—¿Estuviste con Pierre,
le Roi
? —preguntó el poeta.
—Nosotros llamamos
Connicheroi
. Y de verdad era rey de valor y astucia. Más que amariconados soberanos que sin barones no son nada —expresó, con tanta agresividad que Dante agradeció que hubiera unos barrotes de por medio—. Debías haber oído lo hermoso de sus palabras, llenas con razón. De oírle parecía tan fácil escapar de injusticia y miseria que pocos no siguieron en Brujas y todo el país. Era tejedor, pero fuimos todos, carniceros, zapateros, tintoreros… Incluso campesinos por atacar burgueses bastardos podridos de dinero.
—Hasta el punto de fomentar un baño de sangre —dejó caer Dante, provocador.
—¡Ellos fueron culpables! Responden a peticiones justas de trabajo con cárcel para jefes —continuó el flamenco sin abandonar su pasión—. Más de trescientos a prisión, pero sacamos por fuerza. Luego,
leliaarts
, lameculos de rey, se venden a franceses para proteger su bolsa.
El beguino mostraba una sonrisa feroz. Progresivamente, iba descubriendo sus verdaderas pasiones y sentimientos, despojándose de su disfraz de falsa piedad y mansedumbre. Hasta el hábito gris y raído parecía un aditamento extraño y artificial para aquel rostro crispado y sudoroso. A pesar del espanto que le causaba con la narración y su total ausencia de arrepentimiento, el poeta consideró que era mejor dejarle seguir libremente, con la esperanza de que por fin llegara a confesar aquello que tanto le intrigaba.
—Y pagaron caro esos cabrones —continuó hablando, con el rencor arañándole los dientes y un placer visible que parecía liberarle, incluso, de sus cadenas—. Artesanos y pueblo pequeño en Brujas hacemos juramento solemne por matarlos a la noche. Gritamos por calles en la nuestra lengua: «¡Viva Comune y muerte a franceses!», y ni se enteran. Todo flamenco con francés alojado o mataba allí o llevaba con fuerza a plaza de Comune. Allí, con hachas se recibían —continuó con orgullo; después rio, una carcajada ominosa que congeló la sangre en las venas de Dante—. Decapitados como piezas de atún. Los que dieron cuenta, al intentar armarse para defensa, vieron que hospedadores rompieron bridas o sillas. Fuera no podían mover entre muertos. Hombres, mujeres, niños tiraban piedras por ventanas. Fue hermoso, pagaban allí el sufrir nuestro.
El beguino contaba su historia con verdadera fruición, lo que aumentaba el horror de Dante. De buena gana hubiera interrumpido su visita y perdido de vista a aquel individuo hasta que su cuello estuviera bien aprisionado por una soga, pero debía seguir, hacer de tripas corazón y aguantar a pie firme. Una vez más, Dante se sentía como la imagen reflejada en un espejo de su propio personaje de ficción; un peregrino extraviado y atrapado entre los círculos del infierno que su imaginación había concebido. Sin Virgilio, sin compañía confortadora alguna, volvía a ser un visitante del averno escuchando las cuitas y desvaríos de un alma condenada.
—Pero luego os unisteis a la nobleza —dijo el poeta con intención.
El otro le observó con interés. Seguramente se estaba preguntando quién era aquel personaje que mostraba tan buen conocimiento de aquellos hechos.
—Connicheroi
era hombre sabio —argumentó el beguino—. Sabía que todo se perdía sin aliados de poder. Si franceses querían ser enemigos, peor por ellos. Así, apoyamos a conde Guido contra putos «franchutes». Y jodimos bien —dijo riendo, asomando sus dientes, tan sucios y opacos que no recogieron ningún destello de luz de la antorcha—. En Courtrai, frente caballería muy orgullosa de someter mundo completo, que llaman batalla de «espuelas doradas», por recoger luego más de quinientas de ésas. Nosotros a pie, con sólo lanzas y
godendac
,
[23]
pero esperando con más cojones que ellos y caballos juntos. Pasó por nuestro delante, en un carro recorriendo el campo, un cura con cuerpo de Cristo en alto para ver todos. No comulgamos, que cada uno puso en boca algo de tierra y rezó por Dios y santo Jorge. Se nos prohíbe prisioneros, no hay piedad. Yo mismo, con
godendac
reventé cabezas, más de veinte —apuntó con una mueca siniestra—. Y no más por el calor. No olvido nunca día: Santo Benedicto, once de julio en 1302… Aquella noche nos limpiamos culos con pendones de Francia, cosa no hecha por florentinos nunca, tan orgullosos que son —añadió mirando desafiante a Dante.
Aquel falso beguino no era más que un hombre grosero y violento. Capacitado, tal vez, para dirigir y coordinar un pequeño grupo como el suyo, pero en modo alguno para protagonizar una conspiración a mayor escala. Su confesión, además, no era la orgullosa reacción del hombre noble que escupe su verdad o credo a la cara misma del verdugo. Parecía más bien fruto de la soberbia incontrolada de quien se siente seguro en su ruindad.
—Para tener que huir al final… —respondió Dante, como si quisiera minimizar el efecto de esas hazañas.
—Siempre todo termina mal —respondió muy serio el flamenco—. Cabrones flotan como madera en río. De nosotros mismos algunos perdieron cojones con reacción de franceses, que apresan a conde Guido. Hubo que escapar… Todo a la mierda.
Oscilaba entre la euforia triunfalista de los recuerdos y la pesadumbre furiosa de los fracasos. El poeta temió que estos últimos y el odio que pudiera sentir por él sellara sus labios por anticipado.
—¿Por qué os hicisteis beguinos? —preguntó Dante, procurando animar la conversación.
—En nuestra tierra beguinos y begardos, más que setas —respondió, y una sonrisa burlona afloró de nuevo en sus labios resecos—. Buen sitio para esconder y huir de persecución. Pero también ideas buenas, como «hermanos de Libre Espíritu» —añadió, recalcando esto último con la clara intención de escandalizar a un visitante tan informado como aquél—. Enseñan que todo hombre tiene libertad de moral sin fin, hacer lo que quiera, pues mundo es eterno y no existe pecado o redención. ¡A la mierda Iglesia, sacramentos, Escrituras Sagradas! Dios de todos y cada uno, sin estar en medio curas o monjas.
—Y acabasteis bajando a Italia —comentó Dante, que pretendía animarle a proseguir con su narración.
—Cruzamos Alpes, cuando podemos, con grupo de «flageladores». Buen espectáculo por pueblos, con cruces, gritos, espaldas en sangre. Y nadie se acerca. Debías de ver caras con miedo —dijo, disfrutando ostensiblemente con sus recuerdos—. Luego, acogidos por lombardos, todos de Hermandad Apostólica. También perseguidos, su jefe chamuscado atrás poco tiempo. Formamos con grupo de sucesor… Fray Dolcino de Novara.
E
l prisionero había demorado teatralmente este último nombre con un firme propósito. Sonrió, con malicioso placer, porque la palidez instantánea de su interlocutor denotaba que tal propósito alcanzaba su objetivo. Dante sintió un profundo escalofrío. Era miedo lo que atenazaba sus músculos. La luz de su tea reflejaba desagradables rasgos demoniacos en aquel hombre que le observaba con maldad desde detrás de las rejas, e inconscientemente dio un paso hacia atrás. Los murmullos y lamentos de aquellos desgraciados, hacinados en sus jaulas, le parecieron de repente en gruñidos maléficos. Aquél era un hombre peligroso, mucho más de lo sospechado. Sobre Dolcino y sus adeptos todo lo que se sabía hacía estremecer a cualquiera. Había sido falsamente calificado como fraile, pues, en verdad, nunca había formado parte de ninguna orden. Este hijo bastardo de un sacerdote de Novara estaba dotado de una inteligencia innata y notables dotes oratorias como para fascinar, sobre todo, a las gentes más sencillas. Lo suficiente para convertirse en el líder de la secta de los Hermanos Apóstoles cuando su fundador, Gerardo Segarelli, había sucumbido en la hoguera. Esa verborrea incendiaria le había servido para hacerse con el apoyo de unos miles de fanáticos seguidores. Entre ellos se encontraba Margherita, una dama bellísima y de noble familia que había dejado atrás Trento y todo lo que allí el futuro le prometía para acompañar al hereje hasta el momento mismo de su muerte.
En sus firmes propósitos de acabar con la jerarquía eclesiástica y retornar la Iglesia a sus orígenes de humildad y pobreza, Dolcino no dudaba en enfrentarse abiertamente a todos, por muy mendicantes, franciscanos o dominicos que fueran. Pero, además, el falso fraile era un auténtico revolucionario que predicaba la liberación humana de los poderes constituidos, así como la organización de una sociedad más igualitaria, basada en la comunión de bienes y la paridad de derechos entre hombres y mujeres. Planteamientos tan peligrosos que no podía sino ser derrotado y aniquilado por completo.
—Cuando reunimos con él era en Valsesia, y más de tres mil fieles, parecía haber buen fin. Hasta apoyos políticos que daban armas y víveres —continuó deleitándose el beguino—. Parecía hombre santo, es verdad, con apoyo de pueblo. Además, nadie en lo que haces entra. Nada es pecado, todos somos santos verdaderos y la corrupta Iglesia persigue, así que justo es que defendamos y la violencia. Nos convenció de un papa de verdad santo al llegar pronto y algo de cuatro eras, que última ya estaba aquí. Unos hasta dicen que ese papa es Dolcino. Yo no creo, no mucho —aclaró con una risotada grosera—, todo menos santo o papa, con la fulana esa, Margherita, sin separar nunca. Lo mejor, para esa nueva era hay que acabar con toda Iglesia, eliminar papas, curas, frailes…, y eso dedicamos.
Dolcino, como muchos franciscanos de la controvertida rama de los espirituales, había tomado para sí las tesis de Joaquín de Fiore, que Dante conocía bien. Pero Dolcino había pervertido y retorcido esas ideas hasta componer un cuerpo doctrinal favorable a sus intereses. En su esquema de cuatro edades, las dos primeras, pertenecientes al Antiguo Testamento y a la llegada de Cristo, ya se habían consumido. En la tercera, la Iglesia había aceptado adornarse con riquezas terrenales y caer en la absoluta corrupción. Su fin tenía que llegar por la actuación de los nuevos «apóstoles» y se hacía imprescindible exterminar de muerte cruel tanto al Papa como a clérigos, monjes, frailes, mendicantes o ermitaños. La cuarta y nueva era, caracterizada por la paz universal, recibiría a un pontífice verdaderamente santo, el papa angélico de que había hablado Joaquín de Fiore. Ese era un puesto al que no le hacía ascos el propio Dolcino. Entre tanto, a causa de la persecución de la falsa Iglesia, era necesario vivir en la clandestinidad y, en guerra abierta, dedicarse a consumar todos esos males.
—Cuando aprieta Inquisición —prosiguió hablando—, apóstoles buscamos el propio «monte Sion», que dice Dolcino, fuerte de esperanza, en montaña entre Novara y Vercelli. En la Pared Calva, sitio salvaje, con mucha vegetación y difícil llegar. Allí no sube nadie si no dejas. Fácil defensa con poca gente. Llegamos terminando verano. No pueden con nosotros, nos sentimos más fuertes. Resistimos ataques de perros mercenarios que manda cabrón de obispo Avogadro. Hacen buena cruzada para nosotros, sí… Pusieron asedio en espera de invierno. No pueden con armas, creen que pueden con frío o hambre. Bajamos al valle, entonces, cuando esquivamos y en saqueo de todo en el paso. Nos llevamos toda cosa para comer en las ciudades, y quien resiste, muere así, sin más —relató con un brillo nostálgico en las pupilas—. Más fuerte asedio luego, amenazas, castigos a los que ayudan, ya hace imposible salir de campamento. Un invierno terrible, más frío cada vez, no baja el frío. Hielan aguas de arroyos, vías a valle imposibles por nieve o hielo. Los débiles, enfermos y mueren. No queda nada de comer, ni carne de perro o caballo ni topos o animal cualquiera vivo en Pared Calva. Chupamos pieles y huesos para sustancia dentro, cavamos bajo nieve para ver raíces, hierbas, hojas, lo que haya… Acabamos de comer carne de muertos —añadió con sonrisa diabólica.
—Pero cuando Dolcino ordenó levantar ese campamento no hubo supervivientes entre quienes le siguieron… —puntualizó Dante.
—No todos seguimos a suicidio final, en viaje de loco con montañas enormes heladas —contestó el beguino, anclado en su sonrisa desdeñosa—. Dolcino perdía apoyo y suerte. Nosotros seguimos objetivos, no ser mártires de una persona. Aunque sea papa santo… —completó con escepticismo divertido.
—¿No partisteis entonces con él? —inquirió Dante con extrañeza.
—Partimos, pero no para llegar con él —respondió, con cierto aire de satisfacción—. Quedar en tumba de Pared Calva también es suicidio. Sólo quedan moribundos, los demás salimos en silencio, en noche de primavera. Dolcino dice ir a Vercelli o Biella, aun con recorrido de imposibles caminos. Con ayudas de pastores que conocen maldito terreno, esquivamos cerco, entre montañas duras como hielo. En Flandes no hay putas montañas así —puntualizó con cierta añoranza, para volver a endurecer inmediatamente el semblante—. Las gentes en el paso, ¡maldicen en nuestras espaldas! Hace poco admiran de nuestro valor y besan el culo a Dolcino. La caridad hecha odio —comentó con asco—. Pasamos por pueblos muy pobres, Dolcino sabe imposible vivir en ésos. El obispo también, y como busca Dolcino, no vigila ni nada. Así escapamos nosotros —concluyó el beguino, sonriendo con evidente autocomplacencia.
Por eso a Dolcino sólo le habían quedado unos cientos de fieles cuando decidió dar por concluida su huida. Cuando partió de su refugio de la Pared Calva, en marzo de 1306, las opciones de fuga eran tan limitadas que se embarcó en una épica travesía, a través de montañas cuajadas de hielo y nieve. Las esperanzas del hereje se habían depositado en Vercelli, donde había una importante tradición cátara, pero las cosas allí habían cambiado; había una nueva política como consecuencia del cambio de obispo. A pesar de todo, los últimos adeptos de la secta lucharon con todo su esfuerzo contra una naturaleza tan hostil para compartir el triste final que esperaba a su líder. Después de enfilar los montes al norte de Trivero pudieron alcanzar los montes Tirio, Civetta y Zebello, rebautizado desde entonces como Rubello. Aquí es donde los dolcinianos fortificaron su última resistencia, golpeando la región con saqueos y devastaciones, delitos de todo género, como hombres desesperados, carentes de futuro. Hasta que un nuevo invierno, aún más duro que el anterior, construyó el escenario de la derrota definitiva.
—Sus ideas ya no os parecían tan atinadas como para acabar en la hoguera como él… —repuso Dante con un desprecio sarcástico.
—En hoguera todos acabamos. Es precio de desafío al poder —replicó el francés con cinismo—. Pero no hay prisa…