún eres muy joven. Tendrás que acostumbrarte a convivir con esas y otras muchas cosas —afirmó Dante, amistosamente—. En nuestra mente alojamos a esos intrusos, que como malditos malhechores se cuelan y nos recuerdan continuamente todo lo peor. Se esconden allí, pero siempre están presentes, no lo dudes. Después de todo —dijo, quitando importancia—, quizás eso sea estar vivo y sólo la muerte nos libra de esos malos recuerdos. Otra forma de hacerlo es bañarnos en el Leteo, ese río cuyas aguas borran la memoria, pero eso está fuera de nuestro alcance como pobres mortales.

Tras estas palabras, el poeta hizo una pausa. Dudó un instante antes de entregarse a la narración de intimidades que muy pocas personas conocían. Ahora, esa peculiar sensación de reencuentro con su propia ciudad, el descarnado cara a cara con los fantasmas de su pasado y la impresión de que aquel joven atormentado y adusto deseaba abrirse en busca de algo parecido a la amistad suponían un estímulo. Sin olvidar el efecto del vino, que imprimía locuacidad en un hombre como Dante, poco dado a malgastar palabras. Inconscientemente, buscó en el fondo de su vaso algo más de esa elocuencia y apuró de un solo trago, que le limó la garganta, el líquido que allí quedaba. Luego, sin apenas pausa ni tomar aliento, se dispuso compartir sus propias aflicciones.

—¿Sabes que este viejo amargado y extraviado en luchas políticas estériles no ha logrado todavía ser inmune a esa pasión del amor? —le soltó de repente.

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