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Authors: Javier Arribas

Tags: #Intriga, #Histórico

Los círculos de Dante (19 page)

BOOK: Los círculos de Dante
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—¿Qué hacen el Rey y sus lacayos para protegernos? —decían unos.

—¿A qué dedican nuestros impuestos el Comune y los corruptos que lo sustentan? —replicaban los otros.

—¿Encerrado en su lujoso palacio pretende proteger a los florentinos el vicario de Roberto? —vociferaban los contrarios.

—El
bargello
, ¿sólo sabe cortar cabezas de inocentes? —respondían con rabia los aludidos.

Recogieron los caballos y se fueron a galope sin esperar al desenlace. Y Dante no tuvo más remedio que reconocer, íntimamente, lo acertado de las predicciones del conde de Battifolle.

Florencia y todos sus ciudadanos se encontraban al borde de un cruento enfrentamiento. El camino de retorno fue aún más silencioso y sombrío que la ida, porque el mismo Dante, encerrado en su pesadumbre, tenía pocas ganas de hablar. Ni siquiera le quedaron ganas de protestar por el evidente retorno al palacio al que le dirigía Francesco, porque, en ese momento, dudaba de contar con fuerzas suficientes para seguir moviéndose por su ciudad.

Capítulo 30

Y
a en palacio, Dante no pudo hablar con el conde de Battifolle, aparentemente ocupado en otro tipo de obligaciones. Aprovechó para comer algo y tratar de descansar. Fue un desesperado intento de arrinconar los aspectos más horribles, aquellos que enturbiaban como la paja en el grano e impedían razonar convenientemente sobre los hechos. No volvió a ver a Chiaccherino y sintió cierta nostalgia de su locuacidad desmedida. Agradeció que Francesco tampoco volviera a aparecer por allí con su inagotable disposición a mortificarle. Sí que pidió, sin muchas esperanzas, hablar con
ser
Girolamo Bencivenni, a quien habían encomendado la desagradable misión de levantar acta de tales acontecimientos. Dormitó en su estancia hasta bien entrada la tarde y después recibió en sus propios aposentos las actas referentes a los espantosos sucesos cuyas consecuencias sus propios ojos habían visto aquella misma mañana. No le extrañó la noticia de que su autor,
ser
Girolamo Bencivenni, había partido aquella misma jornada en misión oficial al Mugello, con lo que le sería imposible entrevistarse con él. Algo en su interior le había prevenido de que su intento iba a ser infructuoso. Le desesperaba intuir que existía poco interés en aclarar las cosas cuando se intentaba profundizar un poco.

Pudo saber que, finalmente, bajo aquellos árboles del monte de las Cruces no había sucedido nada de importancia. Las protestas no habían pasado de ahí: un mero aullar a la luna que mantenía intactos la impotencia y el pánico entre los florentinos. Observó aquellos legajos con algo de inquietud. De lo que había visto ya se había formado su propia opinión. De lo que iba a leer esperaba una aparente aclaración que tal vez no serviría más que para ampliar su perplejidad. Con un suspiro, tomó aquellos folios toscamente encuadernados y los ojeó con rapidez. Buscó directamente aquello que había estado esperando conocer con mayor intriga. La inevitable nota escrita, cuyo contenido, entre lo esperado y lo incomprensible, aún le produjo mayor inquietud. Desde el momento en que tuvo la primera visión del horrible suceso había estado casi seguro de dónde encajar los hechos en su obra, a pesar de ciertos elementos contradictorios. La transcripción de la nota le confirmaba esa primera impresión. Pero ahondaba aún más en las contradicciones, porque se rompía de manera insospechada la minuciosidad con que los asesinos se habían empleado hasta ese momento. La aparición de un cuerpo entre las ramas de un árbol evocaba con claridad el canto XIII, que narra las desventuras del segundo recinto del séptimo círculo. Allí las almas condenadas germinan espontáneamente generando un árbol entre cuyo follaje están destinados a permanecer eternamente sus cuerpos terrenales desde el día mismo en que hayan tronado las trompetas del Juicio Final. Pero el hecho de que el cadáver hubiera quedado hecho pedazos desorientaba notablemente a Dante. Aquello se apartaba de manera impensada de la redacción de su obra. Ahora, la nota escrita, que releía una y otra vez con perplejidad, corroboraba aquel error, aquella curiosa desviación de sus palabras: «Como todos, vendremos por nuestros despojos, / pero no para que alguno los vista de nuevo, / no es justo que el hombre posea lo que se quitó. / Aquí los acarrearemos y en esta triste / selva quedarán desmembrados y deshechos, suspendidos / cada uno del endrino a cuya sombra se atormenta».
[19]

«Desmembrados y deshechos…» Así es como habían quedado aquellos restos. Pero eso no pertenecía a la intención ni a la redacción de su obra. Dante era consciente de la amplia difusión que su obra había alcanzado y lo que ello necesariamente suponía. El proceso de reproducción de copias, a mano, conllevaba inevitables riesgos en cuanto a la fidelidad a los contenidos originales. Un amanuense podía confundir una palabra, una frase, y perpetuar su error en las sucesivas copias que se hicieran tomando su trabajo como original. Cualquier autor era consciente de que era casi imposible que sus palabras, desde que brotaban de su pluma hasta su reflejo en una copia reciente, se mantuvieran intactas. Dante tampoco podía mantener en su memoria la literalidad de todas sus frases. Ni lo había intentado con el texto de las otras notas que, sin problemas, había aceptado como propio ni lo hubiera hecho con ésta si simplemente se tratara de una cuestión de transcripción. Porque implicaba algo más, un matiz completamente ajeno a su intención; no obstante, lo más sorprendente y que no dejaba de asustar al poeta era que esa variación no resultaba en absoluto fortuita. Aunque fuera absurdo, parecía que los asesinos habían introducido esos cambios recurriendo a imágenes que el propio Dante había barajado como hipótesis en sus borradores. En ese bosque sombrío al que se hacía referencia se castigaba a aquellos que habían atentado contra su propia existencia, que habían despreciado el máximo don concedido por el Creador. Dante había imaginado, para su actitud culpable, que el día glorioso de la Resurrección, cuando todas las almas acudieran a vestirse con sus envolturas terrenales, ellos quedarían al margen de volver a disponer de algo que tan descuidadamente habían rehusado. Ese cuerpo vacío quedaría desmadejado e inútil, sin conexión con sus almas, suspendido en las ramas de su árbol, sometido eternamente a los bamboleos sin sentido propios del ahorcado. Y Dante recordaba que, alguna vez, en un bosquejo, borrador o proyecto —de eso no podía estar seguro— había decidido, para acentuar el efecto, que esos cuerpos, desaprovechados e inservibles, permanecerían deshechos para impedir cualquier uso. Luego, había rechazado tal posibilidad por superflua, conquistado por la nueva idea de que un cuerpo intacto y completo resaltaba aún más la gran desolación del alma, impotente para utilizarlo de nuevo a causa de un acto tan cobarde como el suicidio.

Respecto al resto de los datos que se aportaran, bien poco importaban ya en realidad. Nada aclaraba la identidad de la víctima y nada se le podía achacar para recibir tal castigo, porque, evidentemente, no era un suicida. Este crimen eliminaba, en la práctica, la viabilidad de buscar vínculos entre el
modus operandi
y las características personales de la víctima. Estaba firmemente convencido, además, de que tampoco el orden marcaba líneas maestras que seguir por los criminales. Y ahora ni siquiera respetaban la literalidad de sus palabras. Pocas certezas para conducirle a una única evidencia: los asesinos no contaban con su obra como una guía con la que cometer sus delitos, sino que más bien planificaban sus desmanes para que éstos se adaptaran al «Infierno». Una conclusión que, en verdad, servía de bien poco en ese momento.

Capítulo 31

E
stáis seguro? —preguntó el conde de Battifolle con cierta perplejidad en su rostro.

Dante había insistido hasta conseguir ser recibido por el vicario de Roberto aquella misma noche. Le había expresado sus dudas y certezas y con ello lo poco que hasta el momento había sacado en claro.

—¿Cómo no iba a estarlo? —replicó—. Además, vos mismo podéis comprobarlo, ya que conocéis mi obra. Aunque —completó—, parecéis defraudado por ello.

—No se trata de eso, por supuesto —respondió el conde con presteza—. Sólo que reconoceréis que, dados los antecedentes, resulta bastante extraño que los autores de esta barbarie cometan tales errores.

El conde de Battifolle permanecía sentado ante su escritorio. Francesco también estaba presente. El vicario real parecía cansado. A veces apoyaba la cabeza sobre sus manos, con los brazos acodados sobre la mesa. Su rostro era serio y Dante supuso que estaba preocupado, tal vez afectado por el conato de algarada popular que había provocado el último crimen.

—Quizá no se equivocaron —reflexionó Dante—. Quizá simplemente les venía bien transformar unas palabras para adaptarlas a su crimen.

—¿Qué queréis decir? —preguntó Battifolle con gesto confuso.

—Que estoy convencido de que mi obra no es la inspiradora de sus crímenes —contestó Dante con cierta pasión—. Son ellos los que actúan buscando premeditadamente que se puedan identificar. Creo que, incluso, ni siquiera escogen a la víctima, sino que ajustan la escena a las circunstancias que más les convengan —añadió con convicción.

—Pero ¿con qué fin? —dijo Battifolle.

—No lo sé —replicó Dante—. Quizá para sembrar el pánico. Ya sabéis lo que ha ocurrido esta mañana… o lo que ha estado a punto de ocurrir. Pero no comprendo por qué eligen mi trabajo para sus despreciables fines.

—Tal vez sea por motivos estéticos —apuntilló Francesco con hiriente mordacidad—. Quién sabe si no tendrá éxito eso de «dantesco» para referirse a escenas semejantes en el futuro.

Dante miró a Francesco tratando de aparentar indiferencia.

—Cesco… —terció el conde para moderar a su pupilo. Lo hizo sin abandonar su seriedad, dejando bien a las claras sus pocas ganas de bromear. Después, se dirigió de nuevo a Dante—. ¿Estáis hablando de una conspiración?

—Tal vez, no sé… —dudó Dante, sin querer comprometerse en una cuestión tan delicada—. Aún no podría asegurarlo. Necesitaría más tiempo.

El conde movió su pesado cuerpo hacia atrás, dejó escapar un suspiro y luego miró fijamente a su interlocutor.

—Tiempo… ¿Sabéis por qué no os he podido atender antes? —dijo—. He recibido a una delegación secreta de notables ciudadanos muy indignados, pero, sobre todo, muy asustados —matizó con énfasis—. ¡Me piden que acabe con esta crueldad! Recelan de la diligencia de sus gobernantes y solicitan ayuda de su protector, el rey Roberto. Pero pasan por alto que su protector tiene las manos atadas, precisamente por esos gobernantes y la deslealtad hacia su señor. Los mismos que están dispuestos a revocar su señoría a dos años del plazo acordado —recordó el conde con vehemencia—. No es tiempo lo que nos sobra, Dante… Los idus de octubre están cercanos. Si en esa renovación de priores no hay un nuevo equilibrio, si aguantan y se refuerzan en el poder los mismos que hoy lo acaparan, entonces no habrá nada que hacer por nuestra parte. Y no dudéis de que Roberto abandonará Florencia a su suerte.

Dante escuchó mudo, incapaz de protestar ni decir palabra. Ni siquiera cuando la siguientes frases del vicario le sonaron imperativas y le dieron la impresión de que su misión había pasado en poco tiempo del grado de favor al de obligación.

—Seguid investigando mañana, pero recordad que el tiempo no juega en absoluto a nuestro favor —afirmó con voz firme, para concluir con una despedida que zanjaba la charla—: Podéis retiraros.

Capítulo 32

A
l día siguiente, Francesco se presentó temprano dispuesto a ser la sombra de Dante en sus movimientos por la ciudad. Se pusieron en marcha de inmediato. A decir verdad, Dante no llevaba una idea muy clara de por dónde comenzar a investigar. Pensó que quizá pudiera observar algo fuera de lo común en aquellos secaderos junto al Arno a los que tan misteriosamente había aludido el predicador demente. Convenció, con no poco trabajo, a su joven escolta de las ventajas de ir a pie, de eludir al menos una importante cuota de la atención que pudiera suscitar su presencia a caballo. El tiempo, que volvía a ser lluvioso a intervalos y algo fresco, les permitió cubrirse con unos sencillos y discretos capotes que disimulaban aún más sus figuras. Lo que no consiguió fue que prescindiera de sus armas. Ocultas bajo la capa podían salvar los recelos de aquellos con los que pudieran conversar. Francesco no estaba dispuesto, de ningún modo, a permanecer indefenso, con las manos desnudas, en una ciudad que se había vuelto tan peligrosa como aquélla. Y Dante no insistió porque, quizás en el fondo y tras las experiencias vividas, comprendía que tenía razón. Partieron cuando las calles aún no daban muestras de bullicio, cuando parecía impensable que en poco tiempo todo aquello pudiera estar atestado.

Florencia se mantenía a flote a costa de sus propias ambigüedades. Mientras estaba apenas animada por unos pocos transeúntes parecía una ciudad azotada por una terrible maldición que vaciaba sus calles, pero cuando los florentinos abandonaban sus casas y se hacinaban en plazas y caminos, transmitía la impresión de que no había nada en el mundo que pudiera trastornar el modo de vida de aquellas gentes laboriosas. Quizás era la forma que tenían de demostrarse unos a otros su fuerza, el temple con el que habían contribuido a que su patria sobreviviera a todos los desastres.

Francesco caminaba serio y callado. Miraba con frecuencia hacia ambos lados con desconfianza, visiblemente incómodo lejos de su montura. Para Dante, esa situación suponía un evidente acercamiento hacia aquel hombre que, descabalgado, parecía haber descendido del Olimpo de los seres soberbios hasta la cruel arena donde se agitan los mortales con sus zozobras y temores. Quizá por eso, y también porque consideraba absurdo caminar toda la jornada con alguien sin cruzar palabra, se decidió a iniciar una conversación.

—Francesco, creo que casi te doblo en edad. ¿No te importará, pues, que te tutee? —preguntó con suavidad.

—Podéis hacer lo que deseéis, poeta —le respondió con indiferencia, sin volverse y sin dejar de caminar.

—Poeta… —repitió Dante con una leve sonrisa—. Es curioso…, lo soy, sin duda; sin embargo, parece que utilizaras esa palabra como un insulto.

Francesco se limitó a observarle de reojo mientras proseguía su camino. Al llegar a la plaza de Santa Croce, Dante no pudo reprimir una mirada en derredor, como si esperara encontrar de nuevo a aquel predicador enloquecido. Era algo así como aferrarse a la esperanza de un mal sueño; pero no lo vio. Había algo en el barrio de Santa Croce que transpiraba religiosidad, no siempre ortodoxa. Era más bien una espiritualidad mística y ambigua que hacía flotar cierta sombra de sospecha continua sobre los diversos penitentes y beatos que allí se cobijaban. Pero, además, Santa Croce supuraba también pobreza, una miseria forzada y sublevadora en la que los franciscanos habían querido integrar su ideal de pobreza voluntaria desde la influencia que irradiaba su convento. La realidad mostraba que era difícil compaginar los pensamientos y experiencias vitales del pobre involuntario con los de aquel que ama la pobreza por un ideal religioso.

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