Read Las mujeres que hay en mí Online

Authors: María de la Pau Janer

Las mujeres que hay en mí (32 page)

No fueron las palabras, sino las sábanas. A veces, los objetos nos arrastran de vuelta al mundo. Nos concentramos en ellos sin quererlo y de pronto llegan las palabras. Los oí. Ella dijo:

—No sé qué vamos a hacer, en esta casa. Siempre había oído que las historias se repiten, pero no lo acababa de creer.

—Claro que se repiten, mujer. ¿No sabes que el mundo es una rueda? Todo vuelve.

—Todo el mundo habla de ello. Dicen que parece el fantasma de su madre que ha tomado forma de mujer, otra vez.

—¿La has visto alguna noche?

—No. Reconozco que tengo el sueño pesado. Son los años; me dejan abatida al llegar la noche. Me han contado que recorre el jardín como la otra. Sigue el mismo camino, hasta la casa de piedra.

—Lo siento. Menos mal que don Mateo, que en paz descanse, no lo puede ver.

—El señor se volvería a morir del disgusto. Ya tuvo bastante con su hija.

—La verdad es que las dos tienen un aire parecido: el pelo, la boca. Aquel sinvergüenza se habrá zampado el pastel dos veces.

—Calla; te van a oír. Yo no sé qué les da. Antes, aún, que era un hombre joven y bien plantado. Pero los años no pasan en balde para nadie.

—No. Ninguno nos libramos.

—¿Tú crees que la señorita Carlota lo sabe? ¿Crees que alguien se habrá atrevido a contárselo?

—¿Contarle el qué?

—Cómo murió su madre. Sabes que él estaba a su lado. Fueron al faro de Formentor. Se dice que...

—Se dice que no fue el viento, que fueron las manos de un hombre. Cayó por el acantilado.

—Nos la trajeron muerta. Parecía de seda. El también.

—Había alguien más con ellos. Se dice que Ramón era un hombre celoso, posesivo.

—Se dicen tantas cosas...

—La señorita Carlota es muy joven. Me recuerda a su madre. No me gustaría que corriese la misma suerte.

—Es cierto: todo se repite.

Al día siguiente encontré la fotografía. Es curioso cómo se encadenan los acontecimientos para impedirnos vivir tranquilos. Aquella noche no acudí a la cita con Ramón. Pasé la noche inquieta. Las palabras que me llegaron a la azotea, hasta la baranda en la que me apoyaba para mirar a lo lejos, no me dejaron conciliar el sueño hasta muy tarde. Entonces aparecieron los viejos fantasmas. Rondaban mi cama y me impedían la calma. Elisa salía a mi encuentro como una sombra. Adquiría una consistencia poco sólida, como si fuese una mentira. Se esforzaba por hablarme. Notaba sus dificultades, los intentos que llevaba a cabo para que entendiese lo que me iba a decir. Las palabras se escapaban cuando aún no había acabado de pronunciarlas. Tomaban la forma de pequeñas espirales de humo, hasta que desaparecían. Yo me volvía agua. Era un río pequeño que se esparcía por las sábanas, que formaba charcos. El humo anunciaba el fuego. ¿Dónde estaba el incendio que tenía que apagar? ¿De dónde provenían las llamas? Estaban en los ojos de Elisa, en las palabras que había oído y que me quemaban por dentro.

Me levanté de madrugada. Empapada de sudor, el pelo en desorden, la mirada triste. Me vestí de prisa, de cualquier manera. Me había levantado rápidamente y no tenía tiempo que perder. A través de la ventana, veía las primeras luces de la mañana. Eran claros que vacilaban, como yo misma. Luces indecisas que me recordaban mis propios temores. Transcurrirían los minutos y el cielo adquiriría una tonalidad uniforme, sin resquicios. Mi vida, en cambio, era confusa. No tenía la nitidez del cielo. Anduve hasta la casa de piedra con pasos ateridos. Nadie estaba despierto, a aquella hora. Incluso los más madrugadores todavía calentaban las sábanas. Los árboles salían a mi encuentro y eran criaturas sólidas, llenas de vida. Yo les pasaba de largo y tenía la sensación de que llevaba la muerte dentro de mí. El farol de la puerta irradiaba una luz que era devorada por el sol. Pensé que así son las cosas: el tiempo nos cambia la perspectiva. El día puede empequeñecer lo que de noche nos parece grande. También podía suceder al revés. Deseaba que hubiera ocurrido lo mismo con la muerte de Elisa. La gente podía repetir versiones falseadas, haberse inventado historias.

Cuando Ramón me abrió la puerta, me tomó entre los brazos sin decir palabra. Le vi la expresión de inquietud. Me había esperado despierto desde la noche anterior, sorprendido de que no fuera, pero no me hizo preguntas. Nos abrazamos en la entrada. Había una urgencia difícil de explicar entre ambos. Una prisa que nos empujaba a buscarnos los cuerpos, que aceleraba los latidos de nuestros corazones, que hacía desaparecer todo lo que nos rodeaba. Era un proceso que tenía lugar sin esfuerzos, de una forma natural. Mi reacción inicial era reprimirlo, pero en seguida me dejaba llevar. Aquella madrugada nos amamos de una forma algo brusca. No con la ternura de antes, sino con un deseo primitivo. El deseo en estado puro, sin disfraces ni artificios. Sólo las ansias del otro, que no se terminan nunca, la voluntad de recorrer los pliegues de su piel, las formas que vuelven a descubrirse. Nos quisimos sin saber que sería la última vez, pero actuamos como si alguien nos lo hubiese dicho. Con la misma desesperación, inmersos en el esfuerzo imposible de parar el tiempo, de retenerlo entre las manos.

Me desperté bien avanzada la mañana. Había perdido la noción de las cosas. Tenía un poco de frío y me abrigué con una manta, antes de mirar a mi alrededor. Ramón dormía. Observé que tenía la cabeza inclinada hacia atrás, los labios entreabiertos. Respiraba confiado, como quien nada tiene que temer. Me levanté con una sensación de incomodidad. Su actitud tranquila tenía poco que ver con el estado de alerta constante en que vivía yo. Miré la sala: había pocos muebles, pero daban una impresión de solidez. No había muchos cajones y pensé que no sería complicado registrar su contenido. La idea se me ocurrió de repente, sin premeditarla, pero me pareció buena. Tenía que encontrar algo que que devolviese la paz. Era un hombre ordenado. Los libros se alineaban en las estanterías, los papeles reposaban en el fondo de los cajones. Eché un vistazo. Eran recibos, listas de material para el jardín, recortes de diarios. Estaba todo clasificado por temas y resultaba sencillo descubrirlos. No había nada que me interesase mucho. Nada delataba secretos ni descubría historias. Pasé un rato, mientras temía que él se despertara. Cuando estaba a punto de dejarlo, convencida de la inutilidad del esfuerzo, encontré aquella fotografía.

En la imagen había tres figuras. Una mujer y dos hombres. Formaban un conjunto alegre, que miraba el objetivo de la cámara con los ojos empequeñecidos por la sonrisa. Ella era Elisa, mi madre. Me sorprendió verla en aquel trozo de papel en blanco y negro. La percibí muy joven y muy vulnerable. La seguridad del retrato que conocía era sustituida por un aire débil, de persona a quien se la puede llevar el viento. ¿Fue en verdad el viento, lo que se la llevó por las rocas? En la fotografía estaba acompañada por dos hombres. A un lado, un Ramón rejuvenecido que la contemplaba con ternura. No pude evitar pensar que nunca le había descubierto aquellos ojos, cuando me miraba. Me dije que quizá era un efecto de la fotografía o de mi imaginación. Al otro lado, un hombre también joven. Estaba delgado y tenía las facciones marcadas en el rostro. La miraba con una intensidad que iba más lejos que el afecto. La vi en medio de ellos dos, perfectamente consciente de la influencia que ejercía sobre ellos. Parecía orgullosa de tener ese poder. Ignoraba los límites de mi intuición, pero me pregunté si acababa de descubrir la causa de su muerte. El amor es difícil de dosificar. Nadie acepta repartirlo.

Levanté los ojos de la foto, desconcertada. Entonces vi a Ramón. Haría poco que estaba despierto, porque conservaba un aire de ausencia que iba concretándose poco a poco. En aquel proceso de retorno, me miraba. Miraba también el papel que yo tenía en las manos. Intenté que las palabras surgieran sin crispaciones, que las preguntas no fuesen reproches.

—Es mi madre —le dije, con la sensación de contarle una obviedad.

—Sí.

—¿Y el otro?

—Un amigo que conocí en la India.

—¿Amabas a mi madre? —tuve que tomar impulso, respirar hondo.

—Mucho.

—¿Cómo la amabas? —Habría querido preguntarle si la quiso más que a mí o, mejor dicho, si me quiso sólo por ella.

—La amaba de la misma forma que respiro. Era mi única razón para vivir.

—Se murió.

—Sí.

—Por Dios, Ramón, cuéntamelo. No me contestes sólo con monosílabos. Ponte en mi piel. ¿Cómo quieres que viva todo esto? ¿Cómo quieres que lo comprenda, si siempre callas?

—No sé hablar de ello. Durante todos estos años, no se lo he contado a nadie.

—Cuéntamelo a mí. No es necesario que me expliques los detalles. Sé que habíais ido a Formentor.

—Fuimos los tres. Ella se empeñó en ir hasta el faro, a pesar del mal tiempo. Estábamos tensos.

—¿Habíais discutido?

—No exactamente. Miguel y ella hacía días que se habían hecho buenos amigos. Desde el principio hubo una complicidad que no me gustaba. Tal vez hubo alguna discusión absurda, sin valor.

—¿Estabas celoso?

—Seguramente. Ahora no tiene ninguna importancia.

—Para mí sí la tiene. Fuisteis juntos al acantilado. ¿Os asomasteis al abismo?

—Ella iba delante. Yo me adelanté casi hasta su lado. Miguel se quedó un poco atrás.

—Se la llevó el viento. Esto es lo que dicen. ¿Tú también lo dices?

—Sí, el viento.

—¿No podrías haberla salvado?

—No. Quizá sí... No lo sé.

—¿No lo sabes? Vacilas. ¿No has tenido tiempo suficiente para pensarlo?

—Lo he pensado mil veces. Me lo he preguntado de día y de noche, pero no conozco la respuesta. Sé que todo sucedió de prisa. Yo tendí un brazo hacia ella, pero ya no estaba.

—¿Para qué tendiste el brazo? ¿Por qué? ¿Querías salvarla o quizá...?

—No lo sé. Ya te he dicho que todo pasó muy rápido. Sólo puedo retener su imagen en el fondo, sobre las rocas. Sé que la amaba y que no quería su muerte. No recuerdo nada más.

Llamaron a la puerta. El sonido del timbre me asustó, porque no lo esperaba. Estaba demasiado desconcertada por las palabras de Ramón. El se puso una camisa y unos pantalones. Fue a abrir. Me pareció que alguien lo reclamaba fuera. Le vi de espaldas, alejándose. Me alivió que se fuese. Me imaginé que también él agradecía la oportunidad de salir de casa. Estaba tensa. Me había confesado que quizá podría haber salvado a mi madre. ¿Cómo podía no estar seguro? ¿Por qué titubeaba al hablar de ello? Me pregunté qué hacía allí, junto a aquel hombre. Una distancia inmensa nos alejaba de repente: eran las dudas, el miedo, la desconfianza. Nunca más podría fiarme de él. Me pregunté cuál era mi papel en aquella historia. Había sido una torpe copia de mi madre. La ocasión de recuperar un bien perdido, que nosotros mismos desperdiciamos. El mismo viento que se la arrebató había querido devolverle a otra mujer. Una mujer joven, llena de interrogantes, que cometió el error de enamorarse. Si no tenemos la cabeza fría, no podemos juzgar un hecho, decía mi abuelo. Yo no había tenido la serenidad suficiente para darme cuenta antes de lo que sucedía. Me dejé llevar por una fascinación extraña, que me resultaba difícil de explicar. Será que las fascinaciones más profundas no se justifican.

Fui a la cocina. Había envuelto todo mi cuerpo con la manta. Había hecho un nudo sobre mi pecho para que me quedaran los brazos libres. En una bandeja, había manzanas rojas de piel gruesa. Eran brillantes, tersas, jugosas. Me senté en una silla de cuerda trenzada y cogí una. No me fue difícil encontrar un cuchillo. No era muy grande, pero tenía la punta afilada. Sin prisa, empecé a pelar la fruta. La piel formaba una espiral que iba cayendo al suelo. Me entretuve en ello porque me gustaba ver surgir la pulpa. Me di cuenta de que me mojaba las manos. La corté a trozos y me los comí. La manzana tenía un olor cálido. Pensé que era mejor el aroma que el sabor. Son cosas que ocurren. El aroma de aquella fruta creaba unas expectativas que después no se cumplían. Tenía un gusto insípido y yo eché de menos mi vida insípida de antes, cuando los buenos olores quedaban para la región de los sueños. A través de la ventana, un pequeño rayo de sol iluminaba el cuchillo que había dejado encima de la mesa. Brillaba como si fuese de plata. Me fijé: era sencillo usarlo y cortaba mucho. Había tenido que ir con cuidado para no herirme, mientras lo usaba. No podía apartar mis ojos de él. Poco a poco, pasé mis dedos por la lámina de acero. La luz de la mañana me iluminaba. Era un objeto bello. Tenía la dignidad de las perfecciones minúsculas. Entonces, pensé que me habría gustado ver a Ramón muerto.

XXV

Vinieron días llenos de confusión. Yo no era la mujer joven, que tiene la vida repleta de proyectos que llevar a cabo. Me había convertido en un ser desvalido que miraba al mundo con una sensación de fraude. Tenía la certeza de que me habían cambiado la historia. El pasado, que habría tenido que ser diferente, había sido un relato de pérdidas. Las personas que habían ocupado un lugar importante no estaban. Algunas tomaron la forma de fantasmas que me ayudaban a vivir. Eran mi abuela y mi madre, presentes en aquellos retratos. Habría querido no saber nada más. Vivir ignorante de los hechos que se encadenaron para que Elisa desapareciese en un abismo. A veces, la vida dibuja círculos poco creíbles. Nos cuesta aceptarlos con la mente, pero el corazón nos los dicta. Cada palabra sirve para recordarnos que nada fue como habríamos deseado.

Aquella mañana viví una sensación de incendio. Era casi mediodía, cuando abandoné la casa de piedra. Antes, me vestí con cierta prisa. Tenía ganas de huir de aquellas paredes, de irme afuera. No quería encontrarme con Ramón, cuando decidiese volver. En el suelo, quedaron las pieles de manzana y la manta. En el aire, los restos de los momentos que habíamos querido retener, aunque no supimos. Volví a recorrer el camino hacia casa. A la luz desvergonzada de la mañana, las cosas parecían diferentes. Me encontré con algunas personas que me observaban con expresión de sorpresa. No entendía su perplejidad ni me paré a pensar en ello. Les resultaría extraña mi presencia a aquellas horas. Tal vez la expresión de mi rostro se les hacía difícil de entender. Quizá habían oído historias sobre mí que los llevaban a observarme con atención. No me importaba. Me ganaba la prisa por llegar.

Subí a mi habitación. Delante del armario, dudé. Miraba su interior con sorpresa. Colgaban los vestidos, uno junto al otro. Algunos aún llevaban las etiquetas de la tienda donde los había comprado. Di un vistazo, un rápido recorrido que sólo me sirvió para constatar lo que intuía: eran disfraces. Había comprado aquella ropa para parecerme a Elisa. Quería parecerme a ella para gustar a Ramón. La verdad era así de sencilla, pero me hacía sentir muy poca cosa. ¿Cómo había sido capaz de transformarme de aquella manera? Había perdido el tiempo tras un hombre que también supo disfrazarse. Me escondió una verdad que no era capaz de reconocer. Llené algunas bolsas con la ropa del armario. La doblaba con cuidado y la colocaba en un montón. Me desprendía de ella con una impresión de ligereza, como si me quitase de encima un peso inmenso. Volví a dejar los vestidos de antes. Las piezas que formaban parte de la vida de una Carlota casi olvidada.

Other books

The Eye: A Novel of Suspense by Bill Pronzini, John Lutz
The Beggar King by Michelle Barker
On the Run by John D. MacDonald
El templo by Matthew Reilly
The Yellow Dog by Georges Simenon


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024