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Authors: María de la Pau Janer

Las mujeres que hay en mí (11 page)

Sofía se quita poco a poco su vestido azul. Se entretiene desabrochando los botones, que son minúsculos, desde el cuello hasta la cintura. También lleva en las mangas, desde el antebrazo hasta el puño. Cada uno es como un instante que pasa en la espera. Quiere que la encuentre con la bata de seda que recorre las curvas de su cuerpo. Se la abrocha en la cintura. La ropa la envuelve en una caída vertical al suelo. Cuelga el vestido en el guardarropa y escucha, atenta. La avisa el roce de las manos y los pies en la fachada. Se da cuenta de que es él y contiene la respiración. Ruega no sabe bien a quién que no lo descubran. Nadie debe enterarse de estas visitas nocturnas. Por un momento, se imagina qué sucedería si lo descubrieran. Se vuelve aún más pálida, mientras adivina la presencia de Ramón tras los cristales.

Intuye que la sombra aún sin contornos determinados es él, cuando dos manos se posan en el saliente de la ventana. Mal instalado en el vacío, se coloca con la cara en los cristales. Intuirlo da paso a percibirlo. Percibir que realmente está ahí dura unos pocos minutos. No es un descubrimiento instantáneo. Todos los días tiene la sensación de vivir un pequeño milagro. Una maravilla que se concreta en unos ojos muy cercanos.

Ramón golpea con los nudillos en la ventana. Lo hace muy discretamente, para que nadie más pueda oírlo. Tan sólo es un toque de alerta, un aviso para que Sofía se acerque a donde está él. Ella aún no se decide. Le gusta tomarse su tiempo: para ponerse en pie, y andar hacia la ventana. No tiene el corazón sosegado. La calma de los gestos no va con la inquietud del espíritu. Cuando está a una distancia corta, lo mira. Los ojos de él buscan los ojos de ella. Los ojos de ella buscan los de él. Sonríen, complacidos, antes de iniciar el juego.

La tela de la bata es suave, casi no se siente en la piel. Recorre los brazos y la espalda hasta el suelo. Sofía desnuda es otra mujer. Una mujer con el cuerpo compacto y el vientre duro. Los hombros, quizá un poco anchos, se inclinan hacia atrás para descubrir la dureza de sus pechos. Tiene los pezones pequeños, como dos cerezas maduras, endurecidos por el deseo. El continúa sentado en la ventana. Tiene las manos abiertas, las palmas tendidas en el cristal.Sólo el cristal separa sus dedos del cuerpo que se dibuja rotundo.

Sofía tiene fija la mirada en las manos de Ramón. Es una palma de piel endurecida. Se imagina el tacto áspero. Imaginarlo la hace feliz. Cierra los ojos un instante y siente la presión de los dedos sobre su cuerpo. Será un contacto que duela un poco, que deje marcas rosadas en los pechos y en los muslos. No le importa. Quiere sentir que las manos la toman entera, que la acarician, que se abren camino por la espalda, hasta las nalgas. Compara el tacto imaginado con el tacto conocido de otros dedos, los de su marido. El tiene las manos suaves de hombre refinado, poco acostumbradas al trabajo rudo. Cuando la acaricia, siente rastros de ternura que le encienden el corazón, pero no los resquicios escondidos de la piel. Las caricias de Mateo son reales, previsibles. Suelen repetirse, una y otra vez, y tienen el sabor de lo conocido. Nunca le han resultado desagradables, todo lo contrario. La sosiegan, cuando está nerviosa. Le calman el sufrimiento, mientras tranquilizan su conciencia, pero no despiertan su deseo. No puede creer que Ramón nunca le haya puesto las manos encima. La impresión imaginada es tan cierta que podría explicarla con detalles, recrearse en los matices. La certeza de sus manos en su cuerpo es más verdadera que la proximidad de las de Mateo, cuando la abraza.

La respiración de Ramón tiene un ritmo intermitente. Lleva la misma aceleración que si hubiera andado un largo recorrido a campo traviesa: las sienes laten con fuerza, las gotas de sudor le recorren la frente, las manos le queman. Se dibujan los perfiles de las manos como si fuese una calcomanía en la ventana. Sofía abre un poco las piernas y hunde sus propios dedos en la humedad de los muslos. No puede evitarlo, porque su cuerpo entero se deja llevar por el ritmo de las sensaciones. Entonces Sofía ya no tiene sentido del equilibrio y cae, lentamente. Con el pelo y la frente hacia atrás. Tiene el rostro empapado de sudor. Se muerde los labios. Ramón querría romper el cristal de un golpe, saltar al interior del cuarto, tomarla en brazos.

Amarse a distancia debe de ser difícil, pero amarse desde una distancia tan corta es casi doloroso. Si la mujer que desea estuviera en el otro extremo del mundo, saberla lejana lo entristecería profundamente. Tenerla junto a él, en cambio, y saber cómo están marcados los límites de aproximación le produce una sensación difícil de explicar. Por un lado, las ganas de saltarse las barreras y entrar. Esto significaría olvidar las reglas que rigen sus vidas, parámetros que hablan de mundos sociales distintos, de un universo cuyo acceso tiene vetado, porque sólo puede otearlo de puntillas. Por otro lado, el convencimiento de que Sofía se sentiría traicionada si se atreviese cruzar la ventana. De repente, se da cuenta de que ha jugado un papel doble en la historia. ¿Cuántas noches ha soñado con este rectángulo de luz? ¿Cuántos paseos, con aire pretendidamente distraído, ha dado esperando que llegara la noche? La ventana ha representado la concreción del deseo. Ha pensado en ello mientras trabajaba en el jardín. La ha mirado de lejos, satisfecho, sabiendo que guarda el secreto de su vida. Ha alzado la cabeza para verla muchas mañanas, cuando aún tenían que pasar horas para el encuentro. Como la cara y la cruz de una moneda, le ha ofrecido el hechizo y, a la vez, la limitación del júbilo.

Hace pocos días, Sofía le hizo saber una noticia inesperada. Al no hablar, ha tenido que agudizar la importancia de los gestos. La mujer se explica con movimientos del cuerpo que lo hechiza. Un brazo que se levanta, los dedos que vuelan, los ojos que inician un combate de intensidades. Era una noche con idénticas inquietudes, vacilaciones, ganas de encontrarse. Cada uno había recorrido su camino: ella, un trayecto de pasillos y escaleras; él, un camino en vertical por la fachada. Los encuentros han ido repitiéndose hasta ahora con la exactitud de los viejos rituales. Aquellas ceremonias de amor que empujan a los cuerpos a encontrarse. El encuentro tiene siempre un punto parecido de emoción. A Ramón, le parece que alguien los va a descubrir, avisado por la música de sus pulsaciones. Son igual que caballos desbocados que amenazan con saltar todas las barreras, cuando él no osa atravesarlas. Sofía tiene miedo que alguien llame a la puerta, que intenten invadir su intimidad. Por suerte, nunca ha sucedido. Nadie se ha atrevido a vulnerar este espacio que todas las tardes le pertenece por completo. Los otros creen que reposa, antes de cenar. Se la imaginan bordando guirnaldas en una mantelería o cenefas de flores en un pañuelo. Saben que ama la soledad. Han visto cómo la buscaba, cuando tenía demasiada gente cerca. Es una mujer que huye de las multitudes, a quien estorban las presencias inesperadas. No le gustan las compañías que no espera.

Aquel día se encontraron con la urgencia de siempre. Ella quizá un poco más nerviosa que otras noches, porque tenía que explicarle su secreto. Aún no se lo había dicho a nadie. Sentía la necesidad de comunicárselo. Se preguntaba qué pensaría Ramón. Se lo planteaba con aquella preocupación que nos produce lo desconocido, lo que consideramos imprevisible. No había pensado que pudiera sucederle algo así. No formaba parte de sus deseos. Lo había borrado, cuando conoció al jardinero. Se olvidó simplemente de ello, mientras vivía sólo para los encuentros. Había negado una parte de su vida, como si no existiese. De un trazo en blanco, la memoria desvanecía todo lo que los pudiera separar. Aquélla era la única realidad sólida, firme, absoluta. El resto era dejarse llevar por los acontecimientos, por unos hechos cotidianos que no la alteraban mucho. Tenía que llevar la administración de la casa. Pues lo hacía. Lo hacía sin implicarse por completo, empujada por una rutina de pequeños gestos que llegaban a adquirir el valor de los hábitos. Tenía que preparar confituras. Cocinaba sin entregarse con la pasión de antes, equivocándose a menudo en las proporciones del azúcar. Tarros de mermelada demasiado dulce se sucedían en la despensa. Tenía que bordar cubrecamas de punto mallorquín. En cada puntada, había un poco del ansia en que vivía. Por eso nunca le salían exactas. Las había minúsculas, medianas, algunas demasiado grandes. Tenía que estar con el marido. Estaba a su lado con una sonrisa y el silencio. Lo abrazaba con los ojos cerrados, mientras el pensamiento volaba hacia otro cuerpo.

Sofía tenía la mirada oscura, como si guardara algo que él no pudiera adivinar. Los gestos eran más lentos. Vio cómo se quitaba la ropa. El camisón voló como si fuera un pájaro que huye. Surgieron los pechos, que tenían una redondez plena. Luego el torso, hábil al movimiento. Aquellas piernas sin final; la espalda bien torneada. A Ramón le dolió el sexo, que crecía aprisionado en la jaula de los pantalones. Le dolió su aliento, que no podía beberse el aliento de ella.

El vientre adquirió de repente el protagonismo de la escena. Aquel vientre leve, que era una sombra de carne con el botón del ombligo. Ella lo acariciaba. Sólo un roce de las manos en la piel, ligerísimo. Pasó un rato. Habría querido decirle que la amaba, pero cuesta pronunciar las palabras cuando existe un cristal. Vio que se acercaba a la ventana. Observó que las manos se juntaban para hablarle. Se dibujó una curva de luna en el vientre. Ramón palideció. Se lo dijo despacio, para que ella pudiera leerlo en sus labios: «Esperas un hijo.» Sofía hizo un gesto de asentimiento con la frente, mientras volvía a mirarlo. Ramón tendió las palmas en la ventana. Apoyó las manos enteras, anchas. Ella puso las suyas al otro lado, coincidiendo en el lugar exacto en donde estaban las de él. Dos manos cubriendo dos manos: en medio, el frío del cristal.

IX

Los asuntos del corazón nunca me obsesionaron en exceso. Puedo decir que desperté tarde al mundo del deseo. Cuando mis amigas se contaban sus anhelos, casi siempre acerca de algún compañero de estudios, las escuchaba con atención, hacía las preguntas necesarias —siempre hay preguntas que resultan pertinentes— y me olvidaba en seguida del tema. Por nada del mundo habría querido parecer poco atenta. Ni tampoco cometer la indelicadeza de permitir que creyesen que sus preocupaciones no me resultaban interesantes. En realidad, no me atraían en absoluto. La mayoría de los chicos que conocía eran niñatos que no miraban directamente a los ojos de la gente y que no tenían mucho que decir. En aquella época, yo era una mezcla de vanidad y de timidez. Me sentía importante, porque vivía en una casa llena de secretos. Era diferente de los demás, porque tenía un abuelo que me trataba como si fuera una persona mayor, una auténtica adulta. Por eso los miraba un poco por encima del hombro: nadie era lo bastante listo para entender al abuelo como yo lo entendía. Las conversaciones insulsas de mis compañeros eran un aburrimiento. Sólo hablaban de cromos y de deportes. A la vez, en una curiosa mezcla de sensaciones, me ganaba la timidez.

El agente provocador de esta mezcla había sido Ramón, el jardinero de la casa. Recuerdo un episodio que él habrá olvidado, pero que conservo grabado en la memoria. Debía de ser una niña de cinco o seis años. Estrenaba vestido y estrenaba bragas. Todo de conjunto, con bordados. Era de color cielo, con puntitos blancos que parecían nubes muy pequeñas. Me encantaba aquel vestido. En la habitación, ante la luna del armario, tomaba impulso con los brazos y daba una vuelta con la cintura, para que se levantase la falda. Cuando emprendía el vuelo, se me veía el borde de las bragas, con el dibujo idéntico del vestido. Me sentía orgullosa de ello y decidí enseñar a los demás aquella coincidencia perfecta de ropas y colores. Di un recorrido por las salas, mientras buscaba al abuelo. Estaba segura de que le gustaría verme. No estaba en el despacho, ni en el comedor, ni en la biblioteca. Darme cuenta de que no estaba en casa me producía siempre una sensación de malestar. Un poco de inquietud en el estómago, ganas de correr tras sus pasos, de llamarlo a pleno pulmón. Como siempre, me contuve.

En el jardín, aún había luz. Lo sé porque pensé que iba vestida del mismo color del cielo. De estas cosas te acuerdas después, aunque parezcan absurdas y pasen los años. Quizá olvides todos tus demás vestidos de infancia. Serías incapaz de memorizar la caída de la tela, el dibujo de la ropa, la forma de las mangas, pero sabes exactamente cómo era aquel único vestido que te emocionó. Tal vez tampoco te acuerdes del conjunto que estrenaste sólo dos años atrás para ir a una boda de compromiso. Hiciste un trayecto de tiendas para encontrar cualquier prenda que te hiciera una cierta gracia, que te permitiera cubrir el expediente. Lo llevaste, rígida e incómoda; lo colgaste en el armario y no pensaste nunca más en él. De vez en cuando, en cambio, aún te preguntas qué fue del vestidito azul celeste de tus cinco años.Pensé que el abuelo tardaría. Cuando salía de casa, volvía al atardecer. Me sentía decepcionada, pensando que debería desvestirme antes de que llegara. Aquella noche no me podría ver. Desde lejos, descubrí a Ramón. Aunque lo conocía, no tenía casi relación con él. Me parecía que su cara arisca tenía un aire huraño y que yo no le gustaba mucho. Me hablaba poco y sin mirarme. En aquel reducto magnífico que era el jardín, siempre me había considerado un estorbo. Tenía la sensación de que me evitaba. Aquella noche, no obstante, el azul del vestido me había subido a la cabeza. La ilusión me hacía sentir algo mareada, como cuando íbamos a la feria y montaba en una noria. Pensaba en cuando bebí demasiado vino, un día de fiesta en el que el abuelo, sentado a mi lado, se despistó y se olvidó de mí. Luego tenía los ojos manchados de lucecitas y el mundo me daba vueltas. Vomité el alma en un orinal. También llegué a la conclusión de que los olvidos se pagan caros. No se puede olvidar un vestido que nos cambió la vida, pero tampoco se puede olvidar cuidar a la nieta que no conoce aún el poder del vino.

Ramón estaba agachado en el suelo, de espaldas a donde yo me encontraba. Tenía las manos de aquel marrón rojizo de la arcilla. Había cavado un hoyo y acababa de sacar las últimas raíces, cuando me vio. Se me quedó mirando fijamente. Yo era una niña y no quise entender aquellos ojos quietos, detenidos en mí. Como la escena quedó impresa en mi cerebro, puedo recordarla y colorearla. Juraría que no se trataba de una mirada hostil, pero tampoco era cálida. Se diría que buscaba algo impreciso a través de mi presencia. Me observaba con la atención que ponemos en lo que no terminamos de entender, cuando queremos vencer los obstáculos que nos lo impiden, dificultades reales, tangibles. Me miraba con un gesto interrogante, que yo pasé por alto, ilusionada con el vestido nuevo, una minucia que ahora recuerdo con ternura, pero que entonces era el centro del mundo. No nos dijimos nada. Él, porque estaba demasiado concentrado en algo que me resultaba incomprensible; yo, porque, por fin, había encontrado a alguien a quien enseñarle mi vestido. Me planté delante de él, rígido el cuerpo, como si quisiera crecer, estirarme hasta el cielo. Me imagino la escena y me produce cierta gracia: una niña pequeña, que intenta estirarse para parecer mayor. No me impulsaba el afán de ser mayor, sino la necesidad de ocupar un lugar en el espacio enorme del jardín.

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