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Authors: María de la Pau Janer

Las mujeres que hay en mí

 

«En aquella casa habitaban los fantasmas de mis madres.» Así comienza el fascinante relato de Carlota, que nos sumerge en los misterios y las pasiones ocultas en una mansión en la que vivieron su madre, Elisa, y su abuela, Sofía, ambas muertas a los veinte años. Carlota vive con su abuelo en una magnífica casa de campo rodeada de un jardín. Pero también vive en compañía de los fantasmas de sus «dos madres», omnipresentes en la casa, y con la obsesión de reconstruir sus vidas, para lo que sólo cuenta con las palabras de su abuelo y, a veces, con sus elocuentes silencios. Ella anhela saber lo que ocurrió y recurre a los papeles olvidados en la alcoba, a los comentarios familiares, a su propio instinto de mujer, y conoce así las extrañas formas con las que se manifiesta la pasión, la injusticia de las ganas de vivir cercenadas por una muerte demasiado temprana. Un mundo bello y dramático al que no es ajeno otro personaje silencioso e inquietante: el jardinero de la casa. Con este viaje a través de tres generaciones de mujeres, Maria de la Pau Janer despliega todos sus recursos de gran narradora para ofrecernos una obra magistral, una novela que arrebata por la fuerza de la narración y por la belleza del mundo que nos descubre.

María de la Pau Janer

Las mujeres que hay en mí

ePUB v1.0

Polifemo7
17.10.11

Finalista Premio Planeta 2002

© María de la Pau Janer, 2002

© Editorial Planeta, S. A., 2002

Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)

Primera edición: octubre de 2002

Depósito Legal: B. 44.180-2002

ISBN 84-08-04592-X

Composición: Foto Informática, S. A.

Impresión y encuademación: Cayfosa-Ouebecor, Industria Gráfica

SOFÍA
I

En aquella casa habitaban los fantasmas de mis madres. Lo supe desde que era una niña que caminaba junto a los muebles, mirándolos como observan los mayores las montañas recortadas en el cielo. Tenía que levantar la cabeza y ponerme de puntillas para ver las mecedoras de madera, las mesas de cerezo, las sillas tapizadas de terciopelo, las camas de dosel. Entonces aún me resultaba fácil buscar rincones donde esconderme de los miedos infantiles, refugios absurdos donde me sentía segura. Había escondites en las paredes, entre las butacas y las cortinas que caían pesadas, tras la chimenea, en el ángulo que formaba el guardarropa con la pared. Me encogía y esperaba, el corazón acelerado, que alguien viniera a mi encuentro.

Los fantasmas no tenían las formas blancas que aparecían en mis tebeos o en el cine. En las sábanas que se tendían detrás de la casa, en unos porches abiertos al exterior, justo donde empezaba el huerto de los naranjos, no estaban. Estaba segura de ello. Como me entretenía en verlas volar, empujadas por la brisa de la mañana, el airecillo del mediodía, o el viento de las tardes agitadas, sabía que sólo eran telas blancas. Olían a azahar por la proximidad de los árboles, pero no ocultaban secretos. Volaban bien alto, se alzaban sólo un poco, o reposaban verticales, mientras el sol les robaba los restos de agua y el aire les traía buenos aromas.

Tampoco tenían rostros extravagantes ni expresiones que provocasen temor. No eran figuras concretas que se pudieran descubrir fácilmente a través de los sentidos, aunque los sentidos las adivinaran. Yo intuía su presencia, aveces tranquilizadora, a veces inquietante. Pero no eran espantajos que me turbasen el sueño o que me despertaran en mitad de la noche. Eran fantasmas amables, si no se les contradecía; generosos, cuando les contaba mis manías de adolescente. Tenían la paciencia de quien dispone de todo el tiempo del mundo por delante. La gracia de los que nunca harán un gesto que los transforme ante nuestros ojos. El encanto de lo que no se dice. Me acompañaban siempre. Estaban en la casa y ocupaban cada rincón de ella, con la certeza de que nada podía hacer que me abandonasen. Me esperaban en las habitaciones, a lo largo del pasillo, en las salas que se comunicaban con puertas correderas. Me hacían un guiño cuando contaba mentiras para volver más tarde los sábados. Mostraban un gesto triste si no les prestaba atención.

Los fantasmas de mis madres estuvieron conmigo durante una infancia larga y una adolescencia casi eterna, hasta que un día desaparecieron y no volvieron. Esto ocurrió cuando conocí a Ramón y aún no debo hablar de ello. Ahora es el turno de la casa donde he vivido desde que nací y, sobre todo, de los retratos de dos mujeres, colgados en la pared de mi dormitorio. Dos mujeres muy bellas, que tenían la mirada oscura de los que han tenido que morir antes de tiempo.

Cuando era pequeña, me preguntaba si la naturaleza me regalaría parte de su encanto. Nunca estuve muy segura de ello, porque me parecía imposible igualarlas en algo. Ellas eran como una mañana limpia de nubes. En la pintura, lucían la piel tersa, los ojos de almendra, las manos pequeñas, nerviosas, que no se resignan a la inmovilidad.

Me imaginaba sus movimientos como un zumbido de abejas en días soleados, la sonrisa tímida, sólo insinuante, que se convertía en una risa de cristal, ancha y feliz. La verdad es que nunca supe si fueron felices. De sus vidas, me llegaban relatos imprecisos que no me servían de mucho para conocer el original. De su rostro, quedaban las fotografías que llenaban aquella casa. Fotografías de las dos, perdidas en un baúl, en un libro cualquiera, sobre el anaquel de una estantería. Tenía, además, los retratos al óleo que había en mi habitación. Prefería suponerlas vivas. Me las inventaba capaces de salir airosas de cualquier obstáculo. Cuando me miraba en el espejo, el rostro adolescente todavía no del todo perfilado, la piel con algún granito inoportuno, el pelo demasiado liso, no podía evitar comparar mi cara con las suyas.

En la pared que quedaba a la derecha de mi cama, había una ventana que daba al huerto. Apoyada en el alféizar, me gustaba extender la mirada por el trozo de paisaje que se recortaba en el marco de madera. Era un paisaje tranquilo, de naranjos y muros de piedra. A lo lejos, una palmera esbelta y la sombra de algunas casas, la pendiente de sus tejados, la torre de humo que salía de sus chimeneas. Era una visión tan agradable... Había llegado a aprenderme de memoria cada uno de los matices del cielo: resplandeciente por la mañana, vivísimo al mediodía, mortecino todas las tardes, cuando giraba hacia un rojo rodeado de gris. En la pared de la izquierda, estaba el retrato de mi abuela: Sofía Riba Morell, muerta a los veinte años. Tenía el cuello esbelto y los hombros redondos, finos. El pelo le cubría el escote en una dispersión de color miel y arena tostada. La cara larga, con los pómulos marcados, a pesar de una juventud que se habría adecuado mejor a las redondeces de carne propias de la época. Me habían explicado poco de su existencia breve y supuestamente satisfactoria. Supe que se casó muy joven con Mateo Feliu Pujol, un médico de Andratx que debió de quererla con una pasión calmada de hombre de bien. Ninguno de los dos se haría demasiadas preguntas; ella no tuvo tiempo. Vivieron en la casa donde yo viví después y engendraron una hija. Mi abuela vería pasar los días uno tras otro, monótonos y repetidos, en pugna con la prisa que le dictaban los ojos, aquella mirada que, a pesar de los esfuerzos del pintor por hacer un retrato convencional, no era capaz de ocultar el hambre de vivir que tenía.

Delante de mi cama, ocupando una parte considerable de la pared, colgaba el retrato de mi madre: Elisa Feliu Riba, una mujer que tuvo una vida corta. Tenía la misma edad que la otra, veinte años mal contados, cuando murió en circunstancias extrañas. Circunstancias sobre las que todos los que estaban a mi alrededor se apresuraron en tejer el velo del misterio y del silencio, desde que era una niña. Una niña a quien nadie quería responder cuando preguntaba por ella. Mi madre estaba en el cielo, me decían mientras acariciaban mis cabellos. En el cielo y en el retrato, pensaba yo sin decir palabra. Hasta que hube superado los veinte años no respiré tranquila, liberada de una especie de maldición familiar que había imaginado que se perpetuaría en mí.

Elisa Feliu llevaba el cabello recogido en la nuca. A pesar de aquel orden aparente, un signo de contención bien distinto de la cabellera suelta del retrato de la abuela, nada alteraba la imagen de la muchacha rebelde. En los ojos, la mirada oscura de los gatos, que —curiosa ironía— tienen siete vidas, cuando la suya fue tan corta. En los labios, un rictus de firmeza, de voluntad. En las manos, un poco más pequeñas que las de la abuela, los dedos largos, finos, y un rastro muy sutil de venas marcadas en la blancura de la piel. Unas manos hechas para moverse al compás de las palabras, acentuando sus intensidades. En la barbilla, la inclinación justa de los que pisan el mundo confiados. Llevaba un vestido entre anaranjado y marrón, la oscilación de los colores dependía de la luz que entraba por la ventana y se proyectaba en ellos. Arriba, un mechón de cabello oscuro, que escapaba del peinado.

Eran parecidas y, a la vez, eran distintas. Durante las horas que dediqué a observar los retratos, largos ratos de observación curiosa y fascinada, intenté descifrar sus detalles. Ambas eran jóvenes y bellas, de una belleza poco frecuente, que se alejaba de los cánones. La abuela tenía quizá la nariz demasiado grande, cosa que, al levantar la cabeza en la tela, la dotaba de un gesto un punto altivo. A mi madre le ocurría con la boca: unos labios incómodos para una señora de buena familia, porque eran carnosos en exceso. Me recordaban a la fruta cuando está muy madura, en el momento preciso en que la carne escapa del envoltorio débil de la piel y derrama jugos de melocotón o de ciruela. La mirada, sin embargo, las diferenciaba. Los ojos de garza de la abuela me miraban con una chispa de felicidad pequeña, de andar por casa. Observarlos me llevaba a pensar en cosas sencillas, sin complicaciones. Cosas como los cubrecamas de encaje que ella había tejido, o como los tarros de confitura, que aún se utilizaban en la cocina, donde había escrito con una caligrafía pulcrísima, un poco inclinada, los nombres de la frutas: albaricoque, cereza, ciruela, naranja. Decían que era una experta entre las cacerolas y los fogones. Entretenía las horas muertas de su juventud preparando helados, horneando tartas, o probando los guisados de carne que se cocinaban poco a poco en un puchero.

La mirada de mi madre no tenía nada que ver con los bordados de la abuela. Ni tampoco con su paciencia en los fogones. Eran unos ojos que me producían una mezcla de sentimientos: por una parte, me inquietaban. Tiempo atrás, cuando era una cría, me habían enseñado a creer en los fantasmas. Descubrí que aquellos ojos no podían desaparecer y dejar al mundo a oscuras. Estaban ahí, jugando al escondite por los recodos de mi casa, ocultos en el mismo sitio donde yo me escondía. No sé si para huir de ellos o para encontrarlos. Por otra parte, me avergonzaban un poco. Eran unos ojos que reclamaban la vida, que la querían entera para exprimirla y agotarla, hasta que no quedara nada, ni una sola gota, en el pozo de la existencia. No se conformaban con la vida tranquila que, antes, había vivido la abuela en aquellas mismas paredes. La abuela, que tenía una mirada hambrienta de vivir, pero que no era como la otra, una exigencia permanente, confusa e inexplicable. Llevaba el pelo recogido en la nuca, pura convención, a propuesta seguramente del pintor, que debía de considerar excesivos sus rasgos de mujer que busca. El hombre se propondría contenerla y no se le ocurrió otra cosa que sujetarle el pelo: grave error. En realidad, el mechón huidizo era un signo de revuelta minúscula. La cabellera recogida servía, contradicciones del retrato, para subrayar el óvalo de la cara, la forma delicada de las sienes, la frente. Descubría las orejas menudas, el cuello provocadoramente desnudo, y una mirada demasiado intensa.

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