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Authors: María de la Pau Janer

Las mujeres que hay en mí (17 page)

XIII

Ramón hizo el último tramo del viaje de vuelta en barco. El mar estaba en calma y se pasó toda la noche en cubierta, observando la oscuridad. Había muchos puntos luminosos. Pensó que cada uno era un rostro de los que había conocido lejos de la isla. Una chispa de fuego en el firmamento servía para recordarle a las personas que había encontrado a lo largo del viaje. Las conservaba grabadas en la retina. No pudo evitar preguntarse cuánto tiempo se mantendría la nitidez de las imágenes. Habría querido preservarlas de todas las otras que, forzosamente, se añadirían. La vida era una acumulación de instantáneas que podían mantenerse un momento o que podían durar toda la vida. A medida que transcurría el tiempo, iba sumando retratos. Ahora, los de la India ocupaban un espacio enorme en su cerebro. Casi diluían la existencia vivida antes de irse. Se unían al recuerdo de Sofía. El resto aparecía entre niebla, confuso. Se preguntaba si, en realidad, los recuerdos formaban una rueda que iba girando, siempre al amparo del presente. La intensidad de lo inmediato empequeñecía el pasado, pero no lo borraba. Nada borra aquella parte de la vida que hemos saboreado, pensaba.

Era una noche serena. No había nubes en el cielo ni las olas formaban remolinos de espuma. Lo rodeaba el azul. Era un color tan intenso que invitaba a extraviar la mirada, a recorrer sus tonalidades. Volvía con el ánimo sereno. En su espíritu no había lugar para las inquietudes que lo acompañaron en la partida. Habían pasado los años y todo se había calmado. Del mismo modo que se calma el mar después de una tempestad, así se había ido acallando su dolor. Lo único bueno del dolor era su fecha de caducidad. Más lejana o más cercana, llegaba siempre. En Mallorca le habían dicho a menudo que el tiempo era el mejor remedio. Curaba todas las penas. No lo acababa de creer, ya que en un rincón de su corazón perduraba aquella ausencia. Pero ya no dolía. Era una realidad dulcificada por los días. Habían transcurrido tantos que perdió la cuenta. Más de seis años lejos, recorriendo caminos en silencio.

Había humedad y la sal se le adhería a la piel del rostro y de las manos. No quería buscar refugio en el interior, sino que prefería el aire marino, la sensación de provisionalidad. Vivía un instante efímero: el paréntesis del retorno. Todo lo que dejaba atrás era aún muy real, pero pronto formaría parte del pasado. Lo que iba a venir sólo se perfilaba en su imaginación. Le gustaba aquel sentimiento de hora fugaz. Sabía que, más adelante, al recordarlo, estaría satisfecho de haberlo vivido con fuerza. Tenía la sensación de que concluía una etapa y de que se iniciaba otra que lo llevaría a nuevos horizontes. Volvía distinto y se reconocía en la diferencia. El hombre que escrutaba la noche, de pie, cerca de las olas, no tenía nada que ver con el muchacho que se había marchado. Entonces era casi un adolescente, que no había aprendido mucho. Había amado a una mujer con toda la urgencia del mundo. Fue un amor hecho de miradas, que crecía tras una ventana cerrada. Comprendió que había sido una historia bella e incompleta, como los sueños que se interrumpen si alguien nos despierta. El amor no puede existir sólo a través de los ojos. Tienen que intervenir las manos y el olfato.

Necesitamos tocar al ser querido, olerlo, para que el amor perdure.

Se imaginó un amor sólido como los roquedales agrestes, a pesar de que nunca le había susurrado una palabra. A través de un cristal, las palabras llegan distorsionadas. La distancia las falsea, convirtiéndolas en una caricatura de palabras auténticas. Había imaginado muchas veces que tenían largas conversaciones. El le contaba cómo era cada rincón del jardín; ella sonreía, hacía preguntas, se reía a grandes carcajadas. Un día, perdido en los callejones de una ciudad de la India, se dio cuenta de que nunca había oído reír a Sofía. Desconocía su risa. Esto lo llenó de angustia. Se preguntaba cómo había podido soportar tanta distancia. Vivir ignorando cómo se reía la persona a quien amamos no es sencillo. ¿Cómo sería su risa? ¿Fresca como la menta o dura como un trago de ginebra? ¿Tenía ecos de flauta ágil o adquiría resonancias de pianola? Volvió a envidiar a Mateo, que la habría oído reír muchas veces. Le envidiaba la risa secreta, aquella que se nos escapa sólo después del amor, cuando los ritmos de la fiesta nos dejan el cuerpo vencido.

Era consciente de haber capturado un instante efímero. Aquel viaje en barco era el paréntesis que dividía dos momentos de la vida. En un lado, quedaba el pasado; en el otro, el futuro. El presente era un espacio quieto, de noche calma. Era su perfil de hombre que observa la oscuridad y busca el refugio que permite recordar. Soplaba la brisa del mar. Aunque no era muy intensa, se alzó el cuello de la chaqueta, mientras volvía a la evocación de lo que había dejado atrás. En Bombay, el caos de la calle. En una ciudad de trece millones de habitantes, no es fácil encontrar el silencio. Se acordaba de una lavandería llena de agua y jabón. Había prendas tendidas entre los tejados, rozando el cielo. La ropa tenía rastros de suciedad. Centenares de telas que cuelgan al aire, con su goteo grisáceo. Había abandonado la visión impresionante de la bahía y se trasladó a aquel lugar, que parecía un gran decorado con cortinajes que amenazaban con romperse. La ropa blanca no lo era del todo, sino que perduraban unas franjas oscuras. Los trapos de colores constituían una mezcla de tintes. A una pila enorme iba a parar el agua sobrante después de la limpieza. Era turbia, como si llevase restos de barro. Vio a un hombre que se lavaba el cuerpo. Primero, lo contempló de espalda: por los hombros le resbalaba el agua que iba echándose encima con un cubo pequeño. Las salpicaduras le recorrían el espinazo hasta el inicio de las nalgas, medio cubiertas por unos calzones de hilo. La forma de la cabeza, con el cabello afeitado casi del todo, se dibujaba en forma de curva. Tenía el cuerpo delgado. No le sobraba ni un gramo de carne, en la cintura estrecha y las piernas largas. Aunque se movía con los gestos de la gente de aquella tierra, no tenía el aspecto de ser uno de ellos. Lo miró sorprendido por su actitud ausente, concentrado tan sólo en la repetición de una tarea concreta: echarse agua sobre el cuerpo. Cuando por fin se volvió, comprendió que era un extranjero como él.

Se quedaron mirándose. Entre la multitud ruidosa destacaban sus cuerpos inmóviles. Desde una distancia relativamente breve se observaron. Sin pensarlo mucho, Ramón se aproximó. Tenía curiosidad por aquel personaje que destacaba de repente en un paisaje humano muy poblado. Pronto se dieron cuenta de que hablaban el mismo idioma, y les hizo gracia. Era curioso que, desde cierta distancia, se hubiesen sabido reconocer. Miguel estudiaba sánscrito en la universidad. Vivía en una casita pequeña, con dos estudiantes más, y tenía el espíritu conciliador de los hindúes. Era un hombre no muy alto, con la piel pegada a la carne, las mejillas chupadas, los ojos medio hundidos en sus cuencas. Alguien habría dicho que vivía del aire del cielo. Aunque esto no fuera cierto, sí lo era su pasión por las cosas ligeras como el aire, aquel dejarse llevar por los embates del mundo sin ofrecer resistencia. Le gustaban los misterios que, según él, llenaban la vida. Sentía devoción por el sánscrito porque era todo un misterio que le gustaba descifrar. Decía que nada resulta demasiado pesado, si sabemos aproximarnos sin miedos. Lo importante era llegar al fondo de las cosas, despojarlas de lo que resulta innecesario o sobrero. Así era su vida, libre de lazos materiales. Habría sido capaz de sobrevivir muchos meses alejado de cualquier mínima comodidad. Sólo tomaba lo que le resultaba imprescindible para seguir su camino. En cambio, era un enamorado de las palabras y del silencio.

Para él, las palabras se parecían a la vida. Eran su retrato. También servían para dibujarla con gracia y precisión. Miguel se entusiasmaba por todo lo que tuviese cierto encanto. Le gustaba la forma de una nube o del cuello de una mujer. Se embelesaba en la contemplación de las piedras del camino, de las páginas de un libro, o de la ropa tendida en medio de la calle. A veces, Ramón pensaba que su espíritu sería ligero, ya que nada lo retenía del todo y, sin embargo, sabía encontrar placer en las cosas más pequeñas. Admiraba su carácter y en seguida se hicieron amigos. Le habría gustado parecerse a él, ser capaz de profundizar en la vida sin permitir que la vida le hiciera daño.

Aquel primer día en que se conocieron caminaron juntos hasta la Torre del Silencio, un lugar en donde los hombres entregan los muertos a los cuervos. A Ramón le resultaba difícil de entender. Lo observaron desde cierta distancia, porque no estaba permitido a los extranjeros acercarse. Miguel no decía nada, los ojos bien abiertos, como si quisiera llevarse las imágenes. Habían caminado un buen rato y tenían los pies cansados.

El aire del mar se volvió intenso. Ramón encogió los hombros y se acurrucó un poco dentro de la chaqueta. Empezó a tener frío, y aquella sensación le resultó grata. Era un frío húmedo, que le iba calando poco a poco en los huesos, bien diferente del clima indio. Reencontrarse con el frío lo hacía sentirse cerca de casa. Volvió a recuperar la conciencia de retorno, de momento único. Le habría gustado prolongarlo. Si hubiese sido capaz, habría detenido los momentos vividos que se iban sucediendo en imágenes prefijadas en el pensamiento. También habría dejado de hacerse preguntas sobre lo que iba a venir. Miguel le habría dicho que no se preocupase, que tenía un libro blanco aún por escribir. El mar era de un azul todavía muy oscuro, pero lo quebraban las olas. Primero, pequeños círculos de espuma; ahora cabras salvajes.

Tenía la sensación de ser otro hombre. Volvía distinto. Los años y la vida vivida lo habían transformado. Venía de momentos de caos y de momentos plácidos. Por eso se sentía afortunado. No se trataba sólo del viaje físico, de la sensación de que recorrer la tierra siempre es una ganancia, sino de la metamorfosis interior. Había aprendido mucho: atravesó caminos, escuchó historias, leyó libros. Desde la distancia, el antiguo mundo adquiría dimensiones nuevas. La añoranza hacia Mallorca se combinaba con la curiosidad que le inspiraba la isla. Se preguntaba si se sabría adaptar, de nuevo. El había escogido el retorno, lo cual le llenaba de una alegría profunda, real. A la vez, existía la posibilidad de no haber acertado en la decisión. Quizá había transcurrido demasiado tiempo. Tal vez los habitantes de la casa estaban ya lejos de su vida. Se fue siendo un adolescente. Volvía un hombre con el pensamiento repleto de imágenes capturadas, de lugares y rostros salvados en la memoria. Había dado muchos pasos y suspiraba por un poco de reposo. Habría querido que fuese sencillo recuperar el rincón que abandonó. Como si volver fuera un juego; como si recobrar los espacios conocidos no constituyese un reto, sino una consecuencia natural después de tanta lejanía.

Una gran ola empujó el barco, y él tuvo que afianzar bien los pies para no caerse. No obstante, no tenía la más mínima intención de abandonar aquel punto de vigilancia. Cerca de donde estaba, un grupo de personas hablaba en voz alta. Las palabras le llegaban sin dificultad, y eso aumentaba su sensación de acogida. Aunque en otras circunstancias habría preferido estar solo, aquella noche era distinta. Las voces lo mecían. Le ofrecían el resguardo de una presencia que acompaña y no estorba. Le recordaban dónde estaba y qué iba a hacer. Metió las manos en el fondo de los bolsillos, para guarecerlas del viento. Lo oía soplar, mientras le recorría el cuerpo una caricia poco tierna. Volvió a pensar en Miguel. Era su mejor amigo, la persona que había contribuido a cambiarlo. Se preguntaba si había sido capaz de agradecerle todo lo que le había dado.

Se habían visto por última vez pocos días atrás. En la casa de Bombay, entre las cuatro paredes desnudas de artificio y de oropeles. Un lugar tranquilo en el que habían compartido muchas conversaciones. Donde siempre había alguna anécdota que contar, un paisaje que describir. En aquella ocasión se encontraron para despedirse. Ramón estaba decidido a partir para Mallorca. Llevaba tiempo hablando de ello, y a Miguel no le extrañó. Le parecía lógica la voluntad de su amigo de reconciliarse con su pasado, el afán por recuperarlo. Él había pensado en posponer indefinidamente su retorno, ya que la vida en la India se le volvía cada vez más grata. Le habría sido difícil renunciar a su peculiar forma de medir el tiempo. Se había adaptado a unos ritmos que aprendió a hacer suyos. Ramón, en cambio, siempre fue un viajero. Tenía claro que estaba de paso, que no se podía establecer porque pertenecía a otro lugar. La aventura de la India tenía un principio y un final que se aproximaba. Estaban en aquella casa gris de cemento, en donde los objetos eran de una austeridad extrema. Dominaba la desnudez de las paredes, los suelos con un leve rastro de suciedad que recordaba todos los pasos dados, las luces débiles. La alfombra, en donde tantas veces habían compartido conversaciones, volvía a ofrecerles cobijo. Tenía un aire gastado, de tela que ha ido perdiendo su color, deshilachada por el uso. Era acogedora y cómoda. Se echaron uno junto al otro, con la amable sensación de dejarse llevar. A través de la única ventana que había en la habitación, abierta a un patio de vecinos, entraba una luz mortecina que les hacía compañía. Ninguno de los dos era muy explícito, a la hora de expresar sus sentimientos. Sentían que la conversación era más fácil cuando hablaban de los demás y de la vida. Mientras se referían a eso, sus miradas descubrían secretos. Ahora tenían muchas palabras pendientes. Ramón no quería marcharse sin haberlas dicho; Miguel las esperaba. Lo escuchó, pues, con atención:

—Creo que voy a un mundo desconocido. No sé si es acertada la decisión de volver a Mallorca.

—Llevas tiempo hablando de ello. Echas en falta la isla y es bueno que vuelvas.

—Cuando se acerca la fecha, crecen las dudas. Era un niño cuando me fui. Un adolescente enamorado de una mujer imposible. Ella está muerta y yo me siento vivo, otra vez.

—Estás vivo y has aprendido mucho.

—Me pregunto si todo lo que he aprendido hará que me sienta lejos de la isla, de la gente que dejé.

—Te acercarás a ellos de una manera diferente. Tendrás la mirada de los que regresan a un lugar después de haber vivido. La vida te va a permitir observar el mundo con los ojos más atentos.

—¿Crees que nos volveremos a ver? Te echaré mucho de menos. ¿Quién me dirá qué libros debo leer?

—Nos escribiremos. Además, un día u otro, haré un viaje a Mallorca y podremos reencontrarnos.

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