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Authors: Javier Arribas

Tags: #Intriga, #Histórico

Los círculos de Dante (18 page)

—En las calles de los tintoreros, junto al Arno…, más allá de la puerta de Rubaconte —contestó nervioso—. Antes se llamaba puerta de los Bueyes porque por allí entraban las reses que desembarcaban del río.

Sin más demora, se escabulló entre las sombras con todas las energías que escatimaba para sus labores de servicio.

—Veo que ya habéis hecho amigos en vuestro retorno a Florencia, poeta —ironizó Francesco.

Volvió su mirada hacia aquel hombre, que, a su vez, le observaba con un gesto burlón que no llegaba a ser sonrisa. Le chocó oír su voz directamente dirigida a su persona. Era la primera ocasión en que parecía posible entablar una auténtica conversación, aunque albergaba serias dudas sobre que ésta pudiera ser muy cordial.

—Sólo trato de ser cortés con mis anfitriones —replicó Dante, molesto con la hostilidad del joven y dispuesto también él a refugiarse tras un escudo de sarcasmo—, ya que algunos de ellos no parecen dispuestos a serlo conmigo.

Francesco no se quiso dar por aludido con ese comentario. Señaló con un gesto de la cabeza las bandejas repletas de alimentos que reposaban sobre la mesa.

—Quizá deberíais comer algo —dijo con actitud misteriosa—. Tenemos que salir apresuradamente.

Dante le interrogó con la mirada, pero no quiso darle la satisfacción de preguntarle directamente qué estaba sucediendo.

—Tenéis la oportunidad de conocer de primera mano uno de esos «crímenes dantescos» —sentenció Francesco, brusco e inmisericorde, congelando con aquellas palabras el alma de Dante.

Capítulo 29

D
esde su retorno secreto a Florencia, era la segunda vez que Dante Alighieri salía del palacio del Podestà. Si anteriormente lo había hecho solo y con la emoción contenida del reencuentro, en esta ocasión lo hacía con el ánimo encogido y en compañía de Francesco de Cafferelli. Lo que parecía destinado a contemplar en esta segunda visita le generaba más desasosiego que expectación. Francesco había mantenido un malicioso hermetismo sobre los detalles del nuevo suceso. Dante, armándose de valor y más vencido por la angustia que por una verdadera curiosidad, le había interrogado al respecto, pero él se había limitado a contestar con un seco «ya lo veréis» que zanjaba cualquier amago de conversación y conservaba intacta para la desagradable sorpresa todos los detalles más macabros.

Encontraron dos caballos preparados a pie de palacio y sobre ellos comenzaron un peculiar paseo en el que Dante se limitaba a seguir a un acompañante silencioso que le hacía de guía un par de pasos por delante. Atravesaron las calles del centro en dirección sur, hacia el Arno. Miró al cielo y le sorprendió: azul y despejado, como si las nubes que habían formado parte habitual del paisaje se hubieran cansado de existir. Un patético contraste con su oscuro ánimo. Francesco le siguió guiando sin decir palabra. Al llegar a la orilla del río, enfilaron hacia la izquierda, donde destacaba la figura del puente Rubaconte. Este recorrido sin saber adónde ni para qué no cesaba de mortificar al poeta. Se preguntaba, desasosegado, qué parte de su obra habría sido mancillada. Recorría mentalmente sus círculos de angustia y dolor imaginando en qué punto concreto se habrían querido detener sus imitadores, con qué burla diabólica habrían manchado su fama y su prestigio. En un par de ocasiones, estuvo a punto de detenerse, al borde de plantarse y enviar a aquel joven soberbio y agresivo al mismísimo Infierno; se sintió tentado de abandonar todo y dejarse vencer, harto ya de tantas luchas estúpidas en las que no conocía más que el amargo sabor de la derrota. No obstante, siguió por inercia, por orgullo o por la simple convicción de que tenía un único bien que le sostenía y del que nada ni nadie podrían nunca hacerle renegar: ser el que era, Dante Alighieri, con todo lo que siempre había defendido a lo largo de su vida. Apuntalado en esa mezcla de rabia y dolor, desesperanza y orgullo, que había conservado sus fuerzas en los últimos tiempos, se mantuvo firme y erguido.

Atravesaron el puente Rubaconte y entraron en Oltrarno. Cuando al fin se vieron al margen de las vías más transitadas, Francesco inició con su montura un medio galope al que Dante respondió de igual forma. El poeta vio frente a él, en la cima del monte de las Cruces, la venerable figura blanca y verde de la iglesia de San Miniato y supuso que hacia allí se dirigían. No tardaron en llegar a las faldas del monte, donde ya se divisaba cierta aglomeración de personas. Según se aproximaban, Dante comprobó cómo aquella multitud se agrupaba en una especie de semicírculo alrededor de dos o tres árboles grandes y frondosos. Entre la muchedumbre y dichos árboles había un espacio vacío vigilado por varios hombres armados con ballestas. Poco antes de llegar, Francesco aminoró la marcha y, por primera vez, se puso a la altura de Dante requiriéndole que cabalgara despacio.

Al aproximarse, Dante distinguió con claridad a dos grupos diferentes de soldados. Se miraban entre sí con no menos precaución y aire amenazador que lo hacían con el grupo cada vez mayor de curiosos que observaban la escena. Supuso que unos eran hombres del
bargello
, aquellos que se distinguían por su aire chulesco y feroz y portaban amenazantes hachas. Los otros, que no querían quedarles a la zaga en cuanto a poses desafiantes, debían de ser los efectivos del vicario Guido de Battifolle, sus propios mesnaderos y algunos mercenarios cedidos por el rey Roberto. Se aproximaron a este último grupo procurando no hacer demasiado alarde de su presencia entre los transeúntes que se iban arremolinando y hacían crecer la marea de voces en un batir de múltiples gritos y comentarios. En el momento de ir a descabalgar, dispuestos a atar sus monturas en unos postes, la sangre se heló en las venas de Dante. Estuvo a punto de caer de su caballo, resbalando del estribo, cuando alcanzó a distinguir entre las ramas de uno de los árboles unos despojos sanguinolentos que debían de haber pertenecido a alguno de los miembros de la comunidad. Pie a tierra, Dante tuvo que contener una nueva náusea al asimilar la escena que se desarrollaba ante sus ojos. Oía voces a su alrededor, pero ni siquiera era capaz de distinguir entre los comentarios de horror e indignación que los testigos dejaban escapar por doquier.

Alguien había fijado una escala en aquel árbol, que tenía una altura de cerca de veinte brazas. Por ella se desplazaba un empleado del Comune, con el rostro encogido de asco y horror. Otro empleado, no menos afectado en su expresión, sujetaba la escala desde el suelo y miraba con espanto el montón sanguinolento que se acumulaba a sus pies. Un hombre trepaba y recogía alguno de esos restos, que dejaba caer de inmediato en la pila de despojos. En aquel charco de sangre y carne, Dante creyó distinguir una mano, tal vez un pie. Era una demencial carnicería que le hizo adentrarse en su memoria en busca de una escena de su «Infierno» a la que equiparar aquella tragedia. Tan atónito estaba que Francesco tuvo que asirle disimuladamente de sus ropas para tirar de él con el objetivo de acercarse al lugar donde se habían establecido sus tropas aliadas. Pasaron con cierta dificultad entre los curiosos sin que Dante perdiera de vista las operaciones de rescate y sin que su pensamiento diera vueltas a otra cosa que no fuera a ubicar la escena. Oyó la voz de su acompañante, un susurro cercano que le sacó a medias de su ensimismamiento.

—Cuando atravesemos toda esta masa, quedaos en primera fila. Procuraré estar cerca para que oigáis cuanto me dicen, pero no se os ocurra decir nada ni llamar en modo alguno la atención.

Dante murmuró una expresión de conformidad, con los ojos siempre fijos en el árbol maldito. Poco antes de llegar a la primera fila, Francesco volvió a dirigirse a Dante que, paulatinamente, parecía salir de su letargo.

—¿Queréis que pregunte algo en especial?

—No sé… —titubeó Dante—. Quizá si se conoce la identidad de… —dijo, sin decidirse a escoger ningún calificativo—. O si existe alguna nota escrita —añadió como si la idea le hubiera venido a la cabeza repentinamente, aunque estaba seguro de que existía.

Dante consiguió situarse en la primera fila de aquella muchedumbre indignada de curiosos que aumentaba progresivamente el tono de sus protestas. Desde allí pudo observar la presencia de otras figuras que miraban desde cerca los escabrosos trabajos de recogida de despojos. Una de esas personas, un notario de servicio, a juzgar por su apariencia, con la toga roja, hacía continuas anotaciones con su pluma sobre un tablero que, a modo de improvisado escritorio, sostenían dos sirvientes a ambos lados. Dante supuso que aquél debía de ser el tal ser Girolamo Bencivenni, cuyas actas le habían puesto al corriente y, al mismo tiempo, le habían intrigado. De buena gana se adelantaría a entablar una charla con él, aunque la situación y la prudencia lo desaconsejaran por completo. Francesco dio un par de pasos al frente y se internó en aquella tierra de nadie que custodiaban los guardianes. Dos de ellos también dieron un paso en su dirección, con gesto áspero y alzando sus amenazadoras ballestas; sin embargo, al momento lo reconocieron y volvieron a adoptar su posición de vigilancia. Francesco hizo un gesto a uno de los soldados para que se aproximara. Era un hombre recio y maduro de barba poblada en un rostro atravesado de parte a parte por una profunda cicatriz. El soldado, sin duda un sargento al mando de aquella patrulla, llegó hasta su altura e hizo un breve y desganado saludo militar. Tal y como Francesco le había asegurado, a poco que se abstrajera de las voces de sus vecinos y pusiera en ello su atención, Dante era capaz, desde su posición, de escuchar lo que ambos pudieran hablar.

—¿Cuánto tiempo lleva ahí? —preguntó Francesco sin más preámbulos, señalando hacia el árbol con un sencillo movimiento de la cabeza.

—¿Quién sabe? —respondió el soldado, que acompañó su voz ronca con un encogimiento de hombros—. Desde esta misma mañana…, desde ayer… No se puede decir hasta que no se sepa si alguien lo ha echado de menos antes. Porque por aquí no parece que venga mucha gente. De vez en cuando alguna doncellita que se pierde camino del pozo para venir a fornicar con algún paje —explicó guiñando un ojo—. Y si alguien lo ha visto antes, pudo pensar que eran los restos de algún animal atacado por un halcón, o de un gato descuartizado por los zagales.

—¿Quién lo ha descubierto? —dijo Francesco.

—Unos muchachos que correteaban por ahí dando patadas a un pelota de trapo. Uno de ellos se confundió y le dio una patada a eso —dijo, terminando la frase en una carcajada desagradable, mientras señalaba con el dedo un bulto situado junto al tronco del árbol.

Dante, tratando de no perder detalle de la conversación, siguió con la vista la estela que marcaba el dedo del soldado y se dio cuenta, con un respingo de repugnancia, de que aquello que señalaba era una cabeza.

—¡Se cagó encima! —continuó diciendo, risueño—. Seguro que se le han quitado las ganas de volver a jugar al aire libre.

—¿Lo ha reconocido alguien? —interrogó Francesco, serio y con brusquedad, dando a entender a las claras que no participaba de las bromas de su interlocutor.

—¡Ja! —respondió sin abandonar su tono burlón—. Como para reconocer eso… He visto cerdos en las matanzas de mi pueblo con mucho mejor aspecto.

—¿Ni por la ropa?

—Nada, no hay ropa —contestó el soldado—. Tan desnudo como Dios nos pone en el mundo.

Francesco miró de reojo, brevemente, hacia la posición que ocupaba Dante. Una vez que se hubo asegurado de que éste estaba en buena disposición de escuchar todo lo que se hablaba, continuó su conversación con aquel hombre.

—¿Ha aparecido algo extraño junto con el cadáver?

—No que yo sepa —replicó el sargento.

—¿No había ninguna nota escrita? —insistió Francesco.

—Pues, de momento no me…

En ese preciso instante, la atención de todos los presentes se dirigió bruscamente al empleado que trabajaba en lo alto de la escala, que comunicaba a gritos un nuevo hallazgo. La poca discreción en su labor y su actitud escandalosa mostraban su intención de que todos los espectadores se enteraran bien de lo que había encontrado. Y dejaba claro que el hallazgo respondía a una expectación generalizada. Desenganchó de un tirón este trofeo de una de las ramas. Era un trozo de pergamino cuya visión generó un escalofrío en la espalda de Dante. Comenzó el descenso, desdoblando por el camino la nota recién encontrada. Antes de llegar al suelo, la mostró en alto a la concurrencia. Desde su primera fila, Dante volvió a oír la voz áspera del sargento.

—Ahí tenéis vuestra nota.

Y antes de que se retirara a su puesto, Francesco, señalando discretamente en dirección al notario, le dio una orden clara y tajante:

—Consigue esas actas para el conde. ¿Has entendido? Me da igual cómo lo hagas, pero lleva esas actas a palacio.

Apenas hubo tocado el suelo el indiscreto empleado del Comune, otra persona corrió en su dirección. Literalmente, le arrebató la nota, y se la llevó de inmediato al notario. Mientras tanto, en el gentío arreciaron las protestas, los improperios, imprecaciones, ruegos, maldiciones… Aquello bullía como una caldera a punto de estallar y Dante temió de veras que se produjera allí mismo un motín. Con la misma sospecha, los soldados tomaron posiciones: en esto coincidieron los dos bandos. Mostraban su neta disposición a emplearse con toda contundencia. Francesco se reintegró a la masa y volvió a tirar de Dante para salir de aquel maremágnum de desesperación e ira a flor de piel.

Mientras lo atravesaba, con tristeza y miedo, algunas frases sueltas se le clavaron en la conciencia.

—¡Otro crimen de ese maldito Dante! ¡Santa María, Madre de Dios! ¿Cuándo cesará este castigo? ¡Nos dejarán morir a todos como ratas! ¡Satanás se ha apoderado de Florencia!

El autor de aquellos gritos llamó sobremanera la atención de Dante. Se trataba de un individuo extrañamente apasionado que clamaba a las multitudes como si esperara de ellas algo más que un apoyo implícito. Era un hombre grande y desaliñado, de gesto torvo y rostro de truhán violento y sin escrúpulos. Tocado con un bonete verde y mugriento de apariencia añeja, apenas ocultaba la falta de ambas orejas. Iba descalzo, portaba los restos de unas calzas sucias y roídas, y vestía su cuerpo con una casaca basta de color indefinido, agujereada y con las mangas arrancadas. El poeta observó que también le faltaba una mano, que le había sido seccionada limpiamente a la altura de la muñeca. Era un ladrón, carne de cepo y tajo, castigado y reticente. Su presencia y sus palabras, sus reivindicaciones y enardecidas quejas eran mucho más que sorprendentes. En aquel ambiente de tensión, algunos grupos se enfrentaban con gran violencia verbal. Se mostraban casi a punto de llegar a las manos, se recriminaban entre sí, defendían la opción política propia y escupían su odio hacia la de los adversarios.

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