Read Las mujeres que hay en mí Online
Authors: María de la Pau Janer
—¿A la ermita? Llevaría años sin ir.
—Le invadió la añoranza de repente. No hablaba de otra cosa.
—¿Quién la acompañó?
—Una vecina que la conoce de toda la vida. Debió de insistir tanto que la mujer quiso cumplir su deseo. Cuenta que fue un calvario bajarla del coche. Cuando consiguió sentarla en un banco, cerca de la iglesia, empezó a llover.
—¿A llover?
—Nada, cuatro gotas. Una llovizna que la asustó de veras.
—La lluvia la puso enferma.
—El médico ha diagnosticado pulmonía. Dice que no vivirá mucho.
—Lo siento mucho, de verdad. Últimamente se sentiría abandonada. No la he llamado apenas.
—Perdía la cabeza. ¿Cómo iba a imaginárselo?
—Sí, claro.
—Tendríamos que ir.
Cuando llegamos al pueblo, ya había muerto. No pude decirle adiós. Tampoco pude decirle que Sofía, mi abuela, le mandaba un tarro de confitura de ciruela que, aquel año, había salido deliciosa. No tuve tiempo de explicarle que Elisa, mi madre, acababa una colcha que se la enviaría para el invierno. Era una colcha de lana con unos dibujos de flores muy pequeñas. Me habría gustado que supiese que le mandaban muchos abrazos, que la añoraban, que me habían asegurado que harían lo posible para visitarla muy pronto.
Había sido mi tiempo de pérdidas. Debe haber un tiempo para encontrar y un tiempo para perder. Lo comprendí con un cierto pesar, mientras pensaba que, con la desaparición del abuelo y de las tías, los nexos con el pasado ya no eran reales. No se podían concretar en unos rostros que estuviesen cerca para recordármelo. Las raíces se convertían en una sensación que no era posible precisar. Un sentimiento que sólo permanecía en mí, que no tenía otros referentes que estas cuatro cosas: una casa y un jardín, la abuela Margarita, los recuerdos. Había acumulado las imágenes que me acompañarían siempre. No sabía si el tiempo se ocuparía de distorsionarlas, si les cambiaría la forma. Lo único importante era que había aprendido a guardarlas como si fuesen un tesoro. Los fantasmas de todos mis muertos tenían espacio suficiente para moverse, un caserón de paredes gruesas y el pensamiento de una mujer que era yo. Me agradaba saberlo. Era grato ser consciente de que las pérdidas eran tan sólo aparentes. Mis madres se alegrarían. No volverían a estar solas entre salas y habitaciones. La presencia del abuelo se volvía a notar en la casa. La podía captar en el aire, notarla en el ambiente. Las tres tías, seguramente más discretas, todavía no habían hecho su aparición. Estaba segura de que también conseguiría dar con ellas. Me saldrían al encuentro desde el desván, encogiendo la nariz porque les molestaba el polvo. Estarían bajo los porches del jardín, sofocadas a causa del calor. Me sonreirían desde la cocina, mientras vigilaban los fogones. Sólo había de tener paciencia y esperarlas. Dejar que el tiempo las devolviera por otros caminos. Entretanto, no se lo contaría a nadie. Guardaría el secreto, porque hay sentimientos que es mejor no compartir. Nos ayudan a vivir, y a los demás, ¿qué les importan nuestras quimeras?
Recorrimos el camino de vuelta en silencio. Yo conducía y era de noche. Los faros del coche iluminaban una distancia corta de carretera. La abuela Margarita, sentada a mi lado, no decía nada. Se limitaba a hacerme aquella compañía callada que tan bien conocía. Habría querido agradecérselo, pero no encontré las palabras. Quizá no eran necesarias. Tenía bastante con la sensación cálida que sentía cuando estaba cerca. Conduje sin prisas, hacia casa. De noche, apenas había tráfico. La circulación era fluida. Cuando entramos en la autopista, me relajé. El pensamiento se perdió y voló muy alto, más allá del cemento y de las nubes. Pensé que no debía perder el tiempo que se había escapado entre las manos de los que amaba, porque aún era mi cómplice. Me sabía joven y me sentía fuerte, pero no sabía hasta cuándo podría durar la vida. Mis madres murieron en plena juventud, cuando nadie lo esperaba. Una persona no puede predecir el espacio de existencia que aún le queda por saborear. Es una cuestión de los hados, que son caprichosos. Nos sorprenden cuando menos lo imaginamos. Nos reservan épocas felices, días de dudas, las angustias y los miedos. Decidí no continuar planteándome preguntas. Tenía que buscar las respuestas a mis inquietudes por otros lugares. No estaban en mí. Ni siquiera en la gente que me rodeaba. Debía buscarlas en una casa de piedra que estaba al fondo del jardín. Tenía un farol en la puerta que se encendía por las noches y formaba un círculo de luz. En ella vivía un jardinero.
Fui a verle aquella misma noche. Cuando llegamos del pueblo, la abuela Margarita parecía cansada. Le dije que fuera a reposar. Tenía el rostro algo trastornado. Era la alteración que sufre la gente mayor cuando se encuentra con la muerte de otros y se huele la suya. Aunque nunca me había hablado de ello, sabía que le impresionaban los entierros y las ceremonias fúnebres: había hecho un esfuerzo acompañándome a Llubí en mi último encuentro con el pasado. Como era la discreción personificada, no me hizo comentario alguno. No me dijo hasta qué punto le había resultado difícil. Yo le agradecía aquella ayuda sin reproches que le caracterizaba. Era una mujer generosa, que me acompañaba en los momentos duros. Ahora, sin embargo, no la necesitaba. Habría sido un obstáculo en el camino, si se hubiese empeñado en seguir a mi lado. No tuve que insistir, ya que tenía un sentido de la discreción que me asombraba. Sería la reina de las intuiciones, porque adivinaba cuándo tenía que retirarse y cuándo era imprescindible su presencia. Creo que nunca he llegado a valorar eso como merece.
Con el rostro pálido por la proximidad de la muerte, se fue a su habitación. Me deseó buenas noches, y no había dudas ni sospechas en la voz que me hablaba. Desprendía el afecto de siempre, una ternura que no resultaba nada incómoda, porque se manifestaba con la dosis exacta de prudencia, y una tranquilidad de espíritu que le envidié. Me habría gustado compartir aquella paz interior, ser partícipe de ella. Llevaba semanas alterada y nerviosa. Concentrado el pensamiento en la figura del jardinero de la casa, llena de preguntas e interrogantes, notaba que se había producido en mí una transformación. La Carlota de antes, que estaba distraída en mil pequeñeces, vivía con una única obsesión.
Sin los cuadros de mis madres en la pared, mi dormitorio parecía más amplio. Ellas habían llenado la habitación. Su presencia ocupaba todo el espacio. Desde que no estaban, tenía momentos de añoranza, momentos en los que miraba la pared vacía y pensaba en ellas. Pero la mayoría de los días me sentía cómoda. Era agradable la sensación de haber recuperado por completo mis propios dominios, lejos de interferencias y de distracciones. Aquella noche abrí las puertas del armario. Tenía que adentrarme en él y explorar sus profundidades. Quería una ropa diferente para mi encuentro con Ramón, para la visita que no seguiría aplazando. La ropa que colgaba no era de una gran diversidad: pantalones vaqueros, camisetas y jerséis, alguna falda larga. Ninguna de aquellas piezas era lo que yo buscaba. Encontré un vestido de color verde que me hizo dudar. Tenía la falda demasiado ancha y el escote pronunciado. Lo descarté. Había otro de una tonalidad violeta, poco favorecedora para mi piel. Lo había llevado en una sola ocasión, para la boda de una amiga, y no me lo volví a poner más. Lo retiré sin dudarlo apenas. Por último, vi aquel vestido negro, de líneas simples, que me marcaba la cintura. El escote dejaba descubierto el cuello y el inicio de los hombros. Era muy sencillo, pero la tela conservaba la suavidad del primer día. Me lo probé. Se adaptó perfectamente a mis movimientos y a mi figura. Me pareció, además, una mezcla de sobriedad y provocación.
Decidida, di dos pasos hacia la puerta. Antes de salir, dudé. ¿Adonde iba? ¿Qué sentido tenía presentarme en casa de un desconocido casi a medianoche? Probablemente pensaría que estaba loca. Una pobre mujer que ha perdido el juicio y aparece para reclamar antiguas historias. Historias que el tiempo ha convertido en nada, en un poco de ceniza. Hice un intento de construir un discurso lógico o, al menos, un inicio de discurso. Pensaba decirle que no pretendía molestarle ni hacer revivir viejos fantasmas. Sólo buscaba que me explicase qué había sucedido. ¿Cómo conoció a mi madre? ¿Por qué extraños caminos le había tocado acompañarla en la hora de la muerte? ¿Por qué en el faro de Formentor? ¿Por qué fueron allí?
Salí al jardín y me pareció que había realizado una proeza. No había nadie, a aquella hora. Cerré despacio la puerta tras de mí. Hacía frío y pensé que tendría que haberme abrigado, pero mi percepción del frío no me parecía real. Mi realidad era la prisa, una inquietud en el estómago, un cierto miedo. Anduve por el sendero que cruza el jardín de un extremo a otro. Los árboles eran sombras gigantescas delante de mí. No había apenas luz que guiase mis pasos. A una distancia cada vez más corta, el farol de la casa de Ramón. Era un círculo de luz que se esparcía por un trozo de jardín. No recuerdo bien cómo llegué. Me dominaba la sensación de vivir una mentira. Nada de aquello podía ser realidad. A la vez, tenía los sentidos a punto, agudizada mi capacidad para percibirlo todo. No me hice más preguntas. Los interrogantes habían quedado en un rincón de mi mente. No dormían, sólo esperaban la ocasión de volver a aparecer. De momento, me dejaban proseguir. No interceptaban el curso de los acontecimientos. Sabía que no debía culpar a las circunstancias. Era una voluntad libre que me empujaba por las sendas de la memoria. Pensé que Elisa, mi madre, quizá también había seguido aquella misma ruta. De una casa a la otra, amparada por la oscuridad. Quién sabía cuándo o cómo. Los muertos no dejan pistas; los vivos debemos buscarlas.
Llamé tres veces. El timbre resonó en el silencio y me recordó al silbido de un tren que llega. Era una incongruencia, porque yo no tenía la sensación de llegar a ninguna parte. Si acaso, mi visita era un punto de partida hacia no sabía dónde. A través de la ventana, vi luz en el interior de la casa. Era una luz débil, que aumentó al llamar yo a la puerta. Después, el eco de unos pasos que se acercaban. Ramón me abrió. En sus ojos no había rastro de sueño. Daba la impresión de que había interrumpido algo, como si le hubieran obligado a retornar de repente. Me lo imaginé leyendo en una butaca, echado, el libro entre las manos, la atención concentrada. Tenía un aire de ausencia que me enterneció, aunque no habría sabido adivinar la causa.
Llevaba una camisa de hilo, deshilachada en las mangas por el uso, unos pantalones anchos. En las manos, el volumen que estaba leyendo. No había sabido dónde dejarlo, quizá demasiado sorprendido por mi presencia a destiempo. Cuando me vio en el dintel, realizó un esfuerzo por situarme en el mapa de los vivos y no lo consiguió. Se quedó quieto, con la mirada fija en mis ojos, sin decir palabra. Lo miré como si recuperase a alguien, después de mucho tiempo. Era la impresión que tenía: aquel hombre y yo teníamos muchas palabras pendientes. La vida no nos había dado ocasión de pronunciarlas, pero yo me había avanzado a la vida misma. A pesar de mi carácter decidido, era la primera vez que me atrevía a dar un paso así. Aun con el nerviosismo, una idea me pasó por la cabeza. Pensé que no podía ser un error. Había dedicado demasiados esfuerzos a ello para que el resultado fuese un desacierto. Estaba delante de mí, con sus piernas y sus brazos largos, los hombros con la inclinación que le conocía, el pelo con canas. Suponía un misterio por descubrir, muchos interrogantes por resolver. No podía reflexionar. Me dejaba llevar por la sensación de tenerlo muy cerca. Permanecimos en silencio un buen rato, uno frente al otro. Era una situación inusual, pero no resultaba incómoda. En ningún momento sentí que mi presencia le estorbase. Se había quedado mudo, de pie ante la puerta. Sabía que yo tenía que decir algo, explicar por qué había ido, pero también callaba. La actitud de Ramón no me invitaba a decir nada. No hizo un solo gesto de interrogación o de sorpresa. Como no era lo que yo había esperado, aquella actitud me dejaba aún más confusa. Sentí que se me nublaba el cerebro y se me anudaba el estómago. Ambas sensaciones me dejaban sin capacidad de reacción. Anulaban mis defensas, mi energía.
Pasó un tiempo que no habría sabido calcular. Había perdido la noción, aunque se me hizo muy largo. Nos iluminaban el farol y la luna. No obstante, éramos dos figuras indecisas frente a la puerta. Dos perfiles desdibujados; también dos voluntades desdibujadas. Casi sin darme cuenta, fueron surgiendo las primeras palabras. En un titubeo vacilante, dije:
—Buenas noches, Ramón.
Me respondió brevemente, pero le oí muy bien. No se trataba de que la imaginación me jugara una mala pasada, sino de la realidad de unas palabras que me impresionaron. Me dijo:
—Buenas noches, Elisa.
Habría querido corregirlo. Explicarle que Elisa no lo podía visitar de noche, porque estaba muerta, pero no llegué a tiempo. Noté sus brazos alrededor de mi cintura. Me abrazaba y yo no podía oponerme. Quizá tampoco quería oponerme. Sólo deseaba esconderme en el espacio que me ofrecía aquel cuerpo, buscar refugio en él. Me levantó del suelo y yo era una figura sin voluntad ni fuerzas. Entramos en la casa de piedra. Entonces todo sucedió como en un sueño.
Había una alfombra que cubría el suelo de la sala. Sus colores estaban desteñidos, pero transmitía una sensación de calidez. Nos tumbamos. El uno junto al otro, quietos, permanecimos inmóviles. Poco a poco, Ramón me besó. Tuve la impresión de que sus labios iban a romperse. Temblaban cuando se posaban en los míos. Era un estremecimiento suave, que no duraba mucho. Me fundí en aquel beso. Percibía todo el cuerpo concentrado en mi boca, como si yo no existiese más allá. Mi capacidad de percibir sensaciones se había intensificado en un punto concreto. Notaba el gusto de su boca. Era una mezcla de sabores diferentes que me entretenía en distinguir: sabor a limón y a sal, sabor a olor de hierba. La hierba del jardín, cuando caía la lluvia, se parecería al rastro de saliva que se mezclaba con la mía. Nunca había besado con todo el tacto en los labios. Los besos que no me habían robado el corazón desfilaron en un momento por mi mente. Los había habido insípidos, aburridos, tristes. Sólo había saboreado chispas de deseo, que se diluían al tocar fondo. La lengua de Ramón recorría mis labios y se adentraba en mi boca convirtiéndola en una gruta mágica, donde reposaban los mejores recuerdos.
Le desabroché los botones de la camisa. Él me quitó el vestido, que voló lejos. Fue a parar a la alfombra, como un charco negro. Nos abrazamos y deseé fundirme con él. Era una sensación de urgencia que aceleraba mis movimientos. Había falta de sincronía entre los dos. Ramón se movía con una lentitud que no admitía prisas. Yo no sabía contener mis ganas. Lentamente me adapté a un ritmo que prolongaba el placer. Mi cuerpo lo acogía con sencillez. Tenía la impresión de que lo había esperado desde siempre. Concertados los ritmos, no era difícil acoplar los gestos. Me abrí entera para que entrase dentro de mí. Entonces le retuve en un instante de quietud. Formábamos una materia única, un solo cuerpo. Se esfumaron las prisas y quise detener aquel momento. Tenía que percibirlo con toda su intensidad, para que me acompañara luego.