Read Las mujeres que hay en mí Online
Authors: María de la Pau Janer
Siendo una adolescente, descubrió cómo podía salir de casa sin que nadie se diera cuenta. Le gustaba la sensación de libertad que le permitía abrir los portones de atrás y otear afuera. Todas las noches, su padre cerraba con llave la puerta principal. Daba dos vueltas a una llave enorme y los cerrojos crujían. Era una especie de ceremonia que le gustaba ejecutar, cuando la casa se cerraba al mundo. Durante unas horas, nada iba a alterar la calma de las habitaciones en las que la gente reposaba. Nadie debía interrumpir ni el descanso ni el sueño. A primera hora de la mañana, las criadas volverían a abrir de par en par las ventanas. La luz entraría a chorro hasta el último rincón. Hasta entonces, era el tiempo de la calma, de las horas quietas que nos acompañan en la vela o en el sueño. Las horas de los pensamientos adormecidos, aquellos que sólo nos permitimos medio a oscuras, de los deseos que se ocultan, del reposo.
No todo el mundo quería descansar, al anochecer. Las consignas del señor no eran ley para todos los que habitaban bajo aquel techo. Elisa, la niña de sus ojos, no soportaba la sensación de tener que recluirse en la casona. Dormirse significaba caer rendida, después de un día entero de fiestas yjuegos. Nunca le gustó la quietud, aquel dejarse llevar mientras el cansancio se apodera de todos los miembros y los párpados empiezan a cerrarse. Por eso retrasaba el momento de irse a la cama. De pequeña, lo conseguía lloriqueando hasta que la dejaban en paz. De adolescente, descubrió que la portezuela que daba a la parte de atrás tenía una llave que nadie utilizaba. La guardó en un cajón de la cómoda de su habitación, dispuesta a utilizarla en cuanto fuese conveniente.
Al principio, sólo salía de vez en cuando. Daba una vuelta por los rincones mal iluminados del jardín y volvía a casa. Lo importante era la sensación de autonomía, la posibilidad de poder marcharse. Entonces, la propia salida quedaba en un segundo plano, a veces en una simple excusa o en una anécdota. Poco a poco, se fue aficionando a salir. Procuraba no hacer ruido, intentando no interrumpir el sueño de su padre. Las tres tías, que pronto descubrieron aquellas salidas, nunca dijeron nada. No lo mencionaban ni siquiera entre ellas, como si hubiesen establecido un complot protector. Cada una estaba convencida de que era la única que sabía el secreto. Tía Antonia movía un poco la cabeza, en señal de advertencia, cuando se encontraba con su sobrina en los pasillos. Tía Magdalena hacía como si nada, levantaba los ojos y miraba al techo. Tía Ricarda dibujaba una sonrisa cómplice que Elisa comprendía sin palabras. Le gustaba salir a pasearse bajo las estrellas. Si refrescaba, se envolvía con una capa de lana. Si era una noche de verano, cogía la bicicleta, atravesaba las verjas, y recorría los caminos.
Al cumplir los doce años, la internaron en un colegio de monjas de Palma. Llevaba una falda de cuadros blancos y verdes, unas medias de lana hasta las rodillas, una blusa blanca, y una chaqueta gris. Nunca le gustó aquella vestimenta. Los fines de semana, cuando volvía a su casa, se vestía con ropas ligeras, que tenían el tacto suave y le recorrían el cuerpo como una caricia. Se las cosían sus tías, siempre dispuestas a complacerla. A veces, se ponía un vestido que fue de su madre: tenía el corpiño estrecho y la falda levantaba el vuelo. Era color berenjena. En aquella época, suspiraba por los días de fiesta. Las semanas en el internado se le volvían lentas y pesadas, muy parecidas a un castigo. En el edificio de al lado, pared con pared con la escuela, había un internado para chicos. En la hora del patio, ellos les lanzaban palomas de papel en las que escribían algunas frases ingenuas. Ellas las capturaban de un salto. Con suerte, encontraban los versos de cualquier poema. Como los escribían de memoria, a menudo eran versos incompletos o rimas cojas. Uno de ellos tenía el pelo color calabaza: anaranjado y dulce. La cara llenísima de pecas. Se enamoró de Elisa y le enviaba muchos rollos de papel convertidos en palomas. Crecieron juntos, cada uno en la parte de la reja que los separaba. De vez en cuando, con suerte, él se encaramaba a la pared y tenían largas charlas. Se reían de todo y de nada, porque eran crios. Aun así, Elisa se moría por volver a casa. Añoraba las cosas que amaba y que conocía. Habría querido llevarse la bicicleta azul, los vestidos de su madre, la yegua del establo, y los árboles.
Cuando Elisa tenía quince años, el chico del pelo calabaza empezó a visitarla. Los fines de semana llegaba a su calle en una moto pequeña que hacía mucho ruido. Se vestía con una chaqueta gruesa para protegerse del frío. A veces, ella lo adivinaba detrás del autobús en el que volvía a casa. El afán la impulsaba a ponerse en pie y a andar hasta la parte posterior del vehículo. Allá, lo miraba a través del cristal. Veía su silueta recortada en la moto y lo saludaba con la mano, para que estuviese contento. No le inspiraba sentimientos muy profundos, pero era el compañero perfecto para iniciar el descubrimiento del mundo. Aquella peculiar manera que tenía Elisa de lanzarse de cabeza a la vida, sin pedir permiso ni consejo. Su padre se preguntaba de dónde salía tanta inquietud, tan poca paciencia, una curiosidad que nunca tenía fin. Las tres tías, al verla, fruncían el ceño, pero nunca le llevaban la contraria. Todas sabían de sus encuentros con el muchacho, tras la calle del estanque, en un solar abandonado donde centelleaba la luz de una farola.
Eran inexpertos y poco hábiles. Se besaban con la furia de los que no saben recrearse en la astucia de un beso. Se mordían los labios y se dejaban moratones en el cuello. Aún no habían aprendido que las señales del amor pueden ocultarse. De momento, se dedicaban a palparse los cuerpos con una sensación de prisa, como si les faltase tiempo, mientras les parecía que nunca tendrían suficiente. Podía ser duro y largo, el beso, perderse entre los dientes, mientras la lengua seguía caminos de saliva. Las manos de su amante primerizo dejaban a Elisa siempre insatisfecha. Despertado el deseo, no sabía saciarlo. No poseía el don del tacto, la capacidad de encontrarle los rincones secretos del cuerpo, allá donde empezaba a despertarse el placer, y que ella tan sólo intuía. Elisa habría querido que tuviera destreza, pedirle que se esforzase un poco más, que encontrara caminos nuevos con ella. Pero el amante era tímido e inseguro. Se imaginaba que sus dedos nada sabios la hacían estremecer, al recorrer su cuerpo. Elisa vibraba, antes de verlo. Sentía un aguijonazo en el vientre, en la entrepierna, en el sexo, pero nada más. Su presencia insegura, su torpeza en cada movimiento, la falta de paciencia apagaban el deseo y le dejaban un resto de decepción.
No se atrevía a hablarle de ello. En cada encuentro, multiplicaba los esfuerzos para que el chico siguiera sus pautas. Era inútil. El joven del pelo color calabaza no era un buen amante. Se echaba sobre Elisa, manoteaba sus pechos, dejaba su vientre dolorido e insatisfecho. Una noche, que no era muy diferente de las otras noches que compartieron, la penetró con urgencia. A ella le dolió, y no disimuló aquel dolor. Notaba los movimientos como latigazos. Se deshizo del abrazo, se bajó la falda, y emprendió el camino hacia su casa. Oía los gritos que la llamaban. No entendería por qué se marchaba. Querría una explicación que la rabia y el desencanto le impedían dar. Sintió el sexo y los muslos llenos de lo que él había derramado. Húmeda, volvió a su habitación. Intuyó la presencia de la tías, que la espiaban. Nunca les diría hasta qué punto era desafortunada. Nueve meses después tuvo una criatura: era hija suya y del chaval del cabello color calabaza. No quiso volver a verlo jamás. Le puso Carlota.
Las tres tías se apoderaron de aquella criatura y se dedicaron a ella en cuerpo y alma. No hubo reproches, porque Elisa era una chica que tenía los ojos profundos y ganas de vivir. Nadie se atrevía a echarle en cara aquel nacimiento. El bebé había sido un error de la naturaleza, una aparente equivocación del destino que en seguida reconvirtieron en un don del cielo. Incluso su padre, que primero pensó en enviarla lejos de casa, se reconcilió pronto con su hija, mientras observaba a su nieta con una mirada feliz. No volvió al colegio, lo que la llenó de satisfacción, y recibió en casa clases de música y dibujo. La nueva situación no la trastornó en exceso. De la criatura, nacida de un momento que no quería volver a recordar, sólo recibía satisfacciones: era una niña regordeta que tenía su misma mirada. Nunca se planteó que pudiera constituir un obstáculo para su futuro. La vida eran las paredes de la casa, el jardín, las charlas bajo los porches y los días que se sucedían sin interrupciones. Le encantaba aquella existencia, anclada en la belleza del espacio y en la perfección de las cosas. Desde las terrazas, se acercaba al cielo. Tenía la sensación de poder tender la mano y capturar recortes de nubes. Se sentía poderosa y feliz. La maternidad, que pasó por su vida como un episodio grato, transformó su cuerpo adolescente. Ganó en firmeza y en rotundidad. Aún tenía la cintura de avispa, pero sus pechos y caderas habían crecido en redondez. La mirada se volvió más segura. Tenía el rostro de una adolescente y el cuerpo de una mujer, que miraba el mundo con la serenidad de los que no han sufrido grandes penas. Vivía tranquila, quizá con un punto de curiosidad por el porvenir. A veces, se preguntaba si el amor eran cuatro revolcones por el suelo. Habría querido imaginarse unas manos que iniciasen un recorrido delicado por su cuerpo. Aquel cuerpo que volvía a sentir la llamada de la vida, pero que se esforzaba por acallarla. Carlota descansaba en sábanas de hilo, mientras ella dormía poco.
Pasaron las estaciones y la vida seguía una música de ritmos cómodos. En la casa, nadie se atrevía a inquietar sus días. No veía a mucha gente, porque no lo necesitaba. Cuando llegaba el calor, sacaba una sombrilla y miraba desde la baranda. Observaba el agua del estanque, los nenúfares, los árboles. Si algún pensamiento desagradable acudía a su mente, lo rechazaba sin esfuerzo. No era difícil alejar lo gris, cuando los colores estallaban a su lado. El verano siempre había sido la época del año que más le gustaba. Se producía una curiosa combinación de sentimientos. Por un lado, la pesadez de las horas, cuando el sol caía en el jardín y tenían que cerrar las persianas para que no invadiese las habitaciones. Entonces todo se volvía aún más lento. Por otro, aquella sensación de fuerza, un vertido de energía en el cuerpo. Si hubiera sido capaz de explicarlo, habría dicho que el verano le daba coraje. Le daba pereza cualquier movimiento, en las horas cálidas que todo lo entorpecen. A la vez, la intensidad de la luz, que desnudaba al mundo sin clemencia, le aumentaba las ganas de vivir.
Sucedió a principios de verano. En el jardín, los grillos formaban una orquestina cuando empezaba a girar la noche. Por las mañanas se despertaba con la luz entrando a chorro por la ventana. No había cortinas que pudieran filtrar tal intensidad. Todo el mundo sudaba. Gotas de sudor caían por la frente de su padre, cuando inclinaba la cabeza para atender a una explicación de un paciente. Una llovizna se instalaba en las sienes de las tías, que nunca se acostumbraban a aquellas temperaturas. Un fina capa de agua le recorría el cuello, por más que se trenzase el pelo. Se preguntaba cómo es posible combinar la lentitud con el afán. Sólo el verano facilita esa unión de contrastes. La quietud y la prisa ocupaban un lugar en el pensamiento, acompañándolo. A veces, habría querido permanecer inmóvil en la cama, quieto el cuerpo por donde el calor abría caminos. En otras ocasiones sentía el deseo de moverse.
El día 15 de agosto, la fiesta de la Virgen, hizo un calor húmedo que se abrazaba a la piel. La casa se despertó con cierta inquietud: había prisas innecesarias por los pasillos, carreras por la escalera de la entrada principal, risas en la cocina. Nadie sabía la causa de aquel desbarajuste. Probablemente ni siquiera se dieron cuenta de que sucediese nada especial. Para todo el mundo era un día como cualquier otro. Incluso Elisa tardó en ponerse en guardia. Aunque notó a las tres tías algo nerviosas: entraban en una habitación y salían de ella media docena de veces, repetían la misma pregunta que acababan de formular, combinaban períodos de una gran locuacidad con ratos de silencio. Aunque Carlota parecía especialmente nerviosa y reclamaba con insistencia sus juguetes, Elisa no descubrió lo que estaba a punto de suceder. Su vida siempre había sido controlada, mesurada. Había una única excepción, aquella noche absurda que le dejó el obsequio de una hija, pero nada más. El resto era tranquilo.
Al mediodía llovió. Fue una lluvia de agosto, que obligó a retirar las sillas de las terrazas. No duró mucho, pero cayó con la intensidad de los pensamientos que se van repitiendo como una obsesión. Formó charcos en el suelo, pequeños círculos de agua verdosa que Carlota descubría. Debería haber servido para limpiar el ambiente, pero sólo fue una fantasía. El aire continuaba pesado. Había algunas nubes en el cielo que no calmaban el calor. La humedad se adhería a los tejidos de la ropa y penetraba en el cuerpo. Parecía que el día iba a hacerse eterno: eternas la horas y eternos los minutos. Nadie tenía la sensación de estar esperando algo. Esperar significa estar atento, vivir alerta. Significa permanecer con la mirada a punto, a la expectativa de lo que va a venir. Elisa nunca había vivido de esta forma. Sin embargo, aquel día se sorprendía a sí misma, demasiado inquieta para poner atención en lo que sucedía a su alrededor. En una increíble combinación de distracción y agudeza, notaba los sentidos despiertos. Captaba los olores que la llovizna había reavivado y que entraban por la ventana. Intuía los sabores de la comida que se estaba cocinando y que esparcía un olor a hierbas aromáticas. Habría querido recorrer su propio cuerpo con la punta de los dedos sólo para capturar sus formas. La excitación del ambiente se había trasladado a las manos de Elisa, a sus ojos, a la mirada que buscaba sitios por donde volar. Fue entonces, al apoyar su cuerpo en la barandilla de la terraza. Con las mangas arremangadas y el cuello abierto, miró al jardín.
Por el sendero, entre dos hileras de eucaliptos, avanzaba alguien. Tenía la actitud distraída de quien no se imagina observado. Era un hombre alto, más bien delgado, que andaba moviendo el cuerpo al ritmo de los pies. Le resultó una figura vagamente familiar y se entretuvo contemplándolo. Había fijado su mirada en él por azar, pero se resistió a retirarla, llena de curiosidad. Él no caminaba muy de prisa, distraído en los árboles que lo rodeaban. Ahora arrancaba una hoja, después recortaba con los dedos unas ramitas secas, luego pasaba la mano por un tronco. Trazaba unrecorrido lento, como si buscara la rugosidad de la madera. Le llamaron la atención sus movimientos: aquella calma de hombre que busca en las profundidades del jardín, que pierde el sentido del tiempo, concentrado en el afán por contemplar las plantas, por calcular su inclinación y empuje. A medida que se acercaba, vio a un hombre fuerte, que tenía las facciones bien dibujadas, el semblante firme. Le gustó la forma en que se movía. Cada movimiento era una mezcla de naturalidad y de determinación. Había gestos improvisados y gestos que parecían fruto de una experiencia de siglos. ¿Quién le ha enseñado a moverse de esta forma?, se preguntó. Destacaba en él una dosis de misterio que le encantaba. Habría querido preguntarle de dónde salía, por qué extraños laberintos había llegado al jardín.