Hasta el momento, los soldados que se había encontrado en su camino se habían limitado a observarle con curiosidad insolente, pero sin un solo amago de detenerle. Ahora era evidente que había alcanzado el último control. Era un filtro impenetrable, imposible de esquivar con una simple muestra de altanería. Como impulsados por un impetuoso resorte, dos soldados se lanzaron desde un pequeño cuarto colindante al acceso, una estancia que el poeta aún no había sido capaz de vislumbrar. Con mirada feroz, se interpusieron en su paso y desenvainaron con descaro sus espadas, que reflejaron mortales chispazos de la luz de la antorcha. Dante quedó paralizado. No podía seguir, eso era obvio, pero volver atrás era internarse de nuevo en las sombras de los enigmas sin solución. Conservar la calma era vital. Respiró profundo e intentó retener los temblores y, a un tiempo, encontrar las palabras, el salvoconducto preciso para franquear esa muralla, esa pareja hostil que parecía llevar la codicia de su sangre hundida en la mirada.
—¿Qué es lo que queréis? —preguntó uno de ellos, con los dientes apretados y un tono nada cortés.
—Necesito entrar para ver a los prisioneros —respondió Dante, que intentó imprimir seguridad a sus palabras.
Unas risas burlonas llamaron su atención, a la derecha, justo donde se abría aquella estancia de la que acababan de salir otros tres soldados. Al instante, el poeta reconoció al primero de ellos. Una vez más, aquel hombre recio adornado con una barba densa y una lívida cicatriz en el rostro se cruzaba en su camino. Sintió cierto alivio porque ahí podía dar con alguna posibilidad de llevar a cabo sus intenciones.
—¿Y qué se os ha perdido entre los prisioneros,
messer
? —dijo el sargento, socarrón—. ¿Y qué prisioneros? Porque os aseguro que hay más de uno.
Dante tragó saliva y escogió cuidadosamente sus palabras. Sólo mediante una apuesta arriesgada podía salirse con la suya. Y en respuestas firmes y desabridas había tenido un buen maestro en Francesco de Cafferelli. Sólo quedaba comprobar hasta qué punto el propio Dante había sido un buen discípulo.
—¿Qué otros podrían ser sino esos hijos de Satanás de Santa Croce? —replicó tajante—. Buen trabajo te dio sacarlos de ese infierno de humo y llamas como para olvidarlos —añadió en un tácito guiño de complicidad.
El recio soldado titubeó durante un momento, y observó detenidamente el rostro de Dante. A aquellas alturas, el poeta imaginó que le habría identificado ya como el misterioso acompañante del joven caballero.
—Muchas visitas reciben hoy esos desgraciados —comentó el sargento, con una sonrisa que no acababa de encubrir las dudas respecto a su obligación—. No se me ha informado de que deban tener ninguna más.
Dante comprendió que le estaba tanteando y fue capaz de leer la incertidumbre en su mirada. Precisaba una respuesta rápida y creíble.
—Ve a preguntárselo entonces a
messer
Francesco —contestó seco y tajante, sin dejar de mirarle fijamente a los ojos.
Las dudas se hicieron aún más densas para el curtido soldado. Por su rostro acuchillado pasó un ligero temblor. Sin duda, consideraba las opciones, pero no estaba dispuesto a poner a prueba el difícil carácter de Francesco. Se encogió de hombros y dirigió un gesto leve hacia los guardianes. Éstos, con desgana, envainaron sus armas, casi desilusionados por no haber podido utilizarlas, y franquearon el paso al extraño visitante. El sargento, antes de volver a su guarida, lanzó un comentario desganado para hacer sonreír a sus hombres.
—Disfrutad de la visita.
Dante tomó aire profundamente e inició sin demora el descenso por los desgastados escalones.
—¡Eh! —le sobresaltó una voz a su espalda, mientras una mano le sujetaba por el hombro.
El poeta se volvió lentamente y vio cómo uno de los guardianes, con una sarcástica sonrisa, le tendió una antorcha.
—Necesitaréis esto o bajaréis todos los escalones de una sola vez.
G
uiado por la oscilante claridad de la tea, Dante bajó los escalones con precaución. Los peldaños, gastados e inseguros, afianzaban la desoladora impresión de abandono y falta de cuidado en el lugar. Las paredes, con su irregular superficie de ladrillo a la vista, desprendían un intenso olor a humedad, como si el edificio desaguara por aquí todas sus goteras. Dante temió resbalar y bajar finalmente la escalera de la forma predicha por el guardián. Al poco de iniciar el descenso, se tenía la desconcertante sensación de penetrar en otra realidad muy diferente. No ya sólo por el notable contraste con la elegante sobriedad del palacio del Podestà, sino porque se respiraba la atmósfera de un mundo gobernado por la tristeza y la desesperación. Dante trató de imaginar qué sentirían aquellos desgraciados forzados a pisar esos escalones para ser condenados al olvido. Algunos, la mayoría, no volverían a subirlos jamás. No con vida, por lo menos. Su desventurada existencia, corta o larga, se pudriría en las inmundas celdas del final del recorrido. Otros subirían para encontrarse con el verdugo; una visita fugaz al patíbulo como único reencuentro con la luz del sol. Se conmovió con verdadero pánico al ser consciente de que a menudo él mismo había estado a punto de encontrarse en semejante situación. Aturdido, se apoyó en la pared y bajó la antorcha, siendo así capaz de distinguir una claridad cercana que le indicaba el final del descenso.
La escalera terminaba en una amplia sala de sótano, una especie de vestíbulo pobremente iluminado, con el mismo aspecto que la escalinata que acababa de abandonar. Allí, a un lado, otros dos guardianes, sentados frente a una mesa salpicada de restos de comida, jugaban a los naipes en silencio. Se diría que permanecían contagiados por el ambiente opresivo. Miraron al recién llegado sin inmutarse y prosiguieron su juego como si la de Dante no fuera una imagen real, sino una especie de visión a la que no había que prestar atención. Realmente, resultaba trabajoso respirar allí. Quizás ese ambiente viciado y la falta de aire sano tuvieran algo que ver en la desidia de los carceleros.
Dante vislumbró al frente un hueco que daba paso a un corredor inmerso en una negrura total. Unos gemidos distantes le hicieron suponer que allí se encontraban los prisioneros. A la izquierda, aquel vestíbulo se ensanchaba en una pieza rectangular que el poeta se limitó a observar de un vistazo rápido y horrorizado. Debía de ser una sala de tortura y suplicio, a juzgar por el instrumental de que estaba dotada. El suelo se encontraba tapizado de serrín, el mejor material para absorber la sangre derramada. Más de una mancha pardusca, que nadie se había molestado en limpiar, permanecía en el piso, las paredes o cualquier otro lugar. El mismísimo diablo parecía haberse encargado de la decoración y todo rezumaba el olor de la muerte en el estado más puro. Dante dirigió la palabra a los dos guardianes indolentes, tratando de conservar en la voz esa firmeza que se le escapaba en el ánimo.
—¿Dónde están los beguinos de Santa Croce?
Los otros no parecieron perturbarse demasiado por su pregunta, ni abandonaron siquiera su diversión.
—Ahí dentro, con los demás —indicó uno de ellos con lógica indiferente, mientras se encogía de hombros y señalaba el fondo del pasillo con un mínimo gesto de la cabeza.
—Seguid hasta el fondo y os chocaréis con su jaula —apuntó el otro soldado, más explícito, aunque igual de indolente.
No hubo más conversación ni Dante pretendió que alguno de ellos le acompañara. Volvió a inspirar profundo y se lanzó hacia esas tinieblas que él mismo iba despejando con la luz de su antorcha. Mirando a medias, descubrió que a ambos lados del camino había celdas, o jaulas, según las había calificado con propiedad uno de los vigilantes, porque parecían más bien dispuestas para albergar bestias que seres humanos. El olor a suciedad humana, excrementos y otros residuos era penetrante y el poeta creyó distinguir incluso la pestilencia dulzona de los cadáveres en descomposición. El suelo estaba encharcado: residuos de la única medida higiénica que se tomaba con los reos; algún balde de agua lanzado desde las rejas sobre su cuerpo desnudo o harapiento. Dante chapoteó con el mismo asco y cautela con que había sorteado los charcos de los curtidores de Santa Croce. Sin verdadera intención, deslizó su luz en dirección a los gemidos. El espectáculo era atroz más allá de los hierros oxidados que les impedían la salida: hombres famélicos, desgreñados y peludos como animales, la mayor parte de ellos desnudos y mugrientos, hacinados como cerdos revolcándose en su propia miseria. Algunos se echaban hacia atrás, haciendo rechinar sus cadenas. Se cubrían el rostro con las manos, apuñaladas sus mortecinas pupilas por la tenue luz del visitante, acostumbradas como estaban a una perenne noche artificial. Otros permanecieron en el suelo, tan inmóviles y retorcidos que Dante pensó que ya estaban muertos; físicamente muertos, porque en realidad nada había de vida en aquellos seres desgraciados.
En un momento, aumentaron los gemidos, un insoportable coro de almas en pena. Con un escalofrío, advirtió que algunos le murmuraban con sus escasas fuerzas sus nombres o linajes. Sintió lástima, una profunda tristeza que le encogió el corazón. Estuvo a punto de llorar, porque sabía lo que aquello significaba. Él mismo había utilizado igual recurso en su periplo literario de ultratumba. La diferencia estaba en que sus personajes eran espíritus cuya intención al compartir sus nombres con los viajeros era la de impedir que el olvido se añadiera a la pesada carga de sus castigos. Éstos eran reales e imploraban una milagrosa carambola, un improbable prodigio que permitiera el descenso a estas cavernas de un amigo que les rescatara de su triste sino. O quizá soñaban con un cambio político, el triunfo de unos correligionarios que aún no les hubieran olvidado y un rescate que pusiera fin a su pesadilla. Con angustia y profunda desazón, se negó a seguir castigando su espíritu con aquellas visiones.
A buen paso, señalando con su antorcha sólo al frente, evitó desvelarse a sí mismo nuevas miserias, aunque sus pies acelerados chocaban con veloces bultos que se cruzaban continuamente en su trayecto. Eran ratas que se movían de celda en celda, como espíritus malignos que disfrutaran y se nutrieran de tanto sufrimiento. Esa precipitación le hizo darse casi de bruces con la celda del fondo. Frenó en seco y dio un respingo, sobresaltado por la presencia inesperada de una figura frente a él. Con el corazón acelerado por la impresión, reconoció los rasgos del beguino a quien había atribuido el papel de líder de su secta. Se encontraba de pie, aún cubierto por su manto gris. Tenía el porte soberbio que le daba estar erguido y agarrado firmemente a los barrotes. Sus muñecas eran un amasijo de eslabones de hierro y otra gruesa cadena aprisionaba sus tobillos, perdiéndose en la oscuridad de la celda y anclándose en alguna argolla del muro. Le miraba sin verle, porque era imposible que sus ojos hechos a la densa oscuridad hubieran podido acomodarse ya a la nueva claridad. Era una imagen palpable de la ansiedad. Dante imaginó que desde el momento mismo que había sentido el eco de sus pasos se había lanzado hacia las rejas.
—¿Ya venís sacarme de aquí? —dijo rápidamente con su peculiar manejo del toscano. Era un susurro vehemente que sorprendió al poeta.
—¿Quién podría sacarte de aquí, sino el verdugo? —replicó Dante.
Después, alzó su antorcha y se aproximó apenas un paso, lo suficiente para distinguir algo más de las profundidades de la celda. Allí se encontraban los otros dos supervivientes, cargados como él de cadenas. Eran mucho más tímidos, pues apenas se asomaban desde su protección en las sombras. Allí dentro no había más condenados. Aquella mazmorra parecía el destino de prisioneros especiales o tal vez de reos en espera de juicio. El beguino había enmudecido. Según adaptaba su vista a la luz que portaba el recién llegado, su rostro cambiaba y se adornaba de una palidez nerviosa.
—Siempre que aparezco yo, estás esperando a alguien muy diferente —le dijo Dante, con ironía.
—¿Quién, de entre todos demonios, sois? —masculló el beguino entre dientes, con rabia y desesperación.
—¿Demonios? —replicó el poeta con enojada perplejidad—. ¡Vosotros sois los demonios, falsos penitentes, asesinos hipócritas!
El beguino reaccionó en silencio y con absoluta indiferencia. A pesar de su situación, parecía estar tranquilo, incluso burlón. Tenía un gesto ambiguo que Dante no se atrevió a calificar como sonrisa.
—¿Qué os ha traído a Florencia? —siguió hablando Dante—. La verdad. Nada de cuentos espirituales… Todos sabemos qué clase de penitencia estabais siguiendo en nuestra ciudad.
—¿Qué sabéis? ¡Nada! No sabéis nada —dijo el beguino, arrastrando las palabras con asombrosa soberbia—. Y por seguridad de vos, mejor no sepáis.
La perplejidad de Dante iba en aumento. Le sorprendía la osadía y firmeza de un condenado sin la mínima oportunidad de salvarse, que le amenazaba allí, rodeado de oscuridad y dolor. Le confirmaba la sospecha de que aquel extraño personaje se sentía apoyado.
—Sé que sois rebeldes flamencos que, por algún oscuro motivo, os habéis asentado en estas tierras —dijo Dante tratando de expresarse con seguridad—. Sé que no es posible que os mantengáis a base de las limosnas que recogéis en Santa Croce y que vuestra principal dedicación no son los rezos o la meditación. Sé que eres el jefe de una pandilla de repugnantes asesinos sin alma cristiana. Y sé que alguien, de quien recibes mensajes y muy probablemente sustento económico, os dirige desde Florencia para llevar a cabo un plan diabólico. Pero ni sé quién es ese misterioso instigador ni qué intentáis con esta matanza. Y eso es lo que pretendo que me digas, sin preocuparte más de mi seguridad de lo que lo has hecho por tu pobre alma.
El prisionero, rígido en su posición tras las rejas, no dijo ni una palabra. Parecía pensativo, con la mirada fija en algún punto indefinible. El silencio hacía distinguir con claridad toses y sollozos provenientes de las celdas laterales.
—Huisteis de vuestro país, ¿verdad? —insistió el poeta, que intentaba arrancarle las palabras.
El beguino desvió la mirada desde su extraviado e incierto objetivo, enfrentándose directamente a los ojos de Dante.
—¿Qué importa ya que sepáis? —dijo tras un momento de reflexión y con cierta resignación—. Salimos de Flandes cuando traidores nos condenaron a horca o a hoguera. Pero no dejamos nunca de en nuestra lucha creer. La lucha pronto extenderá por otras tierras. Seguro. Por donde hay desgraciados que se matan trabajando para ver hijos que mueren de hambre. Yo enterré a mis tres con propias manos. Desde allí poca alma me quedó para resguardar —añadió con vehemencia.