Read Las mujeres que hay en mí Online
Authors: María de la Pau Janer
De pronto, la oscuridad total. Una tras otra, se apagaron las luces. Un alivio enorme sustituía la inquietud de antes. Una calma dulce le devolvía la medida de las cosas, la conciencia del mundo. Las manos desconocidas se apresuraron a cerrar las cortinas y las persianas. ¿Qué sucedía? Adivinaba una precipitación casi dolorosa que no era acorde con el estallido de luz que la había precedido. Contuvo la respiración. ¿Quizá querían que la mujer reposase, después del nacimiento de la criatura? ¿Tal vez le protegían el sueño? No acababa de entenderlo. Sabía que aquella claridad había sido un regalo de Sofía para él. Intuía que había querido decirle que lo amaba, porque sabía que estaba en el jardín. Como si vinieran de muy lejos, oyó lamentos. Pronto se dio cuenta de que era el llanto que acompaña a la muerte.
Murió del parto. Ramón siempre pensó que si hubiese podido estar a su lado no se habría ido. Si hubiese tenido la oportunidad de tomarla entre sus brazos y decirle que no debía claudicar, Sofía habría resistido el dolor. Era una mujer fuerte que no se quebraba con facilidad, que sabía soportar el embate de los vientos. Se fue sin que él hubiese podido hacer nada por evitarlo, alejado de las cortinas, de las persianas, del saliente que conocía de memoria en la fachada. Desde entonces, él se convirtió en una alma perdida que avanza sin rumbo. Sin saber la razón, se sintió próximo al señor de la casa, el otro hombre que ha perdido a su mujer. Antes, siempre lo evitaba. Estaba celoso de él, porque era el marido de Sofía y podía abrazarla. Le envidiaba la proximidad física con ella, la suerte de compartir la misma cama y respirar su aliento. Muchas veces se había imaginado su respiración pausada, tranquila en el sueño. Ahora, sin embargo, ninguno de los dos la puede poseer. Ambos padecen su ausencia en silencio, retraídos del resto del mundo. No hay que esperar que pasen las primaveras y los otoños, porque no volverá. Cuando lo mira de lejos, observa que el médico tiene el semblante triste, el aire pensativo de quien vive concentrado en una sola idea. No se acerca a él. Él tampoco sabe qué hacer con su vida. Le gustaría deshojarla, como si fuera una flor, y dejarla desnuda, vulnerable, a punto de desaparecer. La vida se convierte en una partícula minúscula que no tiene importancia, que ha perdido todo el valor.
El sol es una luz enfermiza que se diluye entre nubes compactas. Predominan los grises y un azul poco definido. En este entorno de luces que tiemblan, Ramón recorre el camino que conduce a la casa. Entra por la puerta principal, arrastrando un baúl en el que ha guardado sus pertenencias. El médico lo espera con aquella expresión distraída que tiene, desde que perdió a su mujer. Sabe que el joven jardinero tiene ganas de recorrer mundo, que viene a despedirse. Lo observa con una mezcla de desinterés y de curiosidad. Por un instante, lo envidia. Es una suerte poder meter la vida en un hatillo y marcharse. Él también lo haría, si no hubiese tantas responsabilidades que lo atan con cordeles invisibles a esta casa. Lo mira con una cierta simpatía que no disimula el tono de voz distante. El otro lo habría mirado casi con afecto, de no haber sido por el cuadro. Ramón ha levantado los ojos y ha visto el retrato de Sofía. Desde la pintura, unos ojos expectantes lo observan. Debe hacer un esfuerzo para contener la tristeza, mientras siente hasta qué punto resulta dura la partida. Escucha las palabras de Mateo:
—Me han dicho que nos dejas, que quieres embarcarte.
—Sí, señor, tengo ganas de conocer otras tierras.
—Haces bien. Eres joven y tienes empuje. Lo siento por el jardín. No hay duda de que tienes una habilidad especial con las plantas.
—Yo también lo siento. Estoy seguro de que echaré de menos esta casa.
—Cuando te canses de recorrer mundo, quizá querrás volver.
—Quizá sí.
—Si llega el momento, escríbeme.
—Gracias.
Ramón mira el cuadro. Con los ojos velados, sale de la sala y vuelve al camino. Da pasos por inercia, inseguro. Cuando piense en esta escena, se le dibujará confusa en el pensamiento. Recordará que por un instante ha dudado, indeciso ante la figura amada, pero poco más. Después, el peso de la bolsa en la espalda y un barco
Elisa tiene la piel morena de su padre y los gestos de su madre, que han vuelto a comparecer en el mundo cuando ella ya no está. Al nacer, tenía los párpados casi sin abrir, convertidos en dos rayas delgadas en un fondo de carne azul por el sufrimiento del parto. La frente abollada de las primeras horas daba a pensar que aquella criatura no había sido muy favorecida por la naturaleza. Como si los malos hados le pasaran cuentas de la muerte de Sofía, bellísima en el ataúd, en el que, por arte de magia, se borró de su rostro el rictus del padecimiento y fue sustituido por una serenidad de rasgos delicados, armoniosos. El marido no se alejaba de su lado, conmocionado en exceso para poder dedicar cualquier atención a la niña que acababa de nacer. Las mujeres compadecían su juventud y su gracia perdidas para siempre. Se pararon los relojes y se cerraron las cortinas, para que la luz del sol no pudiese disimular la tristeza. Empezaron los rezos, las plegarias por aquella alma que abandonaba el mundo. Todo se concentró en el sentimiento de pérdida, y nadie dedicó mucho tiempo al bebé.
Cuando Elisa abrió definitivamente los ojos, días después de su nacimiento, exploró su alrededor con una mirada tranquila, exenta de cualquier sensación de culpa, que recorría los objetos y la gente sin detenerse en ningún lugar. En aquellos momentos, unas pestañas largas, oscuras, sombreaban los ojos de una tonalidad acuosa, indefinida, que el tiempo habría de matizar. Poco a poco, el tono azul de la frente fue desapareciendo, hasta que la piel se volvió rosada. Entonces su padre aún no se había recuperado lo bastante para ocuparse de ella, pero las mujeres del servicio hacían turnos y la paseaban por el jardín. El jardín era una explosión de colores durante el día. De noche, se convertía en otro mundo. Se perdían todos los colores y sólo quedaba el resplandor de las flores blancas y de las hojas plateadas que se transformaban en puntos de luz.
Pasaron los días de su infancia. Transcurrieron poco a poco, porque los primeros años de cualquier vida son siempre lentos. Se construyen a base de hechos repetidos, de descubrimientos pequeños o inmensos que dejan una marca que no se borra. En su caso, no hubo grandes acontecimientos que trastornasen aquella primera mirada tranquila. La humedad de las pupilas, la tonalidad del agua que no permite percibir tonos exactos, fue desapareciendo. Ocupó su lugar un fondo oscuro de noche sin luna. Nadie sabía de dónde había heredado esos ojos de mora. Su color no tenía nada que ver con aquella melaza de abeja zumbona que fueron los ojos de su madre. La mirada creció en osadía, a medida que ella crecía en edad. No tenía la dulzura de Sofía, aquel ensimismamiento de mujer que no se atreve a explicarse. Era, al contrario, una fuente de vida que iluminaba las paredes de la casa. Estaba, multiplicado hasta el infinito, el punto de atrevimiento que se adivinaba en Sofía. La hija no había perpetuado, sin embargo, los recelos ni los miedos. Se adivinaba en ella cierta inconsciencia que llegó a preocupar seriamente a su padre. El médico de Andratx estaba acostumbrado a los silencios de su mujer y no a las palabras de su hija.
A Elisa le gusta conversar. Es una mujer que ha aprendido a escuchar, pero también quiere que la escuchen. Habla con suavidad y, a la vez, con contundencia. No tiene miedo de entretenerse en explicar cómo entiende las cosas, de qué forma se aproxima a la existencia para intentar comprenderla. Pregunta mucho, lo que suele incomodar a los que la rodean. Es un poco áspera, cuando alguien la contradice, pero sabe ser suave si le conviene. Le cuesta encontrar palabras que sirvan para designar con delicadeza todo lo que la rodea, ya que prefiere la dureza que, demasiadas veces, se corresponde mejor con la realidad. Aunque a menudo utiliza frases y expresiones muy directas, prefiere las conversaciones en las que la gente se entretiene en describir las minucias, los detalles insignificantes. Le gusta recrearse en las descripciones de un objeto, de un lugar, de un instante. Lo hace sobre todo en las conversaciones con su padre, que la escucha boquiabierto, sorprendido del papel que ha llegado a adquirir en su nueva vida.
Le gustan también las plantas acuáticas. Ama los nenúfares blancos que florecen en el fango de los estanques. Le gusta reencontrarlos todos los años, como si se cumpliese un ritual. Cuando los mira, siempre piensa en la madre que no ha conocido. Es una curiosa asociación de pensamientos que la tranquiliza. Le gusta sentarse a contemplar los nenúfares y permitir que su imaginación emprenda el vuelo. Los nenúfares se siembran en cubetas de plástico que contienen dos montículos de tierra y llevan perforaciones a los lados, para que las raíces puedan sentir el contacto con el agua. En las acumulaciones naturales de barro y hojas muertas es donde estas plantas enraizan. Son muy prolíficas y ocupan una zona enorme del estanque. De vez en cuando, ella misma se detiene a arrancar las hojas amarillas, para que no enturbien el agua al pudrirse.
A los pocos meses de morir Sofía, las tres tías de Llubí aparecieron en La Casa de Albarca. Llegaron una tras otra, porque no querían ser un estorbo. Se habían organizado para hacer compañía al viudo y ayudar a criar a la niña, no fuera el caso que la hija de su sobrina empezase la vida en brazos extraños. Pero ellas mismas no resistieron la separación y los turnos iniciales se convirtieron en una suma de visitas que pronto las reunió de nuevo bajo el mismo techo. Primero fue tía Magdalena. Durante todo el trayecto lloriqueó recordando a Sofía. Llevaba una cazuela enorme con leche del pueblo para criar a aquella niña que no tenía madre. No podía hacerse a la idea. ¿Qué había sido de Sofía, muerta en plena juventud? Estaba convencida de que fue un error casarse tan lejos del pueblo y abandonarlo. En aquellas tierras, tan cercanas a Palma, sólo podían correr aires malsanos. Se casó enamorada, la pobrecita, y nadie había querido desbaratarle su ilusión. ¿Su ilusión? ¿Y qué importa derrumbar una ilusión si es a cambio de la vida? Aunque sea una vida como la suya, siempre encerrada en el pueblo, contemplando tras las persianas cómo transcurría la existencia de los demás, mientras el propio mundo iba desapareciendo. No deberíamos haber permitido que se casase —repetía—. Deberíamos haberla convencido para que escogiese un buen muchacho del pueblo, que sin duda los había. ¿No le había pasado de largo el tren por tres veces a ella misma? Tres novios había tenido, y los tres se fundieron en el aire como si fueran una espiral de humo.
Tía Magdalena llegó a las cuatro de la tarde, y Mateo salió a recibirla al jardín. Se abrazaron sin mucha efusión. Hubo una cordialidad discreta por parte de él, que intentó evitar cualquier posibilidad de conversación con la excusa de que habría pasado mucho calor durante el viaje, que seguro que quería reposar, que en seguida la acompañarían a la habitación, que bien venida, tía, que sí, que no hemos reaccionado aún del todo, que el disgusto nos priva incluso de las palabras. Hubo una distancia fría por parte de ella, que habría querido romperle la crisma con la sombrilla que llevaba, pero que se limitó a decir que ay, Señor, qué disgusto, que no lo superaré, este dolor tan intenso, que no lo puedo creer, sí, Mateo, me retiraré a la habitación, gracias, ya hablaremos más tarde, me gustaría visitar su tumba, hijita mía de mi corazón.
Una semana más tarde, muerta de añoranza, la tía Magdalena mandó llamar a tía Antonia, que hizo todo el trayecto con el pensamiento confuso. No podía dejar de pensar en la magnitud de su desgracia, la suya, sí, porque los demás no podían comprender aquel dolor ni medir su alcance. ¿Qué había hecho para que el buen Jesús la castigase de aquella forma? ¿En qué he sido indigna de Vos, Señor, que así me pagáis mi devoción, la vida enclaustrada que he llevado en el pueblo? Ya no soy una niña, lo sé, ¿pero cuántos padecimientos me reserváis aún? Las dos personas que más amé en el mundo, ambas muertas en plena juventud. La muerte de Sofía me vuelve al dolor de la muerte de aquel prometido que tenía el bigote rubio y que era un pedazo de pan, de tan bueno, un hombre de bien, muerto en la guerra defendiendo el honor. ¿Y qué iba a hacer ella del honor salvado? A la puñeta el honor, y todos los que le decían que había de consolarse porque había muerto defendiendo su deber. A hacer puñetas el deber también. A hacer puñetas todo el mundo. Y Mateo, el primero, que era un don nadie. ¿No era él el que había estudiado medicina? ¿No era él, el médico de renombre? Entonces, ¿por qué no supo atender a su mujer, que iba de parto? ¡Cómo consintió que se muriera aquella muchacha de su corazón, que sólo tenía veinte años y toda la vida por delante! Pensarlo la dejaba desvanecida y con el aliento quebrado.
Antonia fue recibida por Magdalena, que la abrazó como si fuese un barco que halla un puerto seguro, y por Mateo, que volvió a esforzarse para que nadie advirtiera su desconcierto. Las dos hermanas se besaron con el mismo afecto que si llevaran medio año sin verse. Hubo expresiones tiernas, alguna lágrima mal disimulada, y una clara complicidad entre ambas, circunstancia que hizo suspirar al médico de Andratx, que se encomendó a los santos del cielo mientras le daba su bienvenida. En seguida se retiraron al cuarto, donde esperaban tener más intimidad para las confidencias, tiempo para llorar a su sobrina, y ocasión para comentar las anécdotas del pueblo la una y de la recién nacida la otra. Estaban ansiosas, tristes. Tenían ganas de distraer las horas con palabras y mutua compañía. Magdalena se apresuró a decir que en aquella casa no había orden ni concierto: las criadas, con el señor dedicado tantas horas a la consulta médica, campaban a su aire. Así, los muebles tenían un dedo de polvo, nadie ventilaba las salas, ni se ocupaba de la despensa. ¿Cómo iba a criarse la hija de Sofía con aquel desorden? A buen seguro, sería una niña enfermiza. Tía Antonia se apresuró en responder, casi pisando con sus palabras las de su hermana, que ya lo había imaginado, que la situación era calcada a como la suponía, que menuda desgracia, Dios mío, que Sofía había sido como una hija, y que la criatura era sangre de su sangre, que no podían más que cuidar de ella.
No hubo pasado una semana entera cuando tía Ricarda inició el trayecto hacia la casa, reclamada por sus hermanas. Le fue difícil dejar la sombra amable de la iglesia, los sermones del cura, las penitencias que cumplía cada vez con mayor devoción. Durante el viaje, que se le antojó muy largo e incómodo, pasó por estadios bien diferentes. Su estado anímico fue oscilando de la rabia a la tristeza con una facilidad que le resultó del todo sorprendente. Ella misma se extrañaba, porque era de un natural sereno, que rehusaba las emociones exageradas, que guardaba las energías para dosificarlas cuando era necesario, y no se alteraba en exceso por nada. A medida que el carruaje avanzaba por una ruta polvorienta, los pensamientos de Ricarda se perdían en una nube de confusión.