Read Las mujeres que hay en mí Online
Authors: María de la Pau Janer
Ramón levantó la cabeza desde lejos y vio a una mujer que escudriñaba desde la terraza. Era Elisa, la hija del señor. Lo adivinó en seguida, aunque llevaban tiempo sin verse. Quizá no era tanto. Tal vez era una cuestión más simple: nunca habían querido favorecer un encuentro. Mientras ella fue una niña, la apartó de su camino, porque le traía pensamientos absurdos. Después, simplemente, se olvidó de ella. De la misma forma que ella se alejó de un hombre que no le resultaba nada interesante, porque tenía una actitud áspera. En aquel momento cambió todo. No fue una transformación lenta, resultado de un encuentro que hace que modifiquemos los criterios iniciales respecto a alguien. Tampoco fue la consecuencia de una conversación que nos desvela aspectos insospechados de otra persona. La situación fue mucho más elemental. Una mujer levanta la mirada y descubre a un hombre que avanza desde lejos hacia donde ella está. El hombre tarda unos minutos en reaccionar. Ella se pregunta quién será. Pasa un rato hasta que lo relaciona con el jardinero de la casa. Le parece un personaje muy atractivo y se pregunta cómo le ha podido pasar por alto durante tanto tiempo. Mira al cielo y busca la lluvia. El aguacero habrá limpiado el aire para que lo pudiera descubrir. Sin abandonar su posición inicial, quieta en el mirador que le ofrece la baranda, no se decide a hacer nada. Continúa observando sus pasos por el jardín, mientras lo espera.
Ramón ha vivido un proceso casi parecido. Al principio, el perfil de la mujer que acaba de descubrir le ha resultado algo familiar. No se trata de una familiaridad que tenga las raíces en un encuentro más o menos frecuente. Haber visto a alguien no es motivo suficiente para que te resulte conocido, próximo. Está trastornado, porque le hace recuperar viejas imágenes. Elisa tiene aires de Sofía. Ya ha pasado tiempo suficiente como para que la historia de su juventud siga guardada en el fondo de un cajón. No lo altera ni recordarla. A pesar de todo, el parecido resulta sorprendente. Este hecho capta su atención y lo impulsa a acercarse con cierta curiosidad. A medida que se le aproxima, los parecidos se diluyen. Se encuentra con una versión de Sofía mejorada por los años: una mujer con el pelo recogido en la nuca lo observa con atención. Tiene unos ojos que le recuerdan a otros ojos. Es joven como la otra, pero se adivina un punto de altivez que le resulta desconocido. Está también la rebeldía. Un gesto de decisión que habla de un carácter fuerte. Los labios son el rasgo que llama más la atención de su rostro. Le recuerdan a las fresas, antes de recogerlas, cuando mezclan su olor con el de la tierra. Lo descubre con sorpresa: no se trata de una mujer muerta que vuelve para reavivar fuegos que se apagaron tiempo atrás. Ya no quedan ni las brasas, de aquellas hogueras. Sólo un recuerdo amable, la pesadumbre por el deseo dulce e intenso que no ha vuelto a experimentar de la misma forma. La mujer hacia la que avanza no admite moldes ni modelos.
Hay situaciones que se nos quedan grabadas para siempre. Momentos de la vida que se nos ofrecen para que tomemos partido. Ambos podrían haber dejado volar el instante, permitir que se escapara por el aire de aquella tarde de agosto. Entonces, todo habría sucedido de una manera distinta. Si no retenemos el presente, huye de prisa. Hay situaciones que podrían habernos pasado de largo, si no nos hubiésemos detenido en ellas. Hubo una coincidencia. Elisa quería detener el encuentro. Ramón pretendía instalarse en él. Pero no sólo era una cuestión de voluntades, estaba también el deseo que se despertaba. Ella había vivido apagándolo, ya que el recuerdo de los abrazos en el callejón le resultaba desagradable. Él lo vivía en momentos concretos de gozo, sin ninguna transcendencia.
No se habrían atrevido a formularlo con palabras. Eran incapaces de decir lo que deseaban, porque quizá ni ellos mismos eran del todo conscientes. Cuando habla el cuerpo, la mente no abandona sus discursos. A veces, los razonamientos apagan la intensidad del deseo, que es una cuestión de sentidos despiertos. Los sentidos en estado de alerta, a punto de cazar cualquier indicio en el otro. Dispuestos a romper los esquemas de la lógica y de la razón, se vuelcan en un punto indeterminado del cuerpo. Desde allá crecen, toman aire y fuerza, hasta que se convierten en los protagonistas de la función.
Ramón se paró bajo la baranda. Tuvo que reprimir el impulso de subir hasta donde se encontraba ella. Se esforzó por mantener una apariencia respetuosa, pero no demasiado distante. Elisa habría saltado aquel obstáculo de piedra que los separaba, pero se contuvo. Sonrieron. Primero, en silencio, ignorantes de los caminos que podían acercarlos. Si escuchaban la voz de la mente, debían esperar, guardar la compostura. Como mucho, un saludo. Si hacían caso a los sentidos, enarbolados por la lluvia, debían abrazarse fuerte, para que no hubiese la más mínima posibilidad de escapar, porque la vida, que había sido generosa, no tuviera el capricho de alejarlos. En cambio, hablaron. Sustituyeron los gestos por las palabras, que son otra manera de sentirse cerca. Aunque sea a ciegas, con la sensación de que nos vamos acercando a alguien a quien desconocemos, asustados, con todas las ganas de descubrir al otro y sus secretos. El tomó la iniciativa desde el camino:
—¿No te preocupa que vuelva a llover? El cielo está nublado, y la gente ha ido a refugiarse en las casas.
—Me gusta la lluvia, sobre todo en agosto, cuando cae de prisa. Un chaparrón, y el cielo limpio. Y tú, ¿por qué estás en el jardín? ¿No has terminado tu trabajo por hoy?
—Mientras quede luz, hay trabajo. Yo no tengo horarios. Me gusta que los árboles y las plantas me sientan próximo.
—¿Crees que te pueden notar? No sé si tienes un elevado concepto de tu capacidad o si estás un poco loco.
—Quizá ambas cosas.
—Mi padre dice que eres un buen jardinero. Está convencido de que conoces cada rincón del jardín como si fuera la palma de tu mano. Será verdad, porque no es hombre de halagos fáciles.
—Lo sé. Por eso me gusta saber que tengo su confianza. ¿También tengo la tuya?
—¿Para qué la quieres? La confianza no se gana en un día. Nace de un camino largo y no muy sencillo. Además, tengo la sensación de que no nos conocemos en absoluto.
—Es cierto.
—Nunca habíamos cruzado más de dos palabras seguidas. Hoy, en cambio, nos hemos encontrado.
—Nos hemos encontrado después de la lluvia, que es un buen momento para encontrarse. ¿No crees?
—Dicen que la lluvia limpia el aire. Será que también deja nuestra mirada limpia.—Yo tengo la sensación de mirar el mundo por primera vez —rió—. Mira, ha sido así de sencillo: abrir los ojos y verte.
—Me has visto desde que era una niña.
—No te veía. Me puedes creer, de verdad: hoy te he contemplado por primera vez.
—No sé si tendría que molestarme lo que dices o si me lo he de tomar como un cumplido —había un punto de coquetería en la voz de Elisa.
—Tendrías que enfadarte mucho —tono serio.
—¿Por qué? —tono de sorpresa.
—Es imperdonable que haya actuado como un ciego. Soy un hombre que tiene ojos, pero he vivido como si no los tuviera.
—Yo tampoco me había dado cuenta de tu presencia en esta casa. Sabía que estabas, pero no me había percatado. Qué curiosa coincidencia.
—¿Qué coincidencia?
—Los dos hemos abierto los ojos de repente.
—Quizá no sea una coincidencia absoluta.
—¿Qué quieres decir?
—Yo he abierto los ojos y he quedado maravillado. Verte me maravilla. Seguro que a ti no te pasa lo mismo.
—No te burles de mí —intentaba bromear con el semblante serio, entre la vergüenza y la risa.
—¿Por qué no saltas por la baranda?
—¿Qué dices? Definitivamente eres un loco.
—Salta y yo te recogeré en el aire. No hay mucha distancia. Si lo haces, te mostraré el jardín.
—¿El jardín? Conozco muy bien este lugar. Podría recorrerlo con los ojos cerrados. No me hacen falta guías.
—Yo te mostraría otro jardín que quizá desconoces. Salta, Elisa.
—Los deseos dichos en voz alta no se suelen cumplir. Se los lleva el viento.
—Hay deseos que tienen tanta fuerza que no hay viento capaz de borrarlos. ¿Lo sabías?
—Siempre he desconfiado de los impulsos repentinos. No son signo de gente prudente ni juiciosa.
—¿Me hablas de la prudencia y la mesura, hoy, justamente? Habíame de los espíritus osados e inquietos. Habíame de las ganas de vivir. Pero no te equivoques de palabras.
—Las palabras que me gusta oír no son siempre las más convenientes. Ahora, por ejemplo, me gusta escucharte.
Había nubes en el cielo que anunciaban el retorno de la lluvia. Elisa se quedó un momento en silencio. Durante un instante, se pueden pensar muchas cosas. El pensamiento tiene la capacidad de extenderse y de multiplicarse. Abre caminos inesperados que antes eran grutas ignoradas, espacios inciertos. Crece con la habilidad de un pulpo que alarga sus tentáculos en las profundidades marinas. Sus pensamientos volaban hacia el hombre que acababa de descubrir, recorrían su figura y su rostro. Descubría en él una expresión firme que le era desconocida. Los ojos, detenidos en su cuerpo, no la sorprendían ni la incomodaban. Querría haber fijado aquella mirada para siempre. Le gustaba sentirlo, de repente, tan cerca. No se hacía preguntas, porque no eran necesarias. ¿Por qué tenía que pararse a pensar que vivía un hecho inusual? Más adelante (habría tiempo para los interrogantes, para las dudas. En aquel presente ganaba la intensidad del descubrimiento. Era muy joven y no había aprendido a controlar sus emociones. No sabía graduar su fuerza ni tomar distancia, sino que se sumergía de lleno en ellas como el que se adentra en las aguas de un estanque. Con el corazón acelerado y la sonrisa amplia, se dejaba llevar por la alegría. Aquella alegría que aparentemente no respondía a razones, pero que surgía espontánea. Después de la lluvia había encontrado a un hombre en el camino. Debería haberlo descubierto an tes, pero era como si se encontrasen por primera vez. Hubo de esforzarse para no saltar, mientras se mantenía en pie, tenso el cuerpo, callada.
Ramón había perdido la calma. Aquella tranquilidad con la que veía pasar los días, cuando la vida no era nada complicada. Estaban los árboles del jardín, los libros que Miguel le mandaba y que él leía todas las noches, antes de dormirse, los conocidos del pueblo con quienes compartía las tardes de lluvia en el café, los silencios que amaba desde hacía tanto tiempo. Había creído que le bastaba. Una existencia que podría haber parecido monótona, pero que era plena. De golpe, se daba cuenta de que no era suficiente. A pesar de los años, las imágenes de la India no habían perdido nitidez. Conservaban los colores y las formas con una perfección que llegaba a sorprenderlo. Había habido un proceso de superposición de nuevas imágenes, que se mezclaban en un juego que no resultaba nada confuso. La visión de Elisa, sin embargo, lo borró todo en un instante. Se preguntó si había sido la luz del atardecer, que la iluminó para él. Tal vez la luz le jugó una mala pasada. Le permitió observar su silueta rescatada del entorno. No estaba la casa al fondo, ni había una baranda real. Todo se difuminaba para que la mujer adquiriese precisión. Las manos le quemaban. Notaba el cuerpo encendido de deseo. Era una cuestión de impulsos que crecían, que se mezclaban, que lo ganaban por entero. Habría querido continuar la conversación, pero incluso las palabras le fallaban. Se habían encontrado en un jardín. De las miradas que se cruzan, nació una historia llena de fuerza. Aunque en aquel momento lo ignoraban, sus vidas jamás dejarían de ser una sola vida.
Era recorrer poco a poco los contornos de sus labios. Con la punta de la lengua, primero tímida, después incisiva, recorrió aquellos labios que se entreabrían como los pétalos se ofrecen al sol. Eran carnosos, húmedos. Dibujados con unos pinceles que manejarían demiurgos, tenían la ductilidad de la belleza. Se entretenía como si fuera un juego, esforzándose por modular la prisa. Los humedeció con su propia saliva, deseoso de descubrir sus movimientos. Los mordió un poco, el punto justo para que se encendiesen de un rojo que era casi color de sangre. Los labios de Elisa eran el espacio que había buscado siempre, donde quería quedarse. Era curioso que hubiera tenido que ir tan lejos para comprender que su sitio eran unos labios, la comisura que los rompe en un gesto de sorpresa o de gozo, el rictus pequeño que los libera de la quietud.
Había encontrado un refugio donde esconderse del mal tiempo, donde probar el azúcar o el limón. Le habría resultado difícil explicar qué gusto tenían aquellos labios. Aveces, cuando los recorría levemente, casi sin tocarlos, le parecían caramelos de anís. En otras ocasiones, sólo con que identificara el contacto, el sabor se transformaba en menta o en chocolate. Por un momento, notó la sal marina. En un instante, se convirtieron en briznas de hierba que olía a lluvia. ¿Y el tacto? Tampoco era sencillo describir el tacto. Aquella sensación de seda quebradiza, cuando se acercaba lleno de deseo. Aquella que era jugosa, cuando la pulpa temblaba entre sus dientes.
Entendió que besarse puede ser una caricia o un combate. Cuando los labios se encuentran con otros labios, se estremecen. Es el temblor del deseo. Nadie habla de ello, como si fuese un secreto. En cambio, hay quien se refiere al temblor del miedo, cuando algo nos llena de espanto. Hay quien habla del temblor de la inseguridad o de las indecisiones. Es como si temblar sólo implicara escalofrío, pero también significa estremecerse. La sensación de que el corazón se vuelve pequeño y de que, a la vez, se aceleran sus latidos. La lengua se enardece en el encuentro con la lengua que desea. De un contacto casi insignificante, pasa a la aproximación plena. Las dos se tocan, mezclan salivas, que son aguamiel, recorren interioridades, rincones profundos. Se pierden, glotonas.
Nunca había besado de aquella forma. El beso había sido un acto reflejo, el preludio de un encuentro íntimo. Ejercía la función de punto inicial, de comienzo del juego, pero tenía una importancia relativa. Ahora, en cambio, se convertía en el centro del mundo. Un mundo en el que sólo existían aquellos labios a los que habría reconocido sin verlos. Tan sólo por el tacto que lo vuelve todo preciso. Pensó que besar a Elisa era como viajar por los caminos de la India. La sensación resultaba similar. La atracción por lo que descubrimos, las ganas de seguir más allá, hasta que se nos quiebre el aliento y se nos quede el alma contenta. Le parecía volver a oír música de cítaras. Veía brazos al aire, surgidos de los pliegues de un sari. Contemplaba callejones estrechos, laberínticos. Se detenía en un lago y, desde un minarete, obtenía una visión plácida del mundo.