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Authors: María de la Pau Janer

Las mujeres que hay en mí (26 page)

Miguel se sentía fascinado por Elisa. Cuando la vio, le pareció que hacía mucho tiempo que se conocían. Le gustaban sus ojos, que le recordaban noches profundas. Se sentía seducido por aquella risa que ella hacía tintinear entre las paredes de la casa y que le robaba el corazón. A pesar de todo, nunca habría hecho nada por manifestarlo. Desde el primer momento, fue consciente de que debía silenciar sus sentimientos. No le resultaba muy difícil, ya que dominaba los mecanismos de la contención. Reprimir un afecto que había nacido al margen de su propia voluntad significaba mesurar los gestos y las miradas. No necesitaba decir que era un amigo fiel a los viejos amigos, porque era cierto. Sabía que nunca se interpondría entre los dos amantes. Era una ave de paso, que detiene un tiempo su vuelo, pero que pronto lo retoma y se aleja hacia otros lugares. Habría querido que Ramón lo comprendiese. Hacerle entender que no tenía que desconfiar de su lealtad, que nunca le defraudaría. Pero no hablaban del tema. Su relación se tornó cada vez más silenciosa. Él guardaba las palabras para Elisa. Cuando los visitaba, le contaba viejas historias. Le contaba relatos de vida y de muerte, lejanas hazañas de pueblos perdidos.

Elisa escuchaba con los ojos bien abiertos y la atención alerta. Le encantaba oírlo. Aquella capacidad para hilvanar historias le hacía volar el pensamiento. Con sus manos entre las manos de Ramón, la cabeza apoyada en su espalda, seguía recorridos magníficos tras la voz de Miguel. Visitaba parajes que nunca había imaginado, regiones que la voz del amigo describía entreteniéndose en cada detalle. Se había dado cuenta de que le había seducido. Aunque no tuviese mucha experiencia con los hombres, no le fue difícil adivinarlo. Al mismo tiempo, sabía que nunca se lo diría. Había un acuerdo entre ambos: no debían hablar de ello y podían seguir contando historias. No debían permitir que ninguna interferencia interrumpiera de repente aquella relación. Elisa amaba sus palabras. Cuando él hilvanaba historias, lo escuchaba con una sonrisa que le transformaba el rostro. No se esforzaba en disimularlo. Para Ramón era el desconcierto. Tenía la sensación de que ella aún lo amaba. A la vez, comprobaba que había incorporado sin problemas un elemento nuevo a su vida. Era Miguel, el amigo de siempre, e intentaba tranquilizarse. Los cuentos se sucedían y parecían las hojas de un árbol que caen lentas, una tras otra, mientras nuestra mirada recorre su vuelo.

XX

Era una mañana fría de invierno. El cielo estaba cubierto por una fina neblina. La humedad atravesaba los abrigos y les calaba los huesos. El aire les endurecía las facciones, dotándolas de una rigidez inusual que las transformaba. Les costaba abrir las manos y mover los dedos, porque tenían las articulaciones heladas. Elisa confiaba en que el sol se decidiese a caldear el día. A primera hora, perduraban todavía los rastros de la helada nocturna. Pronto aparecerían las calmas de enero. Aquella quietud que todo lo serenaba. Quizá deberían haber escogido otra ocasión para el paseo, pero aprovecharon que su padre tenía que estar fuera. No volvería hasta bien avanzada la noche, lo que les daba un margen de movimiento. No necesitaban dar explicaciones a nadie. A lo sumo, Elisa tenía que zafarse de tía Ricarda, que la perseguía recordándole que iba por mal camino. Pero nada más. Podían coger del garaje el seiscientos, que ella conducía, y emprender la ruta de la costa.

Estaban contentos. Salir de casa e iniciar la excursión significaba abrir un paréntesis, alejarse de las cuatro paredes donde tenían lugar sus encuentros y respirar aire puro. Ramón lo necesitaba desde hacía tiempo. Había llegado a recluirse en exceso en sus propios pensamientos, que se convirtieron en una espiral poco agradable. Ensimismado, tenía la impresión de que exageraba lo que estaban viviendo. No le gustaba descubrirse espiando las palabras de los demás, intentando encontrar significados secretos a cada sonrisa, pensativo e inquieto. Se sintió mezquino, sobre todo cuando los ojos de Miguel le recordaban, sin palabras, que no tenía de qué preocuparse. Podía leer en aquellos ojos signos tranquilizadores, pero no hacía mucho caso, porque desconfiaba. Eran unos momentos que habría querido borrar del mapa de las sensaciones, pero que no conseguía superar.

Miguel estaba satisfecho. Sentado en el asiento de atrás, miraba el paisaje que le ofrecía la ventanilla. Veía pasar árboles de tronco grueso, campos, montañas que se recortaban en un fondo azul. Cada imagen era como la secuencia de una película que le ofreciese fragmentos de la isla. Se fijaba en el color de la tierra, en un sitio rojiza, en otro grisácea, más allá, arenosa. Le habría gustado llenarse el puño de cada una de aquellas tonalidades y guardarlas, sin que se mezclasen, en bolsas de cuero. Descubría un espacio pequeño, pero lleno de contrastes. Tuvo la impresión de que, en una distancia corta, se transformaba el entorno. Entre las montañas que hacían de fondo a La Casa de Albarca, hasta el mar abierto, había grandes diferencias. Él, que llegaba de una tierra de extensiones enormes, se sentía sorprendido por la diversidad que había en la isla. Durante los primeros kilómetros se quedó en silencio, concentrado en el descubrimiento. No hacía comentarios, pero estaba contento.

En el interior del vehículo, se vivía un ambiente de satisfacción generalizada. Elisa conducía con destreza, mientras respiraba el aire de la mañana. Aquel olor a tierra la invitaba a vivir a fondo. Habría querido sentirla mucho tiempo, prolongar su percepción. Pensó que había cosas que la hacían feliz. Curiosamente no se trataba de grandes proezas, de hechos inusuales. Era feliz porque tenía a Ramón a su lado, su mano cerca, porque Miguel, que ahora callaba, más tarde contaría una historia, y ella quedaría impregnada de bellas palabras. Era feliz porque su hija, aquella mañana, había corrido hacia sus brazos, cuando ella la llamó. Todavía le parecía sentir el peso de su cuerpo, cuando se refugió en el abrazo. También porque había descubierto que, desde su habitación, si miraba por la ventana, podía ver el humo de la chimenea de Ramón. Era una columna gris, destacándose en el cielo. Era feliz porque el sol avanzaba entre las nubes, porque verían el mar, que siempre se va, pero en seguida vuelve.

Recorrieron el Pía de Mallorca. Pasaron por pueblos casi idénticos, que tenían las persianas cerradas. Había una plaza con una iglesia y un campanario, unos bancos de madera. Había gente paseando por las aceras con actitud tranquila, sin prisa alguna. Los pocos coches que circulaban se adaptaban al ritmo de los peatones. Se paraban un instante en una esquina donde dos mujeres comentaban los precios del mercado. Continuaban la ruta, mientras el mundo adquiría un aspecto sereno. Por cada uno de los lugares que atravesaban se adivinaban latidos de vida. La vida recién estrenada de los niños, aquella otra que nos anuncia que se va a acabar quizá mañana. El sol había conseguido, por fin, imponerse en el cielo. Era un sol enfermizo, que aclaraba el mundo a medias. Quedaba todo bajo una luz matizada que perfilaba los objetos, sin quemarlos por un exceso de intensidad. A veces, el sol hace desaparecer lo que ilumina. Aquella mañana, sin embargo, el camino y las casas tenían el trazo firme. Incluso las personas aparecían dibujadas con rotundidad. Desde el coche, Miguel las observaba sin decir nada.

Se dirigían a Formentor, donde el agua es de un azul intenso y la arena se abre como un gran abanico. La carretera es muy estrecha, con curvas y giros. A aquella hora, no había apenas tráfico. Como mucho, algún camión que hacía sonar su bocina antes de adelantarlos. Lo dejaban pasar, poniéndose a un lado. No existía la urgencia por llegar, sino que disfrutaban el camino. Los acompañaba un silencio que no era nada incómodo, que permitía la calma más absoluta. Los tres compartían la visión del paisaje, el olor de los árboles y de la hierba. Desde lejos, los invadió el olor a pinos. Los ecos del mar les llegaban y abrieron las ventanas, un momento, para escucharlos. Elisa volvió a pensar que era un buen día. Estaba contenta de haber aprovechado la oportunidad para cambiar de escenario. Los otros dos estaban relajados, libres de las tensiones que, a veces, le parecía intuir. En invierno, no hay mucha gente que vaya a Formentor. Aquel sitio tenía un encanto especial. A la belleza del paisaje se añadía la ausencia de personas. Todo el espacio les pertenecía. Ésta era la sensación que les ganaba a medida que se aproximaban. Llegaron al mediodía, cuando el sol repartía una calidez amable entre los roquedales y la arena. Era engañosa, porque cada rincón mantenía una humedad difícil de eliminar, pero les daba la bienvenida.

Mientras conducía, absorta en pensamientos plácidos, Ramón la miraba de reojo. No podía evitar recorrerle el perfil. La miraba sólo por el placer de entretenerse en ella, mientras pensaba que era la mujer más bella del mundo. Aquel día, sobre todo, le parecía espléndida. Sería la luz que le iluminaba el rostro que tantas veces había tenido que ver entre cuatro paredes. Tal vez se trataba de una cuestión distinta. Se percató de que la presencia de Miguel debería haberle incomodado, pero estaba tranquilo. Desde aquella calma recién recobrada, podía percibir mejor las facciones de ella. Estaba relajada y la intuyó contenta. Su silencio no resultaba incómodo. Los comentarios que hacían les recordaban que el mundo era suyo. De los tres.

Era un mundo pequeño y sencillo, hecho de gestos y de palabras. ¿Por qué no iban a compartirlo? Compartir aquellos instantes de serenidad, cuando podían oír el mar y oler la sal.

Le miraba el perfil y habría querido volverse a perder en su boca. Entreabiertos los labios, se mordía el inferior con los dientes. La marca en los labios acentuaba su plenitud. Le recordaron, una vez más, la fruta en el punto exacto de madurez. Cuando nos invita a comérnosla, adquiere una tonalidad rojiza. Algunos mechones se escapaban del pelo que llevaba recogido en la nuca: sólo unos cuantos para recordar que era una mujer rebelde. Si desviaba el ángulo de visión un grado, también podía ver a Miguel en el asiento de atrás. No le molestaba que fuese testigo de la contemplación muda, porque se sentía comprendido. También a él le habría gustado mirarla. Estaba seguro de ello. Actuaban como un triángulo bien avenido. Por un momento, pensó que tenían que hacer una distribución de bienes: él tendría los gestos y los abrazos; Miguel tendría que conformarse con las historias que contaba para Elisa. ¿Tendría que haberse sentido satisfecho? No lo sabía. Por una parte, se sentía molesto por la complicidad de ambos. Le ponía un poco celoso. Habría preferido dominar el arte de contar historias, para que nadie le robara ni una parcela de su atención. Por otra parte, intuía que Miguel no se conformaría con las palabras. Constatarlo alteraba la calma que habían conseguido crear, aquel equilibrio de fuerzas.

La volvió a mirar y le pareció despreocupada, lejos del mundo. Miguel estaba en una actitud que se le hacía difícil interpretar. Él se esforzaba por favorecer la sensación de tranquilidad. Todo está bien, pensó mientras decía:

—Deberíamos ir al faro.

—¿Hay un faro? —Miguel hizo un gesto de sorpresa grata.

—Sí —intervino Elisa—. Yo también creo que lo deberíamos visitar. Es un lugar mágico. Si nos quedamos ahí un rato, nos podrías contar una de tus historias.

—Claro. —Miguel parecía alegre—. Los cuentos se cuentan mejor en un buen escenario.

—No necesitas escenarios —Ramón no pudo evitar el tono irónico—. Tienes suficiente con un buen público.

—¿Nosotros somos un buen público para ti? —En la voz de Elisa había un rastro de coquetería.

—Tú eres la mejor espectadora del mundo, querida —había ternura en la voz de Miguel—. Ramón es un hombre distraído. Cuando cuento una historia, puedo advertir que su pensamiento vuela. Huye de la historia. La abandona hacia otros lugares.

—Me interesa más la realidad. Prefiero lo que es cierto a las mentiras. Me cansan tus fábulas.

—¿Y qué es lo cierto, amigo mío? ¿Dónde están tus verdades y las mías? ¿Crees que tienen que coincidir necesariamente?

—No —le costaba darle la razón—. Pienso que hay certezas y verdades.

—¿Cómo las diferencias? —Miguel hablaba despacio.

—Elisa es una certeza. Es real, incuestionable. Siempre está presente —la voz de Ramón temblaba de una forma casi imperceptible.

—Gracias, amor —murmuró ella.

—No estoy de acuerdo —Miguel hablaba con seguridad—. Elisa no puede ser tu certeza. Las certezas son rotundas. Ella es una mujer. Las personas son cambiantes, afortunadamente. A lo sumo, podríamos decir que ella es tu certeza.

—¿Y cuál es tu verdad, Miguel? —había un tono de agresividad contenida en su voz.

—Mi verdad sois vosotros y los cuentos que os narro.

Elisa sonrió, satisfecha por las palabras de Miguel. Se encontraba cómoda y tenía ganas de pasar por alto cualquier síntoma de acritud. Tampoco habría querido propiciar el más mínimo enfrentamiento entre los dos amigos. Aunque era consciente de que, a veces, Miguel habría mandado al otro a hacer puñetas, también sospechaba que los unía un afecto profundo. Esperaba que la intensidad de los vínculos compartidos sirviera para atenuar los malentendidos. Pensó que quizá habría tenido que explicar a Ramón que no debía preocuparse, porque le seguía amando. Lo había considerado innecesario, una obviedad que no necesita explicarse. En el fondo, la situación le hacía cierta gracia. Le servía para constatar que era la fuerte. A Elisa, le enorgullecía saber que ambos dependían de las palabras que ella pronunciaba, que estaban pendientes de sus gestos, que la habrían seguido a pies juntillas. Era una sensación de poder que no había descubierto antes. No pretendía jugar con ello. Al menos no tenía la intención de forzar los límites. Tan sólo habría querido combinar equilibrios de forma acertada. Nada iba a interferir en su relación con Ramón, pero había un espacio para Miguel. Mientras estuviera en Mallorca, podría continuar escuchando aquellas historias que le robaban el corazón. ¿Quién había dicho que las palabras no enamoran?

Llevaba un vestido color cereza. Se marcaba en la cintura y tomaba la forma de las caderas. En el cuello, un pañuelo de seda para protegerse del frío. Sobre los hombros, una gruesa chaqueta. Condujo hasta el faro. Era una ruta de curvas sin fin. La dureza del camino endurecía también la expresión de Ramón. Habría preferido regresar, pero no osaba decirlo. Le parecía que el paisaje era demasiado solitario. Era prudente, quería evitar riesgos. Los árboles formaban un fondo verde que, aquí y allá, se volvía grisáceo. El cielo estaba nublado. Le recordaba a los ojos de Miguel cuando le miraban. Aquella mirada que no tenía nada que ver con la de antes, cuando eran dos jóvenes impacientes por unas calles laberínticas. Dijo:

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