C
uando volvió a encontrarse con el conde de Battifolle, Dante no estaba provisto de una firme determinación. Pero sí que era, o creía ser, al menos, un hombre más reforzado y seguro a la luz de sus nuevos conocimientos y los horizontes que se le abrían. Un descanso reparador, un almuerzo frugal y la atención en la capilla de palacio a sus deberes religiosos, tan descuidados durante las últimas semanas, le habían proporcionado una fortaleza física y espiritual que estaba muy lejos de sentir durante la noche anterior. Sin pedir nada más a cambio, de momento, Battifolle se mostraba satisfecho con la decisión de su huésped de reencontrarse con su ciudad. Sin duda, el astuto vicario de Roberto interpretó como muy favorable para sus planes esta determinación. Para su anonimato, Dante había elegido la personalidad de un visitante boloñés. Su nuevo aspecto físico —barba crecida y cabello más largo de lo habitual—, una vestimenta adecuada al caso y su conocimiento de la lengua y acento de la vecina ciudad transapenina le facilitarían pasar lo más desapercibido posible.
El conde bromeó, haciendo gala de su sorna particular, acerca de la conveniencia de que Dante no olvidara cambiar el «sí» por el
sipa
característico de la lengua boloñesa. Inopinadamente, Francesco, ceñudo y hostil, presente de manera visible en esta nueva entrevista, había roto su silencio para expresar su desacuerdo con la decisión de Dante de sumergirse en las calles de Florencia sin ninguna compañía. Para él, eso era algo impensable y absolutamente fuera de lugar. Dante, tan sorprendido por volver a escuchar la voz de Francesco como por la prohibición, se limitó a observarle con cierta perplejidad, sin articular palabra. El conde, también en silencio, parecía mostrar no menos asombro y cierto temor a la reacción de Dante. Dirigió su vista hacia éste para preguntarle:
—¿Aceptáis, pues, ir acompañado?
—Puedo precisar guía para atravesar el valle del Po o para cruzar los Apeninos, pero en absoluto para orientarme por las calles de Florencia —respondió Dante, con aplomo y derrochando una ironía que hizo sonreír abiertamente al conde.
—No se pueden garantizar en absoluto —volvió a hablar Francesco con severidad— ni la seguridad ni el éxito de la misión si…
—Os recuerdo,
messer
Guido, que aún no he aceptado formar parte de ninguna misión —interrumpió Dante con brusquedad, dirigiéndose en todo momento al conde—. Sólo cuando lo haga, vos podréis, tanto como yo, acordar las condiciones de la misma. Entretanto, quien os habla no saldrá por las calles de Florencia rodeado de guardianes o arrastrado por una cadena como si se tratara del oso de unos feriantes.
El símil de Dante amplió la sonrisa del conde hasta cerca de la carcajada, mientras prendían chispas de furia en los ojos duros y fríos de Francesco.
—Si no estáis de acuerdo —prosiguió Dante con firmeza—, podéis disponer lo necesario para mi regreso, porque sólo saldré del palacio para dirigirme a Verona.
El conde de Battifolle, sin borrar la sonrisa de su rostro, miró con suavidad al joven disconforme para mediar en la conversación.
—Cesco, ¿qué hay de malo en que nuestro invitado recorra las calles de su propia ciudad en solitario? Está claro que el primer interesado en preservar su anonimato y velar por su seguridad es él mismo; del mismo modo, es el mayor perjudicado en caso de no hacerlo —añadió, volviéndose a Dante con intención.
Francesco, cegado por la ira, dio media vuelta bruscamente y se marchó de la estancia sin despedirse. Dante, con la viva impresión que siempre le causaban los movimientos de aquel joven impulsivo, le contempló mientras desaparecía. Comprendía, por lo insolente de su actitud y la benevolencia del conde, que su relación con Guido Simón de Battifolle tenía que ser profunda, que no sólo era una mera cuestión de servidumbre. La curiosidad pesó más que la discreción y Dante no pudo evitar dirigirse al conde.
—Vuestro Francesco…, ¿por qué…? —titubeó el poeta.
—¿Por qué os odia? —completó el conde con agudeza.
—Sí —afirmó Dante—. Desde que le vi por primera vez distinguí claramente desprecio en su mirada, como si mi persona le resultara aborreciblemente familiar. Sin embargo, yo… creo no saber nada de él.
El conde suspiró, dirigiendo su mirada en la dirección que marcaba la precipitada salida de Francesco.
—No se trata de vos de manera particular —dijo Battifolle—, como tampoco creo que se trate de auténtico odio. Más bien es una especie de incomprensión ante las cosas que están sucediendo; él culpa de todo ello a gente como vos. Pero no os apuréis. Creo que también me responsabiliza a mí, aun cuando esté a mi servicio. Nuestro Francesco se encuentra en el centro de esta gigantesca rueda de molino que es la política italiana, y tantas vueltas le tienen confundido, aturdido. Sospecho que en algún momento tiene que salir despedido y ni yo mismo sé en qué dirección lo hará —completó, acompañándose de un leve encogimiento de hombros.
Dante observó con atención al conde. Los surcos de su rostro curtido se endurecían y se distendían casi a voluntad en ese hombre experimentado en artificios diplomáticos. Pero esta vez Dante creyó observar algo más sincero y profundo en su semblante. Battifolle lo advirtió, o al menos supo que su interlocutor buscaba algo más que una mera explicación circunstancial y, quizá por eso, se mostró dispuesto a ampliar esas explicaciones.
—Estas guerras y conflictos en los que todos estamos metidos no sólo los pagan personas como vos, que os veis obligados a deambular por tierras lejanas a vuestra patria, o esos otros que se dejan la vida luchando por ideales propios o ajenos. Ésa es la parte visible. Hay otra mucho menos visible y que afecta a bastantes más. Bien lo entenderéis vos, ya que tenéis hijos…
Dante asintió, en silencio, y agachó la cabeza evitando cruzar su mirada con la del conde. Trataba de evitar que un punto débil como aquél ampliara una brecha por donde Battifolle pudiera conquistarle definitivamente.
—Los derrotados y los errantes suelen arrastrar con ellos una corte de desdichados que comparten su destino sin entender por qué. Como estaréis suponiendo, Francesco es uno de ellos.
Dante escuchó con atención el relato de esa trastienda no menos dolorosa de sufrimiento y tristeza. La historia de Francesco de Cafferelli, como se llamaba aquel joven áspero, poco se diferenciaba de la de muchos otros, mujeres y niños, que compartían la fortuna adversa del cabeza de familia. Su padre, Gherardo de Cafferelli, había formado parte de ese extenso repertorio de más de seiscientos nombres —entre los que había figurado el de Dante Alighieri— que habían sido condenados al ostracismo durante las negras jornadas de noviembre de 1301. Pero Gherardo no era un hombre de partido. Era más bien un hombre que se adhería a las causas que, personalmente, consideraba justas. Y la agobiante presión del papa Bonifacio sobre Florencia, que culminaría con el golpe de Estado apoyado por las armas de Carlos de Valois en 1301, distaba mucho de parecerle justa o siquiera razonable; a pesar de situarle contra la opinión mayoritaria del resto de su familia y
consorteria
. Y eso era algo que se pagaba muy caro. Eran hombres valientes, y por ello temerarios, que se quedaban en una incómoda tierra de nadie porque permanecían al margen de alianzas que los arroparan. Gherardo era uno de esos casos del que Dante ni siquiera había oído hablar. Aunque expulsado, desarraigado y proscrito de familiares y consortes, Gherardo de Cafferelli era un güelfo estricto y nunca hubiera aceptado ir de la mano de gibelinos e imperialistas. Eso era tanto como decir que estaba solo; con él, en esa soledad peligrosa y amarga, iban todos los suyos, entre ellos, el primogénito, Francesco, un muchacho de apenas quince años arrancado de su confortable estatus en plena pubertad.
Gherardo no tuvo que reflexionar mucho para doblegar sus reticencias —si es que las tuvo— y pasar el amargo trago del orgullo vencido a cambio de pan seguro para su familia. Se dirigió hacia el Casentino y allí, en Poppi, echó mano de una vieja amistad con los Guidi ofreciéndose al servicio del conde Guido Simón de Battifolle. De ser ciertas las palabras de éste, los había recibido con los brazos abiertos, dando por buena la única esperanza del rendido Gherardo. Y a juzgar por las relaciones visibles de Battifolle con Francesco —«como un hijo», según propia confesión—, no parecía justo albergar dudas sobre la veracidad de tales afirmaciones.
El mismo Dante debía de haber coincidido con él en 1311, durante su estancia en el castillo del conde. Sería entonces un joven que rondaría los veinticinco años. No había sucedido así con Gherardo de Cafferelli, a quien, consumido por su destino, la Divina Providencia le había librado de prolongar un futuro sin esperanza. Francesco había sido capaz de fortalecerse como una roca, acorazado con lo mejor del recuerdo de su valiente padre. Se había ganado el cariño y la confianza del conde con su fidelidad y bravura. Pero había conservado en su interior ese amargo rencor que envolvía la mancillada memoria de su padre. Francesco, florentino de nacimiento, como él, probablemente se sentía aún más extraño e incómodo que Dante en Florencia. Despreciando a unos y otros, con el solo cariño de un señor que, paradójicamente, le ponía al servicio de aquellos a quienes aborrecía. Condenado, tal vez, a coincidir a diario con elementos de su propio linaje que habían desgajado a su familia como una rama podrida. No parecía, a priori, el mejor candidato si lo que Dante pretendía era hacer un amigo. De todos modos, era el hombre encargado de acompañarle y velar por su seguridad en caso de aceptar embarcarse en tal aventura en Florencia; en una aventura que a Dante se le antojaba cada vez más y más peligrosa…
D
ante Alighieri, nacido en la ciudad del Arno en el seno de una familia arraigada y de ilustre pasado en su centro urbano, no pudo reprimir una vaga sensación de ansiedad, un vacío en el estómago, cuando volvió a pisar las calles de Florencia. Había pasado la hora tercia de aquel 3 de octubre de 1316 cuando, tras vencer el vértigo, salió del palacio del Podestà, enfilando la vía del Proconsolo, donde ya se apreciaban síntomas de actividad propios de la jornada laboral florentina. Respiró profundo, tomando aire a fondo, como si fuera a necesitarlo durante todo el recorrido. Giró sobre sí mismo y observó la fachada del palacio del que acababa de salir. Una recia construcción en la que destacaba la imponente torre Volognana, que albergaba lúgubres mazmorras en las que solían languidecer olvidados prisioneros de guerra. Terminar en una de ellas es lo que Dante había esperado desde el momento en que había sido consciente del lugar en que se encontraba.
Desde allí juzgó que lo más sensato era dirigirse hacia el sur, en dirección al Arno, porque seguir dicha vía hacia el norte hubiera supuesto adentrarse en un terreno demasiado familiar para él. Apenas un corto paseo le hubiera bastado para plantarse frente a la casa en la que vio la luz primera, para adentrarse en las calles en las que los suyos habían convivido durante generaciones con amigos y enemigos. La misma zona en la que había deseado a la hermosa Beatrice Portinari y en la que había contraído matrimonio con su esposa, Gemma Donati. En suma, un acercamiento doloroso y arriesgado, una dura prueba que podía hacer de su disfraz algo precario.
Doblegando los recuerdos, enfocó sus ojos hacia la dirección elegida, donde se podía ver entre los edificios irregulares que flanqueaban la vía, la silueta recortada de uno de los nuevos símbolos de la ciudad. Una de esas construcciones que Dante no había visto concluida, aunque había asistido al inicio de su construcción en 1298. Era el palacio de los Priores, con sus duras almenas y su elevada torre de más de 160 brazas que se había convertido en el techo de la ciudad. Sin perder de vista el robusto torreón, Dante caminó hasta encontrarse en la extensa explanada frente a la enorme masa del edificio. La plaza se había convertido en el verdadero corazón político de la ciudad, el centro del nuevo poder de la clase dirigente florentina, que se había refugiado en una mole granítica e inexpugnable. El palacio estaba planeado para alojar al
gonfalonero
de Justicia y a los priores, para servirles de hogar y casi de prisión durante los dos meses que ostentaban su cargo, ya que las leyes les impelían a hacer una vida en común. Se trataba de huir de influencias externas, de librarse de las presiones de los poderosos. Pero, en la realidad, la oligarquía negra había conseguido un control político estable, invulnerable a cualquier amenaza de blancos o gibelinos.
Dante contempló con detenimiento a una hilera de hombres situados a los pies de palacio, y que se extendían desafiantes con aspecto fiero y sus hachas al hombro. Comprendió de inmediato que aquellos eran los hombres del
bargello
a los que se había referido el conde de Battifolle. Día y noche a pie del edificio, resguardando el poder de sus amos. Altaneros, chulescos, miraban con insolencia a los ciudadanos que se aproximaban al edificio, y con lujuria, a menudo explícita, a las pocas ciudadanas que osaban hacer el mismo recorrido.
El poeta dudó si todo aquello era algo que mereciera la pena salvar. Allí estaban los priores encerrados en un grandioso edificio —un fuerte provisto incluso de troneras a través de las cuales arrojar piedras o aceite hirviendo sobre hipotéticos asaltantes, como si se tratara del castillo o la torre de algún belicoso «grande»—, aislados en su encierro dorado del resto de los ciudadanos, según él lo veía ahora. La desafiante inscripción tallada sobre la puerta principal, «
Jesus Christus, Rex Florentini Populi S.P. Decreto electus
»,
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pretendía ser un retrato de los florentinos, siempre orgullosos. Para Dante las cosas ya no eran así. Veía a sus compatriotas como enfermos de miedo o cobardía en su interior, o de simple complacencia con la nueva situación. En su opinión, se encontraban sumidos con desidia en la decadencia y ruina moral, muy lejos de aquella noble gente a la que hasta un pontífice, Bonifacio VIII, había calificado como «el quinto elemento de la Creación». Eso no impedía que Florencia entera se empeñara en dotarse de una apariencia cada vez más esplendorosa, más grandiosa; en camuflar las trazas de lo que Dante había calificado como «ciudad dividida». Un afán que les había llevado a hacerse con los servicios del mayor escultor y arquitecto que la Italia del momento podía proporcionar, Arnolfo de Cambio, que se había convertido en una especie de rehabilitador en exclusiva de la ciudad y había dejado bastantes obras pendientes de conclusión por su fallecimiento prematuro. Dante interrumpió sus amargas reflexiones cuando fue consciente de que, plantado sobre la plaza, con la mirada fija en aquel edificio, podía empezar a resultar sospechoso para sus guardianes. De inmediato, reanudó su marcha, atravesando la explanada hacia el lado más distante de palacio, decidido a proseguir su camino más al norte, hasta la misma plaza que acogía el Duomo.