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Authors: María de la Pau Janer

Las mujeres que hay en mí (25 page)

A la vez, le corroía la mala conciencia. ¿Hasta qué punto era Elisa el obstáculo entre ellos? Estaba seguro de que si hubiese venido antes, cuando esta historia no existía, el recibimiento habría sido otro. Habría reconocido a su compañero, al amigo del alma. Fue él —se repetía en un intento de cambiar de actitud— el hombre que lo acogió en tierra extraña, quien le descubrió mundos que no había imaginado. Conocerlo fue una suerte en su vida, siempre lo había dicho. Volverlo a encontrar debía de ser, a la fuerza, un don de los dioses. Al verlo en la entrada, se mezclaron sentimientos contrapuestos. Sintió la ternura de volverlo a ver, como si recuperase un fragmento de su propia existencia. Percibía una mano amable en el corazón y en la frente. Lo miraba y se sentía tentado de abrazarlo de verdad, de corresponder a su gentileza. Habría querido que su mente le permitiera volver atrás, hasta cuando lo que sentía hacia aquel hombre era profundo, verdadero. También experimentó un rechazo instintivo. Era complicado de explicar y tenía que esforzarse para que Miguel, que tenía la mirada de los sabios, no adivinara lo que sucedía. Habría deseado poder hacer que desapareciese. Así de sencillo. ¿Cómo podía darle a entender que, en aquel momento de su vida, era un estorbo? No habría querido herirlo por nada del mundo, pero era así. Tenía la sensación de que su tiempo era para Elisa. Dormía con el pensamiento puesto en ella, se despertaba y su rostro ocupaba todo el espacio. Su amigo pertenecía a un momento diferente, a unas circunstancias distintas. Lo había conocido cuando él era otro hombre. Valoraba su afecto. Se sabía afortunado porque era el depositario de una amistad generosa, pero renegaba de la circunstancia que había hecho que tuviera lugar este nuevo encuentro.

Miguel movía las manos al hablar. Desde el primer momento reconoció aquellos gestos que explicaban tantas cosas como los ojos o los labios. Se adecuaban a las palabras, mientras marcaban su ritmo. Era una cadencia mesurada, que demostraba que nunca perdía el control de lo que decía. Recordaba que, a su lado, había aprendido la fuerza de la contención, la importancia de moderar los impulsos. No se trataba de un hombre rígido, sino muy sensible. Pero había entendido que hay que controlar la expresión de los sentimientos, para que no se derramen y se pierdan en la arena como las olas del mar. Dosificaba sus manifestaciones, convencido de que ello las hacía más valiosas. Ésta era la causa. En aquel momento, la vida de Ramón era un torrente. No conocía los límites de los gestos ni de las palabras. La actitud del otro le incomodaba.

Se abrazaron en la puerta. El uno, cálido; el otro, tenso. Las tensiones se pueden acumular sin que seamos capaces de evitarlo. Había tantas pequeñas tensiones en el ánimo de Ramón que él mismo tenía dificultades para identificarlas. Era la incredulidad de ver a un amigo a quien no esperaba volver a encontrar; la crispación de no saber estar a la altura de las circunstancias; el nerviosismo de darse cuenta de que estaba dividido entre el blanco y el negro, que habría querido, a la vez, abrazarlo y echarlo. Tenía la inquietud de desear hablarle de Elisa y, por otra parte, no quererlo porque no encontraba las palabras. Se acumulaban el desánimo y la sorpresa, el desconcierto y la satisfacción. Miguel llegaba con la piel ennegrecida por los vientos lejanos. Tenía aquellas manos que continuaban subrayando las palabras, que las llenaban de fuerza. Dibujaba signos en el aire, cuando le contaba que había realizado un largo camino. Ramón pensó que la vida los había alejado. El otro seguía siendo un gran viajero; él vivía en un jardín. Llevaba tiempo habitando el cuerpo de una mujer. Renegaba de las rutas amplias del sol, porque sólo existía el sol de los ojos de Elisa.

Colocó sus cuatro pertenencias en la habitación del fondo del pasillo, donde había una cama de madera, una mesa baja con una silla de cuerda trenzada. Poca cosa más. Cogió con una sonrisa de gratitud las mantas que Ramón le daba y él mismo se preparó un lecho donde poder descansar, cuando llegara la noche. Actuaba con desenvoltura, como si ocupar un lugar en aquella casa fuese un hecho natural. Quizá lo era, aunque Ramón no estuviera de acuerdo. Miguel se movía en los límites que habían establecido en el pasado, sin cuestionarlos. En su refugio de la India, había compartido su espacio con el amigo. Había habido un intercambio generoso de las pocas posesiones de las que disponían. Cuando no se tienen muchas propiedades, suele aumentar su valor subjetivo. Habían conocido a los que se abrazaban con furia a la cosas, porque eran la prueba de su paso por la tierra. Los objetos pueden adquirir la función de representarnos. Pueden convertirse en la prueba de que existimos. También habían dado con gente que sabía prescindir de ellos sin dificultad. Personas con una vida lo suficientemente llena para no tener que rellenarla de bultos. Hay existencias que transcurren despojadas de ornamentación, en una desnudez pura. Ellos eran así. Lo fueron durante los años de estancia en la India.

Algo había cambiado. Se trataba de un cambio casi imperceptible, que no resultaba sencillo de explicar. No sabían bien en qué consistía. No era una transformación en el grado de generosidad de cada uno. A pesar de la reticencia inicial, Ramón estaba dispuesto a ofrecerle el techo y las paredes a su amigo. No era tacaño con las cosas, sino con los sentimientos. Le costaba encontrar aquella confianza antigua que los había hecho sentir muy próximos. Habían nacido suspicacias que tenían el origen en un exceso de celos por parte de Ramón. Estaba celoso del tiempo que el otro había venido a ocupar en su vida. Lamentaba tener que dedicarle mucha atención, cuando su pensamiento volaba hacia lugares muy diferentes. Se esforzaba en disimularlo, pero no se salía del todo con la suya. Saltaban chispas por la inquietud que lo acompañaba desde que recibió la carta. Miguel era receptivo. Se daba cuenta de que alguna pieza no llegaba a encajar, pero no quería hablar de ello. Esperaba que los días pusieran las cosas en su sitio. Tras el encuentro inicial, tenían que recuperar espacios en blanco, conversaciones, hábitos perdidos.

Al día siguiente de llegar conoció a Elisa. Como ella estaba decidida a no retrasar el encuentro, se presentó temprano. Había alterado sus costumbres para tener un rato libre. No fue difícil aprovechar la confusión de la casa, que por las mañanas era un movimiento constante de gente que iba y venía, para escaparse. Hacía un frío húmedo que calaba los huesos. El aire era como un estilete que se clavaba en la piel cuando abrían la ventana. Había nubes compactas en el cielo. No eran esponjosas como la niebla, sino que parecían hechas de piedra dura. No dejaban ni un resquicio por donde se pudiera ver el cielo. El azul había sido sustituido por un gris opaco que entristecía los ojos.

Llevaba un vestido color granada oscurecida por el tiempo. Era un granate oscuro, que se volvía casi negro. Llevaba una hilera de botones desde el cuello hasta la cintura. Eran pequeños y costaba abrocharlos. Se cubría con una capa que la protegía del frío. Gruesa, de tejido suave, la envolvía por completo: desde la cabeza a los pies. Entre la tela asomaban unos ojos que miraban llenos de curiosidad. Siguió la ruta que conocía con cierta impaciencia. La situación, por primera vez distinta, la inquietaba un poco. Después de la reacción inicial, aquel rechazo por la presencia de un extraño en la casa del hombre a quien amaba, surgieron los interrogantes. ¿Quién sería aquel que llegaba de tan lejos? Ramón había hablado de él alguna vez, cuando se refería a su estancia en la India. De alguna manera, se había formado una imagen mental. Había ido creando una figura que se perfilaba entre el humo. Quería saber si coincidía con la realidad. Ignoraba si las piezas imaginadas encajaban con las piezas que formaban el individuo exacto. Tenía que construir un rompecabezas. Antes de verlo, ya había imaginado partes. Las palabras de Ramón fueron a menudo bastante explícitas. Otras veces consistían en frases sueltas que quedaban perdidas en el aire como si alguien tuviera que terminarlas. Eran expresiones llenas de puntos suspensivos. Recuerdos que llegaban fragmentados y que él recogía para explicárselos.

El encuentro entre Miguel y Elisa fue diferente del que todos habrían imaginado. Cuando ella entró, Ramón estaba en la sala. Estaba solo, porque su amigo descansaba en la habitación del final del pasillo. Se habían ido a dormir tarde, inmersos en una conversación que los trasladó a los lejanos años de la India compartida. El agotamiento del viaje se unió a las pocas horas de sueño. Aquella mañana descansó en el dormitorio. La impaciencia de Elisa, en cambio, la hizo madrugar. Se levantó cuando el día no era más que una luz recién estrenada. Era el mejor momento para irse con discreción de la casa. Las tías aún no habían aparecido por los pasillos, llenándolos de alboroto. Su padre estaba encerrado en el despacho, concentrado en los primeros pacientes de la jornada. Su hija dormía.

Ramón la recibió con una sonrisa que contenía una pregunta. ¿Cómo había conseguido zafarse a aquellas horas? Le gustaba verla, pero se le hacía extraña la presencia de un tercero bajo el mismo techo. Se abrazaron con el entusiasmo de siempre, tal vez algo reprimido. Cerca de él, su pelo olía a jardín. Tenía la sensación de que lo llevaba con ella. A pesar de la dureza del invierno, que adormecía las plantas y los aromas, sentía que su cuerpo hacía revivir la intensidad de cada olor. Se quitó la capa y la tendió delante de la chimenea, para que el fuego secase la humedad. Se calentó las manos junto a las llamas y preguntó por su amigo. Quería conocer los detalles de la llegada, que le contara qué impresión le había producido. No tuvo tiempo. En aquel momento, Miguel entró en la sala.

Tenía el aspecto de alguien que ha dormido poco. Dos círculos oscuros le rodeaban los ojos, acentuando su cuenca. El cuerpo delgado se intuía en unos pantalones y una camisa de hilo, que le iban anchos. Caminaba despacio, sin manifestar prisa. Tampoco habló en seguida. Ni siquiera hizo un gesto de sorpresa. A pesar del cansancio, parecía relajado. Daba la impresión de haber aprovechado el sueño. No su cuerpo, que manifestaba signos de fatiga, pero sí su mente, que parecía despierta.

Elisa creyó que su rostro estaba hecho de la corteza de los árboles. Había una fuerza en la expresión que contrastaba con la dulzura de los ojos. Lo miró con curiosidad y ella a la vez se sintió observada. No le importó. No resultaba desagradable la expresión de sus ojos. Se dio cuenta de que no la sometía a ningún juicio, de que no había voluntad de escudriñar lo que pensaba. Simplemente era una mirada limpia. Miguel se detuvo en el rostro de ella y recorrió sus facciones: aquellos ojos enormes, la nariz pronunciada, la forma de los labios. Lo hizo con toda la tranquilidad del mundo, sin inmutarse aunque Ramón empezara a mostrar un cierto nerviosismo. No lo molestaba el silencio que se había formado en la sala. No era una situación incómoda. Los gestos precedían a las palabras. Las miradas se habían cruzado, antes de empezar a hablar.

Tras la ventana, el invierno mostraba su rostro. Los árboles ofrecían un panorama de desnudez que se adecuaba a la situación que vivían. No había una sola hoja, verde o dorada. Se las llevaron el otoño y el viento. Por fin, exclamó Elisa:—Tú eres Miguel. Te había imaginado diferente.

—Es difícil imaginar a alguien a quien nunca hemos visto.

—Es verdad. Pero Ramón me había hablado de ti. Dice que eres su mejor amigo.

—A mí también me habló de ti.

—¿En sus cartas?

—No, en las cartas poco. Se diría que mide las palabras que te dedica sobre un papel. Tendrá miedo de que algún desconocido pueda leerlas y robarte.

—¿Robarme? ¿A qué te refieres?

—Hay quien cree que se puede tomar el alma de otro, si la describimos en donde no se pueda borrar.

—¡Qué extrañas creencias! Así pues, ¿cuándo te habló de mí?

—Anoche.

—¿Y no me describió bien?

—Tengo la impresión de que no. Es como si te viera sin que nunca antes hubiera oído hablar de ti.

Las historias se complican inevitablemente. Si la vida fuese sencilla como un día claro, todo nos resultaría quizá demasiado fácil. Sería mejor comprender que no existe un hilo dorado que nos indique el camino de retorno a casa, a la vida normal, sin muchas complicaciones, cuando nos atrevemos a andar. Nos resultaría más cómodo. Ramón y Elisa habían vivido una vida sólo para dos, durante meses. Estaban acostumbrados a relacionarse al margen de cualquier interferencia. De repente, Miguel aparecía como un elemento distorsionador. Ramón lo comprendió en seguida, al verlo junto a Elisa. Los tres sonreían, esforzándose en mantener un semblante amable. Procuraban favorecer la serenidad del ambiente, pero se respiraba una cierta tensión. Había demasiados sentimientos que se mezclaban. En primer lugar, los celos de Ramón. Nunca habría pensado que fuese posible, ya que se reconocía como un hombre tranquilo, pero no lo podía evitar: estaba celoso de su amigo. Antes de que se encontrasen, lo único que le preocupaba era tener que compartir su tiempo. No se había planteado nada más. Al observarlos juntos, sin embargo, la situación cambiaba. No le agradaba la facilidad con la que fluía la conversación, las sonrisas, el inicio de una complicidad que adivinaba antes de que realmente existiera. Entonces tenía que hacer un esfuerzo para no pedirle que se alejara. Habría querido borrarlo de sus vidas y volver atrás, a los días en que sólo estaban los dos. A la vez, la rabia se unía al reproche. Se culpaba de tener el espíritu débil y el pensamiento retorcido. Se decía que no tenía motivos, que había creado una fábula absurda que sólo él alimentaba. Los observaba atento; volvía a fijarse en cada detalle: la posición de los cuerpos cuando hablaban, los gestos de uno y otro, la sonrisa cómplice. Estaba dispuesto a captar cualquier indicio extraño, pero no los encontraba. Sólo una evidente simpatía mutua que no se esforzaban en disimular.

Miguel no era un hombre complicado. Llamaba a las cosas por su nombre y desconocía las mentiras, circunstancia que no significaba que fuese transparente. Años atrás, había aprendido la conveniencia del silencio. A menudo valía la pena callar. Las palabras que se han dicho no se pueden borrar. Siempre queda un rastro: puede que en el recuerdo o en el ánimo de la gente. Aunque actuemos como si no hubieran sido pronunciadas, aunque nunca hablemos de ellas, su presencia perdura. Quizá en un rincón del corazón. Estaba seguro de que tenía que ir con cuidado. Su uso se tenía que dosificar, como el de las plantas medicinales del bosque.

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