Dante conocía de sobra la historia, pero sabía que las cosas no eran tan simples en la política italiana. Las diferencias tenían una base más profunda que ese contagio pernicioso procedente de Pistoia. Progresivamente, los llamados blancos se habían ido mostrando más reacios a la creciente intromisión papal, sin hacer ascos a un acercamiento conciliador con los gibelinos. Por el contrario, los negros constituían la facción más intransigente del güelfismo, celosa de conservar sus privilegios. Más turbulentos y aristocráticos, aunque astutos al hacerse con el apoyo del populacho, apoyaban abiertamente al Papa y se fortalecían con el recíproco favor de éste, que acabó por detestar y perjudicar abiertamente a esos blancos contumaces que se le oponían.
—Y como ambas partes tenían mucha familia y amistades en Pistoia —siguió hablando el criado, ajeno por completo a su trabajo—, pues hizo lo posible el diablo para que creciera la soberbia y el odio entre ellos y que se derramara mucha sangre. Y ojalá que hubiera quedado allí encerrada esa maldición —añadió tristemente, con la vista perdida en el suelo—. Pero parece que a nuestros gobernantes les preocupaba mucho lo que podía pasar en Pistoia, así que tomaron la señoría de la ciudad para poner paz y no se les ocurrió mejor idea que expulsar a los más belicosos de los Cancellieri, desterrándolos ¡a Florencia! ¿Sabéis lo que ocurre con un cesto de manzanas cuando se pone entre ellas una que esté podrida? Pues eso es lo que pasó en nuestra ciudad. Pronto, en toda Florencia no se hablaba más que de blancos y negros. Fijaos…, ¡no sólo no se reconciliaron los de Pistoia, sino que encima, los buenos güelfos de Florencia se dividieron y partieron entre ellos! Y se acabó la tranquilidad.
—¿Quieres decir que los Cancellieri de Pistoia vinieron a Florencia a abanderar facciones opuestas de güelfos florentinos? —preguntó Dante con intención.
—¡No, no! —replicó Chiaccherino con sorna—. Los florentinos no necesitamos extranjeros para matarnos y hacer fechorías. Los blancos buscaron refugio con los Cerchi, que eran una familia poderosa. Su jefe era
messer
Vieri de Cerchi, que vivía en el
sesto
de Porta San Piero, que, desde entonces, por todo lo que allí pasó, se llama el «
sesto
del escándalo».
Dante no pudo reprimir una sonrisa. Poco podía imaginar el charlatán de Chiaccherino que su interlocutor había sido convecino de dicho barrio.
—Pero tenían unos vecinos que deseaban su perdición, los Donati —continuó Chiaccherino—, una familia de nobleza muy antigua, pero, según dicen, sin tanta riqueza y un poco pendenciera. Aunque sólo fuera por fastidiar a sus enemigos, se convirtieron en los principales aliados de los negros. Su jefe era
messer
Corso Donati —añadió en un tono de temeroso respeto—. Un hombre valiente que ya dejó nuestro mundo y a quien Dios perdone sus pecados; sus seguidores lo llamaban el Barone. ¡Odiaba a muerte a
messer
Vieri! —dijo con énfasis—. Fijaos bien si lo despreciaba que cuentan que todas las mañanas cuando salía de su casa gritaba a voz en grito: «¿Ha rebuznado hoy el asno de la Porta?», refiriéndose a
messer
Vieri.
Dante conocía muy bien a estos convecinos suyos. La sola mención del belicoso Corso Donati le producía escalofríos. Excelente y retorcido orador, de ingenio sutil y malicioso, tenía un ánimo siempre dispuesto al mal y era una constante amenaza para las ordenanzas de la justicia florentina. Resultaba ser la peor enemistad que uno podía granjearse en aquellos agitados tiempos y Dante había sufrido las consecuencias de su sectaria ambición sin límites. Esa misma codicia le había hecho enfrentarse a sus antiguos aliados y eso había sido su perdición. Porque ellos, aún más taimados y astutos, terminaron por acusarlo de déspota y traidor y acabó sus días tan violentamente como había vivido.
De repente, una nube densa y oscura debió de cubrir en su parsimonioso camino la esfera del sol, porque la habitación se ensombreció tenuemente. Un juego de sombras y leves claridades, como de gasas, atrapó la atención de ambos hombres. Un eclipse espontáneo que podía anunciar, en cualquier momento, el chaparrón.
A
l disiparse las sombras, el viejo criado continuó animadamente con su narración.
—Las cosas fueron de mal en peor en la ciudad. Lo que antes eran fiestas ahora eran momentos elegidos para pelearse; hasta en un funeral, en casa de los Frescobaldi, llegaron a las armas —añadió con tristeza—. Tan grave sería la cosa que el Santo Padre envió en su nombre a un cardenal, pero ni eso vahó para pacificarnos y se marchó dejándonos una vergonzosa excomunión. Y al final —dijo, acompañando su tristeza con un nuevo cabeceo rítmico— hasta nuestro santo patrón se vio manchado con tanta vergüenza. Se me saltan las lágrimas al recordar la pelea que se organizó en la procesión de las Artes en la vigilia de San Juan. Espero que nuestro patrón nos perdone algún día y deje de castigarnos. En mi modesta opinión —completó, bajando ostensiblemente el tono de voz—, los priores hicieron muy bien en echar a los jefes de ambos bandos.
Dante permanecía ensimismado. Admiraba la forma sencilla en que su interlocutor narraba aquellos sucesos y recreaba esos tiempos azarosos previos a su expulsión de Florencia. Se refería a los priores del bimestre del quince de junio al quince de agosto de 1300, entre los que se encontraba el propio Dante. Él siempre había sostenido que todos sus males posteriores habían tenido causa y comienzo en esos dos meses que duró su representación en la máxima magistratura del Estado. Esa expulsión a que hacía referencia el criado se había adoptado para intentar atajar un cruento enfrentamiento civil y al final no había dado resultado. La decisión había sido particularmente dolorosa para Dante, no sólo por haber tenido que actuar sin verdadera convicción de culpa contra aquellos que estaban más cerca de sus ideales, sino también por haber tenido que expulsar a un hombre como Guido Cavalcanti, poeta como él y amigo íntimo, que moriría de fiebres en su destierro.
—Aunque —prosiguió incansable Chiaccherino—, si queréis saber mi opinión, la verdadera causa de tantos desastres fue esa estrella cometa que apareció en el cielo de septiembre hacia poniente, con esos grandes rayos de humo por detrás. Hasta enero estuvo allí paseándose por nuestro cielo, y gente mucho más sabia que yo decía que era la señal de futuros daños que iba a haber… y de la llegada de un gran señor a Florencia… ¡Y no digo yo que las dos cosas sean lo mismo, claro! —se excusó con premura al darse cuenta de las posibles interpretaciones de su última frase.
—¿Y viste la llegada de ese gran señor? —preguntó Dante con ironía.
—¡Claro que la vi! —apuntó el hombre, como si lo contrario fuera algo impensable—. Y creedme que fue algo digno de verse por lo llamativo de su entrada en Florencia. Fue el primer domingo de noviembre, lo recuerdo muy bien. Sobre la hora tercia. Venía con las banderas reales francesas y las enseñas del Papa, rodeado de caballeros franceses, muy elegantes, y algunos florentinos, como los Franzesi, que no se separaban de él, como si fueran su sombra. Se quedó en Oltrarno, en las casas de los Frescobaldi.
—Y nadie se opuso a su entrada… —dijo Dante con amargura contenida.
—¿Oponerse a tan gran señor? —replicó Chiaccherino, dibujando un gesto de incredulidad, como si se le estuviera proponiendo una herejía—. ¡No,
messer
! ¡Pero si venía como pacificador directamente enviado por nuestro Santo Padre! Todos los ciudadanos importantes y los cónsules de las artes mostraron su acuerdo.
Cuando se produjo la entrada de
messer
Carlos, conde de Valois y hermano de Felipe IV, rey de Francia, en noviembre de 1301, Dante Alighieri ya no se encontraba en Florencia. Había sido comisionado a finales de septiembre para una embajada desesperada en Roma ante el papa Bonifacio. En realidad, él mismo se consideraba el mediador menos indicado para esta misión, ya que se había opuesto anteriormente a la solicitud de ayuda militar del Papa en sus ambiciosas guerras de expansión en la Maremma. En cualquier caso, poco importaba, porque Bonifacio ya había decidido el destino de Florencia y Carlos de Valois ostentaba el título de capitán general de los territorios de la Iglesia, así como de pacificador general de la Toscana. Dante había permanecido con incertidumbre y amargura en la corte papal hasta que llegaron noticias de aquello que ahora le narraba Chiaccherino y fue consciente definitivamente de la inutilidad de su misión en Roma y del peligro que allí corría.
—Pues, como os decía, se quedó en Oltrarno —continuó Chiaccherino—. Y enseguida pidió la custodia del
sesto
y que se le diera la vigilancia de las puertas.
—Y se le dio, claro —apuntó Dante.
—¡Claro! —confirmó el criado—. Se quitaron de allí los florentinos y se pusieron los franceses. Y se decía —afirmó con aire confidencial— que aquellas puertas eran un auténtico coladero.
—¿Y lo eran? —preguntó Dante con una sonrisa.
—No lo sé —dijo el otro—, pero el caso es que al día siguiente ya estaban en Florencia algunos de los desterrados. ¡Y por algún sitio tuvieron que entrar! Como el mismo
messer
Corso, que reunió a sus hombres, se fue a abrir las cárceles del Comune y soltó a los prisioneros.
La entrada de Carlos en Florencia había supuesto el primer acto de un inevitable golpe de Estado. De poco les había servido a los florentinos nombrar una nueva señoría de compromiso, mitad blanca, mitad negra. Los intereses del supuesto pacificador fueron claros desde un principio, aun cuando el conde de Valois no renegó en ningún momento de su cínica fachada de imparcialidad.
—Durante más de cinco días —añadió el criado parlanchín— todo fueron violencias y era mejor no salir a la calle, porque había incendios y robos por todas las esquinas. Y dicen que en el
contado
todavía duró más tiempo. Después hubo un tiempo de cierta tranquilidad, es cierto, pero —añadió meneando la cabeza con tristeza— qué poco dura la paz cuando el demonio no para de enredar.
—¿La expulsión de los blancos? —abrevió Dante.
—Sí —afirmó cariacontecido—. A causa de esa conspiración…
—Cuéntame —dijo el poeta.
—Fue hacia el mes de abril —continuó Chiaccherino—.
Messer
Carlos estaba en Roma y en su ausencia parece ser que algunos de la «parte blanca» trataron de ganarse el favor de uno de los barones franceses y le mandaron cartas donde le proponían, a cambio de dinero, una traición a su señor. Aunque dicen las malas lenguas —añadió guiñando un ojo— que todo era una invención, que esas cartas eran más falsas que la fe de Judas, ya me entendéis…
—Y no hubo traición —dijo Dante con una sonrisa sarcástica.
—Claro que no —confirmó el criado—, porque ese barón lo descubrió todo. Luego, se llamó a los que estaban en el lío. Pero se olieron lo que pasaba y, por miedo a perder la cabeza, se marcharon a toda prisa. Así que fueron condenados como rebeldes y perdieron sus posesiones. Hasta los antiguos amigos se volvieron enemigos para no sufrir el mismo castigo. Muchos fueron desterrados hasta más allá de sesenta millas y perdieron tierras y riquezas.
Cartas y acusaciones falsas, montajes fraudulentos y retorcidos. El espurio pacificador de Florencia no había desperdiciado ninguna excusa para recaudar el dinero que precisaba para su verdadero objetivo: la conquista de Sicilia; sin embargo, una vez en el sur comprendió que no resultaba tan fácil doblegar a las tropas sicilianas de Federico de Aragón como lo había sido expulsar a gran parte de florentinos. Tras una serie de desastres militares, se vio obligado a concertar la paz y retornar con poco honor a Francia. Sus andanzas en Italia dejaban como recuerdo una frase que corría de boca en boca: «
Messer
Carlos vino a Florencia como pacificador y dejó el país en guerra; y marchó a Sicilia para hacer la guerra y consiguió una paz vergonzosa». Ahora, el semblante serio y pensativo de Dante debió de ser interpretado por Chiaccherino como disgusto por sus palabras. De modo que, rápidamente, con la modestia que solía imprimir a sus agudas opiniones, volvió a tomar la palabra, contemporizando.
—Aunque también muchos dicen que estos expulsados son en realidad una pandilla de traidores que sólo quieren hacer daño a Florencia y por eso han tomado las armas contra su patria —añadió con gesto serio en un evidente intento de congeniar sus opiniones con la doctrina del partido dominante en la ciudad.
Chiaccherino ponía una vela a Dios y otra al diablo, y Dante asumía, con una mezcla de tristeza y de ira, que el miedo encubría con un velo de precaución el rostro y los sentimientos de los florentinos. Como forzados hipócritas pensaban o dejaban de pensar aquello que resultaba más adecuado a sus intereses o seguridad.
—No siempre son las cosas tan claras, Chiaccherino —dijo Dante, íntimamente dolorido por estas palabras y tristemente de acuerdo con Cicerón en que nada se expande tan rápido y con tanto éxito como una calumnia—. También hay quien asegura que ningún hombre es tan necio como para desear la guerra en lugar de la paz, porque en la paz los hijos llevan a los padres a la tumba, que es lo natural… Pero en la guerra —completó con tono triste— son los padres quienes llevan a los hijos a la tumba…
—Son bonitas esas palabras —dijo Chiaccherino con gesto conmovido—. ¿Son de ese Oriosto Telles vuestro?
—No —respondió Dante, lacónico y con una débil sonrisa en los labios. De inmediato, temió que un interlocutor tan agudo como aquél pudiera interpretar en sus palabras un implícito apoyo a los rebeldes y decidió, por ello, poner inmediata distancia con los hechos—. En cualquier caso, yo tampoco entiendo mucho de política…, sólo llevo dentro de mí, como todos, mi propio infierno —añadió sin pensar demasiado en sus palabras.
—Vos sois boloñés, ¿verdad? —preguntó Chiaccherino, que al instante pareció darse cuenta de su indiscreción y la suavizó con una reverencia—. Y disculpad mi insolencia.
—Sí —respondió otra vez lacónico Dante, sin verdadero interés en profundizar tampoco en ese aspecto—. O «
sipa
», como sin duda estarás esperando que diga —completó con una sonrisa.
El criado emitió una risita leve, aunque esta vez se guardó de hacer algún comentario, retomando un tímido intento de reanudar su tarea.
—Pues de infiernos sabemos algo en Florencia, vaya que sí —dejó caer Chiaccherino con una sonrisa perdida, sin demasiada intensidad, mientras golpeaba el colchón con indolencia.