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Authors: María de la Pau Janer

Las mujeres que hay en mí (23 page)

BOOK: Las mujeres que hay en mí
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Sólo estas cuatro nubes de mentira —señalaba al techo, intentando bromear.

—¿Qué quieres que haga, entonces?

—Quiero que esperes. Confía en mí y entiéndeme. Necesito manejar los hilos de la situación yo misma. Cuando llegue el momento, todo se volverá sencillo.

—De acuerdo. Aunque no me resulte fácil, haré lo que me dices. Pero no lo alargues demasiado.

—Bésame en los ojos, para que te pueda ver mejor.

—¿En los ojos?

—Sí. En los ojos, en los labios, en los pechos.

Fuera quedaban las inquietudes y las preocupaciones. Ramón se olvidaba de ello, cuando Elisa le abrazaba. Dejaba atrás aquella situación de bandoleros en la que vivían. Habría preferido que todos supiesen que se amaban. Habría deseado no tener que vivir un amor a oscuras, apagadas las luces de la habitación, si caía la noche.

Tía Antonia hacía una mueca con los labios, cuando no entendía algo. Se le curvaban del lado izquierdo y se le quedaba la boca descoyuntada por un instante. Sus hermanas se habían cansado de decírselo. Como era un rictus que duraba pocos segundos, nunca había tenido la oportunidad de verse en un espejo. Por más que tía Magdalena había probado a perseguirla con un espejito pequeño, buscando la ocasión de ponérselo enfrente al presentarse el gesto inoportuno, nunca lo había conseguido. No tenía suficiente agilidad para cazarle el movimiento. Siempre llegaba unos segundos demasiado tarde. Llegaba cuando los labios habían recuperado su forma natural y se enfadaba. Estaba convencida de que si su hermana hubiese visto su rostro desencajado, se habría encontrado tan fea que se habría curado para siempre. Estaba segura de ello, pero hacía años que lo había dejado por imposible. Tía Ricarda, que pretendía ser una mujer serena y juiciosa, se lo aconsejó, al ver sus intentos frustrados. Se acostumbraron a base de verla. A veces, ni se daban cuenta del gesto. En otras ocasiones, se preguntaban si lo habían imaginado ellas. Mientras tanto, tía Antonia se olvidó del asunto.

Era una mujer calurosa. Le costaba mucho pasar el verano, entre abanicos y pañuelos. Se ponía blusas de seda, que eran ligeras como el aire, mientras esperaba que llegase la noche, sentada en una mecedora. Había días en que las horas se volvían largas y lentas. No acababan de pasar y era como si les hubieran puesto muelas de molino. Le sudaban las manos y no podía entretenerse con los bordados. La lectura le cansaba en seguida y se le acababa pronto la charla. Era una mujercita silenciosa que suspiraba por el otoño. Aquel verano fue muy pesado, sobre todo porque no se atrevía a tomar a Carlota en sus brazos. La habría dejado húmeda de sudor, pobrecita, y debía conformarse mirándola de lejos. Todas las tardes, cuando empezaban a caer las sombras, salía al jardín. Recorría siempre el mismo sendero, hasta los últimos cipreses. Buscaba una pizca de aire que la salvase de tanto calor. Caminaba poco a poco, porque tenía los pies hinchados a causa de la mala circulación. Iba sola, decidida a moverse un rato, después de un día entero de quietud. Cuando andaba, a menudo se perdía en sus pensamientos. La cabeza le daba vueltas, aunque arrastrase las piernas y el cuerpo. Había días en los que oía el canto de los grillos. Otras veces, sus ojos sólo captaban vuelos de moscardones.

Hubo un atardecer diferente de los otros. Luego pensó que estas cosas no se pueden prever. Nos hemos pasado media vida repitiendo movimientos y gestos, acudiendo a los mismos lugares llevados por la inercia, cuando un elemento inesperado lo desbarata todo. No es que fuese una mujer que se sorprendiera fácilmente. Debía ocurrir un hecho significativo para que se le alterase el ánimo. Dejaba que las situaciones transcurrieran sin interferencias, convencida de que la vida es como el agua de un río, que avanza siempre. No podríamos hablar de un espíritu resignado, aunque sus hermanas se lo dijesen alguna vez, sino de una persona que había comprendido que los acontecimientos no se pueden controlar. Estaba convencida de que no se puede transformar el curso de la existencia y no se empeñaba en esfuerzos inútiles. Lo aprendió años atrás, cuando le dijeron que su prometido había muerto en la guerra. En aquel momento se le rompió un trocito de alma y no supo recomponerla jamás. Había continuado viviendo, porque los días pasan aunque no lo acabemos de creer, pero ella se convirtió en una mujer que aceptaba el presente sin preguntas.

La oscuridad avanzaba por el jardín. Había tendidas sábanas de sombra, como si alguien las fuera colgando en unos hilos imaginarios que cruzaban el cielo de extremo a extremo. Le gustaba aquella hora, cuando aún no habían encendido las farolas, mientras el espacio se convertía en un contraste de luz mortecina y oscuridad incipiente. Sin pensarlo en exceso, decidió prolongar la caminata. El culpable fue el calor. Aquel bochorno que la había acompañado durante todo el día. No quería regresar a la casa en donde aún perdurarían los rastros del bochorno del día. Por esta razón alteró la ruta habitual. Giró por el caminillo que recorre los últimos rosales, pasó de largo cerca de los lirios, hasta que llegó a la casa del jardinero, situada en el otro extremo del jardín.

Había una ventana entreabierta. Se adivinaba el perfil de dos siluetas tras la cortina. Probablemente nadie habría sido capaz de reconocer quién era la mujer que abrazaba al jardinero. Ni siquiera ella misma se habría dado cuenta. La visión duró un momento. Fue aquel gesto: una figura femenina que alza los brazos para recogerse el pelo. Lo lleva a cabo con una cierta gracia, los codos apuntando al aire, los dedos enroscando los rizos. Adivinó un movimiento que había visto cientos de veces. Lo sabía de memoria: era Elisa. No dijo nada. Ninguna exclamación escapó de sus labios. Al principio tampoco pensó muchas cosas. Más tarde se dijo que debería haberse sorprendido, aunque nada la sorprendiera. Siguió sus pasos con el mismo ritmo que el hallazgo había interrumpido. Era el ritmo lento de quien se esfuerza en mover un cuerpo poco ágil. Anduvo algunos metros y pensó en aquel hombre al que había amado. No pudo evitarlo. La imagen del enamorado retornó a sus ojos con una nitidez que creía perdida. Había imaginado que los años diluyen los rostros y los cuerpos, que los cubren de una niebla fina. Ahora comprendía que no siempre era verdad. Se imaginó una cama como aquella que acababa de intuir tras las cortinas. Una cama vacía durante años. Por un instante, sintió un poco de lástima por ella misma. Procuró que no durara mucho, ya que no le gustaba sentirse demasiado vulnerable. Antes de cerrar los ojos, retornó a la imagen de los amantes que se abrazan. Cuerpo contra cuerpo. Pensó en Elisa y sonrió en la oscuridad.

XVIII

Tía Ricarda era una mujer suspicaz. No es que la vida le hubiese dado demasiados motivos para desconfiar de los demás. En realidad, tenía sobradas razones para fiarse de la gente. De las tres hermanas, era la que más se imponía ante cualquiera. Nadie la ganaba en respeto y consideración. Tía Magdalena y tía Antonia acataban su voluntad sin hacerle preguntas. Ambas estaban seguras de que las ganaba enjuicio y en razones. Para tía Ricarda, lo de las razones era un tema muy relativo. Había descubierto que dos puntos de vista contrapuestos se podían argumentar de una manera parecida. Sólo se trataba de emplear las dosis adecuadas de palabras y de poner el énfasis suficiente. Si se lo proponía, era capaz de defender una posición, hoy desde el blanco, la semana que viene desde el negro. En ambas situaciones, conseguía convencer a las hermanas, que eran su auditorio más fiel. Nunca lo consideró un hecho muy meritorio. En primer lugar, era consciente de que la pericia de ellas para contraponer argumentaciones distintas no iba muy lejos. No contaba, pues, con un público excesivamente hábil para la retórica. Por otra parte, creía que su habilidad no era un don de Dios, sino una manifestación de buen aprendizaje. Durante años, un día sí y al otro también, había acudido a los oficios religiosos del cura del pueblo. Sus sermones estaban considerados una prueba de rigor y de artificio. El hombre se los preparaba con auténtica pasión. Ella había descubierto que eran la única cosa de la vida en la que ponía entusiasmo. Todo el resto era una consecuencia de aquellos sermones. Ante la congregación de fieles, que se reunían todos los domingos en la iglesia del pueblo, se transformaba. Crecía un palmo, ganaba en volumen, en expresividad, mientras todo su cuerpo adoptaba una actitud mayestática. La voz era grandilocuente. Entonces les hablaba del bien y del mal.

A base de escuchar los sermones, descubrió las técnicas de la oratoria. Ponía en ello los cinco sentidos, convencida de que no tenía que dejar escapar ni un solo detalle de lo que decía. No sólo le gustaban las palabras, sino que se interesaba por la forma con que sabía combinarlas, por los silencios que intercalaba y que mantenían expectante la atención de la gente, por la modulación de la voz, por el tono rotundo de cada frase. Pensaba que era una forma de demostrarle su amor. Aquel amor prohibido que él no habría aceptado nunca. Si no podía amar su cuerpo, amaba las palabras que pronunciaba. Sería su discípula, hasta que consiguiese dominar el arte del discurso. Con los años, fue perfeccionando aquella habilidad. A pesar de que no tenía muchas oportunidades de practicarla, se aficionó a probarlo poco a poco con sus hermanas. Nunca manifestaban signos de aburrimiento. Creían que Ricarda tenía un don que ellas no poseían, y les gustaba escucharla. Lo hacían con una expresión respetuosa, casi devota, que la llenaba de satisfacción.

Se dio cuenta de que las palabras podían ser un instrumento muy eficaz. Dominarlas no era una simple destreza ingeniosa, sino que otorgaba un poder. La sensación le resultaba grata. Saber convencer a los que la rodeaban, darles razones para que asintiesen a sus argumentos, dejarlos sin respuesta posible, se convirtió en un placer. El único placer que le alegraba la vida. Ante el hombre que había sido su maestro, sin embargo, tenía una reacción curiosa. Una reacción que ella misma no acababa de comprender: todas las habilidades adquiridas se volvían nada. Cuando él la miraba, se quedaba muda. Si le dirigía la palabra, le respondía con una serie de frases entrecortadas, balbuceantes. Si, en alguna rara ocasión, le preguntaba qué pensaba sobre una cuestión mínima, las explicaciones devenían inconexas, sin mucho sentido. ¿Dónde estaba la brillantez de las frases? ¿Dónde se escondía aquella facilidad para confeccionar discursos convincentes? No lo sabía. La persona que le había enseñado a dominar las palabras también se las robaba. Le habría gustado decírselo, pero nunca fue capaz de ello. Había muchas otras cosas que también ignoraba. No sabía, por ejemplo, de dónde había heredado la suspicacia. Sus hermanas eran confiadas, nunca pensaban mal de la gente. Ella, aunque no se lo propusiera, lo cuestionaba todo. Llegó a pensar que era una reacción propiciada por las palabras. Como sabía que hay miles de argumentaciones posibles, no podía fiarse de lo que le decían. Lo ponía en duda. Pensaba en ello una y otra vez, incrédula.

La causa fue aquel carácter. Estaba segura de ello. Aunque podría haber parecido un juego de azar o del destino, fue simplemente una consecuencia de la desconfianza. Estaba orgullosa de ir por la vida con los ojos bien abiertos. Intuía que los rostros de los demás pueden convertirse en máscaras. Son disfraces que esconden cosas. Pueden ser actitudes ante la vida, reacciones propiciadas por un hecho determinado, o secretos no descubiertos. A ella, la entusiasmaba adivinar secretos de los otros. Lo consideraba un ejercicio de inteligencia, una prueba de su viveza natural. El único problema era que, habitualmente, sus hermanas no tenían secretos. Eran criaturas transparentes que reflejaban en el rostro el estado de ánimo que vivían. Si estaban contentas o preocupadas, si habían tenido un disgusto o un momento de alegría, todo lo llevaban escrito en los ojos. Le habría gustado que fuesen menos claras. Habría querido que descifrar lo que vivían fuese complicado.

En aquella ocasión, sus actitudes distraídas la pusieron en estado de alerta. No las descubrió haciendo comentarios alejados de ella, como si conspirasen. Ni tampoco oyó que se les escapara una frase inconveniente. No había una sola pista real que la llevara a intuir secretos, pero los respiraba en el aire ausente de las hermanas. Ambas habían retornado al pasado y añoraban el tiempo en que eran jóvenes. Podía ver cómo evocaban a los enamorados que habían perdido. Pensaban en ellos como si aún fuesen reales, cuando no eran ni sombras, ni polvo, ni recuerdos vivos fuera de sus mentes. Pensó que aquellos ataques de melancolía estarían ocasionados por algún cambio que se había producido a su alrededor. Una alteración que no había sabido percibir, circunstancia que le extrañaba profundamente.

Lo descubrió mirándolas. Después de algunos días de observación silenciosa, comprendió que algo importante había sucedido. Se rehuían entre sí. Pasaban largo rato con la mirada fija en el techo, sonreían sin motivo, se distraían. Se dio cuenta de que miraban a Elisa de reojo, que suspiraban cuando ella entraba en su habitación o salía; que, a veces, estaban a punto de decir algo, pero que se mordían los labios en el último momento. Se decidió a interrogarlas. Era una tarde de aquel verano que fue muy largo. Estaban sentadas bajo los porches, con Carlota cerca de ellas. No hablaban mucho, demasiado ocupadas quejándose por el calor que, según ellas, las dejaba sin palabras ni fuerza. No corría una pizca de aire. El ambiente invitaba a la quietud, a dejarse estar hasta que las horas trajeran el fresco de la noche. Se dirigió a Magdalena: —Es curioso que Elisa salga todos los días con este calor. No sé cómo tiene fuerzas.

Se dio cuenta de que aquel comentario las despertaba de golpe de su estado de letargo. Enrojecieron a la vez y ella pensó que iba por buen camino. Esperó la respuesta como si nada.

—Mujer, ella es joven —murmuró tía Magdalena.

—Es natural que le guste salir. Tiene edad —añadió redundante tía Antonia.

—Me extraña que pase tantas horas fuera de casa. Ya sabéis que, en seguida, la gente habla.

Esta vez fue tía Antonia quien tomó la iniciativa:

—¿Y qué va a decir la gente? Nosotras nos hemos pasado la vida pendientes de los demás. Ya era hora de que alguien de esta familia fuera a su aire. Me parece muy bien.

—A mí también —corroboró tía Magdalena—. ¿De qué nos ha servido? Ya lo veis: tres viejas que se hacen compañía. Ella es joven y le toca amar.

—¿Ah, sí? —tía Ricarda improvisó un gesto de sorpresa—. ¿Y sabéis a quién ama?

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