Una plebe enfurecida apedreaba con saña el edificio que los alojaba. Los postigos y tablas que antes aseguraran las ventanas habían sido arrancados. A través de los vanos, algunos individuos lanzaban estopa y maderas en llamas. Aquella puerta verde, ahumada y que dispersaba en miles de burbujas su pintura reciente, resistía de momento los feroces envites. La violencia de la escena paralizó a Dante. Su visión, su peculiar pesadilla, se presentaba nuevamente con la crudeza de una imagen real ante sus ojos. El fuego y la turba, ¿los ladridos de los perros tal vez? Y, de nuevo, un pensamiento sospechoso. ¿Cómo era posible que la masa hubiera atinado ya, sabiendo dónde atacar? Una corriente maligna de información parecía desplazarse por Florencia a la velocidad del viento. O se hacía muy evidente el interés de alguien porque así sucediera. Los salvajes airados que allí se congregaban ya no eran representantes de la civilizada Florencia; eran carniceros furiosos que descargaban su ira contra unos presuntos delincuentes. Estos enemigos simbólicos constituían, para cada uno de esos florentinos, la encarnación misma de sus odios y frustraciones. Pateaban restos humanos con jubilosa determinación. Asían cabezas inertes por los cabellos, lanzándolas contra las paredes, por el solo gusto de ver cómo se estrellaban, dejando una sucia mancha de sangre. Ya había varios cadáveres, pero habían sido tan salvajemente mutilados por las manos ávidas de los amotinados que era imposible discernir el número exacto. Tal vez cuatro, si cierto amasijo sanguinolento medio aplastado realmente era una cabeza.
Esta vez, Dante no pudo reprimir la náusea. Vomitó. Desde lo alto de su caballo, con un doloroso espasmo que le encogió el estómago, vomitó y al tiempo deseó expulsar todo aquello que Florencia le podía haber ofrecido en los últimos días. Querría haber vomitado también sus pensamientos, sus dudas, sus afanes por seguir siendo florentino, porque no podía comprender qué diferencia había entre esos crímenes que llevaban su involuntario sello y aquel horroroso acto de falsa justicia.
Francesco actuó con rapidez. Comprendió, por los gestos y la actitud de aquellos dementes, que dentro de la casa debía de quedar alguno de los beguinos. Tenía que poner orden e instruyó a sus hombres para que se emplearan con la contundencia necesaria. No había allí ni rastro de las fuerzas de Lando, de modo que el monopolio de la violencia le pertenecía. Varios de aquellos mercenarios, hombres fornidos y acostumbrados a enfrentarse a enemigos bastante más curtidos que aquellos ciudadanos soliviantados, se interpusieron entre ellos y la casa. Exhibieron sus ballestas, empuñaron sus espadas y mazas y se lanzaron sin contemplaciones contra los más avanzados o los más revoltosos, contra aquellos que se habían arrogado el papel de líderes o, simplemente, no habían sido lo suficientemente ágiles para evitar la primera línea. Lo hicieron con violencia desmedida, la única que consideraban eficaz y ejemplar para los demás. Uno de aquellos provocadores lo comprobó en un instante, cuando una maza impactó de lleno en su rostro. Cayó de rodillas, con un sanguinolento colgajo donde instantes antes había tenido una nariz. Muchos ciudadanos se quedaron boquiabiertos, impresionados, mirando a su compañero, que trataba de tomar aire por la boca, en medio de un creciente charco de sangre. Otro de los mercenarios, utilizando como única arma su pie calzado en una gruesa bota, atacó con violencia a otro de aquellos adelantados: le partió la pierna por la rodilla al doblarla en sentido contrario a su natural articulación. Con un terrible aullido, se desplomó en el suelo con la pierna colgando como una manga de trapo. Después, los soldados, sonrientes, disfrutando no menos que sus oponentes de la violencia desplegada, se limitaron a apuntar con sus ballestas. Allí terminó la agresividad de los rebeldes, que se retiraron a la carrera, arrastrando en su huida a los dos compañeros malheridos. Entre los más activos y violentos revoltosos, el poeta reparó con sorpresa en el rastro de un bonete verde muy característico. Bajo él, corría la figura abominable de aquel hombre manco y desorejado que había derramado su ira de manera tan ostensible en el tétrico escenario del monte de las Cruces.
Entre tanto, Francesco de Cafferelli participaba activamente con el resto de los soldados en una operación de derribo de aquel portón ya muy castigado. Lograron abatirlo pronto. El propio Francesco, en un desprecio suicida por su integridad, encabezó el grupo hacia el interior, abriéndose paso entre bocanadas de denso humo. Sobre su caballo, Dante permanecía congelado, más preocupado ahora en realidad por la suerte de Francesco que por cualquier otra cosa. No sabía qué ocurría allí dentro, pero sí que era consciente de que el lento paso del tiempo limitaba las posibilidades de que nadie saliera con vida. De repente, el humo que salía por el hueco de la puerta se expandió como un brusco escupitajo y en sus brumas se dibujó una figura humana. Para alivio del poeta, era la de Francesco, que arrastraba con violencia y por el cuello el cuerpo de otro hombre sucio de hollín y ceniza, al que soltó apenas pisada la calle. Luego, tosió con violencia, flexionando el cuerpo hacia delante, y tomó tanto aire como le fue posible a sus pulmones. El hombre del suelo también tosía y escupía una baba mezclada con ceniza; parecía costarle mucho más insuflar aire en sus pulmones.
De improviso, varias de esas nubes súbitas lanzadas por el hueco de la puerta indicaron la salida de los soldados que habían acompañado a Francesco, con otro par de aquellos hombres asediados. Los llevaban en volandas y los dejaron caer sin ningún cuidado sobre el suelo, muy cerca de su compinche. Todos tosieron, expulsaron con fatiga el veneno peligroso del humo e inspiraron aire con avidez. La tranquilidad de Dante fue en aumento cuando comprobó que su joven escolta parecía totalmente recuperado. Volvió a revivir la preocupación cuando vio que ese público violento, que se había retirado por miedo a los soldados, reaccionaba ahora con renacida agresividad a la vista de aquellos individuos a los que habían intentado quemar vivos. Francesco se dirigió a uno de los hombres que habían colaborado en el rescate. Era el curtido sargento de la cara acuchillada que Dante ya había conocido anteriormente.
—¿Sólo tres?
—Y son muchos si queréis mi opinión —contestó el soldado carraspeando—. Ya habéis visto en qué infierno se ha convertido esa casa.
—Quiero que lleguen todos vivos a palacio —advirtió Francesco—. Especialmente, éste —dijo señalando al individuo que él mismo había rescatado.
Dante fijó su atención en ese hombre, que permanecía allí tumbado boca arriba. Era aquel que le había dirigido la palabra con su peculiar acento flamenco, el mismo a quien había imaginado en el papel de líder del beguinato. Sintió por ello una alegría fuera de lugar, porque atisbaba una posibilidad de comprender qué verdad había entre tanta sombra y tanto misterio; siempre y cuando sus conciudadanos, sedientos de venganza, no acabaran por envalentonarse del todo, pues las protestas parecían arreciar ahora y, paso a paso, volvían a acercarse. Algunos se atrevían incluso a coger piedras del suelo, aun cuando nadie osara aún arrojar ninguna. Los soldados no dieron ni un paso atrás. Se limitaron a enseñar los dientes con fiereza y a apoyarse las ballestas en el hombro, dando a entender que no iban a ceder.
—¡Dádnoslos! —gritaban unos con determinación.
—¡Nosotros haremos justicia con ellos! —vociferaban otros.
—¡Son nuestros! —reclamaban algunos indignados.
Sin hacerles caso, Francesco llegó a la altura de Dante y trepó ligero a su montura. Una mirada rápida le dio a entender que había que reemprender la marcha.
—Ése por lo menos hace unos días sí que tenía lengua —dijo.
Los soldados recogieron a los tres prisioneros y, sin más pérdida de tiempo, los cargaron en sus caballos para sacarlos de allí, mientras sus compañeros de a pie contenían a la masa. Dante se temió la masacre. Era la segunda vez que se veía inmerso en una situación semejante, repleta de tensión. La anterior había sido al pie de los árboles de las laderas del monte de las Cruces. Pero si allí no había ocurrido nada era, probablemente, porque la indignación de los presentes se volcaba en unos culpables abstractos. Ahora era muy distinto. Los asesinos eran algo más que un ente anónimo e inalcanzable a quien odiar y temer. Eran seres de carne y hueso, a quienes se podía hacer sangrar y sufrir. A pesar de todo, los ballesteros no tuvieron que emplearse ni derramar más sangre de la que ya había corrido.
Finalmente abandonaron el lugar siguiendo la estela de sus compañeros y dejaron a los soliviantados ciudadanos gozar de sus siniestros trofeos: los despojos de un linchamiento del que presumirían con orgullo en el futuro.
Cabalgaron de retorno tan rápidamente como les fue posible. Los temores de Dante pasaban ahora por un hipotético encuentro con los hombres del
bargello
y las imprevisibles consecuencias de un enfrentamiento; sin embargo, eso no era posible, aunque el poeta aún no lo pudiera saber. Esquivaron los obstáculos con la misma determinación mostrada en la ida y cuando llegaron a palacio todos se dispersaron tomando caminos diferentes. Los soldados condujeron a los prisioneros a las mazmorras, donde pronto serían conscientes de que su fugaz salvamento no era más que el inicio del verdadero y definitivo martirio. No iban a escapar tan vivos de aquí como del infierno en llamas en que se había convertido su escondrijo. Tal vez, incluso, acabarían maldiciendo esa fortuna de haber salido. Por eso quería a toda costa, y mientras fuera posible, hablar con el beguino que tantas respuestas podía atesorar en su cabeza.
Francesco también se separó de él, como era costumbre apenas ponían pie en aquel lugar; aun así, antes de que desapareciera de su presencia, Dante vio cómo un cortesano se le acercaba a la carrera, dispuesto a darle una información urgente. Lo hizo en un tono lo suficientemente elevado como para que el poeta distinguiera al menos los contenidos más importantes del mensaje. En resumen, Lando de Gubbio, el despiadado y soberbio
bargello
, tan envanecido y altivo en su posición de privilegio como para batir moneda falsa en detrimento de las arcas del Estado, había abandonado Florencia. Lo había hecho bien escoltado por sus mercenarios, y había dejado en pésima posición a sus valedores. No se había ido con una mano delante y otra detrás, como a veces le había ocurrido a algún que otro
podestà
caído en desgracia. De creer lo que aquel hombre le había relatado a Francesco, era imposible pensar que Lando no hubiera planeado su rapiña con bastantes días de antelación. Dante imaginó el rostro afilado y rapaz ampliando ese esbozo de sonrisa burlona, disfrutando satisfecho de su hazaña, de su impunidad, porque sabía que, aunque hubiera saqueado la Zecca por completo, ni había medios ni verdadera oportunidad para que alguien de Florencia saliera a perseguirlo o le dificultara la huida. Lando era el primero que se retiraba de la inestable Florencia, como esas ratas que abandonaban precipitadamente y antes que nadie las galeras a punto de zozobrar. Claro que éstas lo hacen desesperadamente, incluso en alta mar, arrojándose al agua, aun a costa de ahogarse. Pero Lando era una rata mucho más atenta a su seguridad; ahogarse o morir en el naufragio era algo que no entraba en sus pensamientos. De lo que no podía caber duda era de que el entramado sostenido en Florencia por los enemigos del rey Roberto era ya una nave que, con Lando o sin él, se iba a pique sin remedio.
Dante imaginó la enorme satisfacción del conde Guido de Battifolle. Si los hechos cotidianos se habían ido complicando cada vez más, ahora todo parecía haberse resuelto de repente. Si la fortuna les había sido esquiva en algún momento, ahora se había convertido en una moneda que caía claramente de cara para los intereses del vicario. Demasiado sencillo, quizá, para suceder en Florencia, y demasiado tentador para un vicario en apuros como para no aprovecharlo sin más complicaciones. Dante sabía que eso suponía dejar más de un cabo suelto en el aire y temía que Battifolle se conformara sin más indagación. Para el orgullo de Dante Alighieri eso no era suficiente. Si aquellos beguinos flamencos habían cometido esos horribles crímenes, lo habían hecho con algún motivo. Y otra causa les había impulsado a copiar su obra. Estaba seguro de que habían recibido indicaciones de una tercera persona. El poeta se estremecía cuando pensaba en quién podía ser, porque organizar semejante plan requería cierta posición de influencia y poder. Hablar con los prisioneros se imponía casi como una necesidad, antes de que fueran ajusticiados o linchados y se cortara toda conexión con aquel misterioso instigador.
De cualquier modo, no iba a ser tarea fácil convencer a los guardianes sin el beneplácito expreso del conde. Moverse por palacio volvía a ser como recorrer un enorme cuerpo de guardia con soldados pertrechados para el combate. Especialmente densa se hacía la red de seguridad a medida que uno se acercaba a los calabozos. Daba la nítida impresión de que se trataba más de impedir la entrada desde fuera que evitar una posible fuga de los presos. El poeta volvió a sentir el mordisco de la impotencia y se retiró a su habitación, crispado por la ira. Desde allí, con enojada firmeza, aunque con desesperanzada falta de fe en sus posibilidades, exigió a los sirvientes noticias de su anfitrión, o, al menos, que éste le permitiera hablar con los reclusos.
P
asó bastante tiempo sin que nadie respondiera a las demandas del poeta, quien, irritado, atropellaba sus ideas con nuevas conjeturas. Acabó por desechar sus escasas expectativas de conseguir algo por este método. Entonces, se cargó de determinación, y se hizo a la idea de que no había peor opción que la de permanecer en la ignorancia o la incertidumbre. Abandonó sin titubeos la habitación. Recorrió los laberintos de palacio con paso firme, sin vacilar ante ninguno de aquellos soldados que, como gárgolas impasibles de las catedrales del nuevo estilo, le miraban desde alguna esquina. Enfiló, lo más directo que pudo, el camino de los calabozos. Era allí donde encerraban, en una envoltura de hierros y cadenas, la posible solución de sus enigmas. No tardó en encontrar lo que debía de ser la entrada. Al fondo de una sala oscura, sin ventanas y apenas coloreada por la luz mortecina de una antorcha, divisó una puerta. Era poco más que un nicho estrecho que coronaba una escalera oscura y profunda que parecía excavada en el muro; un descenso pronunciado a ese infierno donde la justicia se travestía de sadismo y sufrimiento. Junto a ese vano iba a encontrar el mayor obstáculo.