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Authors: María de la Pau Janer

Las mujeres que hay en mí (18 page)

—¿Puedo contar con ello?

—Tienes mi palabra.

Le invadió una sensación de placidez. Aquel sentimiento tranquilo que siempre le contagiaba Miguel. Le sorprendía que se hubiese comprometido a visitarlo en Mallorca. Era una noticia inesperada que lo aliviaba de la tristeza de tener que partir. Había una cierta renuncia, en la vuelta. Sacrificaba todo cuanto había llegado a convertirse en parte de lo cotidiano: la visión del paisaje. A cambio, lo esperaban horizontes desconocidos. Las líneas que unen el mar y el cielo a menudo eran de trazado incierto. Se desdibujaban ante la pupila. Perdían color, se diluían. Tenía la sensación de que habían transcurrido muchos, muchos años, desde que abandonó Mallorca.

Pasó un largo rato. En cubierta, notó el frío de la noche, el ruido de las olas, que se alzaban y morían con cierta intermitencia. Le llegaba también el sonido lejano de las conversaciones que otros viajeros tenían no muy lejos. Poco a poco, las palabras fueron perdiendo fuerza. A medida que avanzó la oscuridad, las personas que estaban en cubierta se dispersaron. La mayoría volvía al interior del barco, buscando el resguardo de una temperatura benigna. El frío se volvía intenso, pero él continuó sin moverse. No movía un solo músculo, pendiente de todo lo que lo rodeaba, inmerso en el silencio profundo. Empezó a amanecer lentamente y la claridad aparecía como un milagro. La luz se esparcía por el cielo y las nubes surgían tintadas de azul.

Adivinó el esqueleto de la isla, su forma de criatura estirada. Habría querido que aquella imagen se grabara para siempre en sus ojos, pero no era capaz de ello. Un velo de niebla le nublaba la pupila e impedía que la mirada se detuviera en lo que veía. Se acercaron poco a poco, mientras el espacio adquiría un tono anaranjado. Entre morados y grises, resplandecían colores de mandarina. Le temblaron un poco los labios, pero mantuvo la postura de hombre que no se inmuta por nada. Se había alzado el cuello de la chaqueta, aún tenía las manos hundidas en los bolsillos, cuando el barco atracaba. Los perfiles de las casas, las formas del paisaje, se recortaban sin anuncios. Por un instante, pensó que no podía haber pasado mucho tiempo. Todo era una repetición de lo que recordaba. La sirena del barco avisaba a los pasajeros de que llegaban a la isla. Pronto sería hora de desembarcar. Ramón miraba las rocas y los árboles con el corazón dolorido. Le dolía de pena y de ganas de volver. ¿La pena? No sabía si tenía que atribuirla al desconcierto. Las emociones se mezclan sin orden, cuando es la hora del retorno.

XIV

El mundo estaba como lo había dejado. La única diferencia es que lo encontró más oscuro. La oscuridad tiene relación con la exactitud: cuando los sitios y las personas se concretan, adquieren cuerpo y sombra. Las imágenes que el recuerdo diluía y desvirtuaba se volvían a componer ante sus ojos. En la reconstrucción de los diferentes lugares, intervenían la experiencia pasada y los cambios del presente. Los días vividos se acumulaban en el interior de Ramón y formaban una materia curiosa, un bálsamo que se posaba sobre las cosas y modificaba su apariencia. Le sucedió sobre todo con las distancias. Hubo de resituarse en el espacio de la isla, donde todo se le antojaba más pequeño. La propia finca, que antes le parecía campos sin límites, se convertía en un fragmento de tierra perfectamente acotado. Esta percepción lo tranquilizaba, lejos de preocuparle. Mientras recorría el mundo, esperaba que fuese infinito. Ahora, que volvía a estar en casa, lo único importante eran los linderos conocidos. Los terrenos mil veces pisados, el conocimiento de cada rincón. Le ocurrió lo mismo con los ritmos del tiempo. En Mallorca, no reinaba la prisa. Los hechos se sucedían sin agitaciones porque nada se precipitaba. Aun así, no eran los ritmos de la India. No existía un acoplamiento entre los que había aprendido a hacer suyos y estos otros que le volvían a salir al encuentro. Tenía que esforzarse para facilitar la adaptación al cambio. Era una cuestión de pasos, de compases, de cadencias. Le gustaba intentar recuperar los viejos hábitos.

Lo recibieron con una mezcla de alegría y de curiosidad. La mayoría de las personas que vivían en La Casa de Albarca habían traspasado pocas veces sus límites. Para ellos era la medida del mundo. Por lo tanto, no era posible imaginarse qué podía haber al otro lado del mar. A muchos les resultaba del todo indiferente. No les importaba saber lo que existía más allá de los márgenes de una isla que convertían en el centro del universo. Otros miraban a Ramón con una cierta curiosidad. Habrían querido saber cómo era posible sobrevivir lejos de Mallorca. Vivir años enteros sin morirse de añoranza. Algunos lo envidiaban. Eran jóvenes, inquietos, y habrían querido ser lo bastante valientes para partir. Le observaban el rostro, transformado como un trozo de mármol que acaba de ser cincelado por un buen escultor, mientras pensaban que había vuelto hecho un hombre. Recordaban la expresión de antes, aquellos rasgos sólo perfilados en los que cualquier emoción se dibujaba. Lo comparaban con la cara del presente, absorta en cada uno de los descubrimientos. Una cara de difícil lectura, ya que guardaba las emociones como si fuesen tesoros que se negaba a compartir. Compartía, sin embargo, las conversaciones. Les explicaba historias traídas de lejos, que tenían un regusto increíble.

El señor lo recibió con amabilidad. Mantuvo cierta distancia, que consideraba adecuada, entre sus dos mundos, pero le dijo que se alegraba de aquel retorno. Hizo referencia a la carta, mientras le agradecía los comentarios y las descripciones que, según su opinión, eran una prueba de confianza respetuosa. Le dijo que esperaba que se encontrase bien entre los suyos y que, muy pronto, se volviera a incorporar a las tareas de siempre. El jardín —dijo con una sonrisa— quizá aún se acuerda de tus manos. Ramón lo observó en silencio, mientras lo escuchaba. Analizaba los sentimientos que Mateo le despertaba. Comprendió que no quedaban restos de las emociones pasadas. No experimentó ni una pizca de la rivalidad que le inspiró años atrás. Incluso el recuerdo de la antigua sensación, que sabía real, le parecía mentira. Pero tampoco quedaba ni una sombra de aquella complicidad que experimentó hacia él, después de la muerte de Sofía. Todo formaba parte de otra historia. Lo saludó con la cortesía del jardinero que manifiesta al señor que quiere recuperar un puesto de trabajo. Le expresó una amabilidad que no tenía nada que ver ni con la comedia ni con el servilismo. Ramón era sincero: se alegraba de estar en La Casa de Albarca y se lo hacía saber a su señor. El resto era materia muerta. Hablaron un rato, junto a la sombra recuperada del almez. Él no se cansaba de mirar sus hojas, de observar el grueso y el alcance de las ramas, la solidez del tronco. Por un momento, pensó en todos los árboles que había visto. Se acordó de árboles pequeños y de árboles disformes, de ramas perennemente desnudas, de otras que eran jardines en el aire. Los recuerdos eran gratos, pero la presencia del almez se imponía. Pensó que ver todos aquellos árboles le había servido para querer mejor al viejo conocido.

El gran descubrimiento fueron las estaciones. Era magnífico recuperar las primaveras y los otoños. Significaban la oportunidad de reencontrar las lluvias suaves, las capas de hojas que cubren el suelo, los ocres que preceden al invierno. Le encantaba volver, en los meses que lo renuevan todo, a la sensación de que los días se alargan, que se le gana tiempo al sol. Eran percepciones que volvía a sentir, después de muchos días de vivir dividido entre las sequías y las lluvias salvajes. Todas las primaveras, esperaba la brisa de las mañanas. Todos los otoños, se entretenía en medir cómo la luz se hacía un paso más corta. Entretanto, hubo de reconciliarse con el jardín. Durante aquellos años, manos inexpertas lo habían dejado crecer sin control. Aquella libertad de movimientos lo dotaba de un encanto difícil de precisar, pero concordaba poco con la voluntad del señor, decidido a imponer cierto orden. Ramón intentó equilibrar los dos extremos: el aire de libertad que transmitían las plantas que han crecido algo más de la cuenta, la hiedra que ha invadido toda una pared, los pinos, los rosales que necesitaban una poda urgente, las plantas que se habían salido de sus márgenes, los árboles que crecieron sin gracia.

Hubo de pasar un poco de tiempo para que se adaptara al retorno, pero no mucho. Como las semanas transcurrían de prisa, pronto volvió a sentirse cómodo. Sin habérselo propuesto, tenía la confianza de los que trabajaban a su lado. Nadie discutía sus decisiones ni le planteaba dificultades. Tenía una relación cordial con los demás. Reinaba el espíritu tranquilo de las buenas conversaciones, el tiempo para un chiste o una broma, pero perduraba siempre un punto de recelo. No lo había decidido así, pero era una forma de mantener la reserva sobre su propia vida, lo que constituía una necesidad. Podía ser cordial, pero nunca sería del todo transparente ante los ojos de los demás. Había dosis elevadas de reserva y de silencios. Eran los silencios que había aprendido a calcular cuando estaba en la India. Ahora no quería renunciar a ellos. Nadie lo consideró nunca un hombre estirado ni de trato difícil. Respetaban sus rarezas con un gesto que se parecía a una sonrisa.

En Mallorca, el tiempo era cíclico. En la India, lo había sentido lineal. La diferencia se basaba en la forma de vivirlo. Durante su etapa de caminante, recorría la tierra. Avanzaba siempre hacia lugares diferentes, se detenía en un sitio, pasaba por otro, descubría nuevas rutas. Se imaginaba que había trazado una línea que describía curiosos meandros y que él se entretenía en recorrer. Por eso el tiempo adquiría una dimensión distinta. Progresaba con lentitud, mientras las experiencias vividas iban quedando atrás. No era posible recuperarlas, porque siempre había algo nuevo por descubrir. La única opción era seguir adelante, inmerso en el hallazgo siguiente, con el ánimo a punto para dejarse sorprender. En la isla, por el contrario, el tiempo era un ciclo inmenso. Los hechos y las cosas nunca se perdían del todo sino que siempre volvían. Tenían un curso similar al de las estaciones.

Esta idea circular del tiempo favorecía una visión diferente de la vida. Si sabemos que las hojas volverán a llenar las ramas de los árboles, no nos dejamos llevar por la desconfianza al verlas desaparecer. No miramos a aquellas últimas, antes de caer, con la expresión hambrienta de lo que se pierde y se vuelve irrecuperable. Empleamos un punto de esperanza, que se vuelve alegría al constatar la pervivencia de la naturaleza. Van a venir más ramas floridas, en una nueva primavera que ahora sólo podemos intuir, pero que sabemos cierta. Vendrán también otras lluvias tranquilas, que se desharán en gotas humildes por las fachadas. De la misma forma, volverán a dilatarse las tardes y el aire se tornará cálido. Todo renacerá, en un afán de vivir que corresponde a un mundo que siempre vuelve.

Pasaron las estaciones y Ramón se adaptó a sus nuevos menesteres. Vivía en una casa pequeña que había habilitado justo a la entrada de la finca. Una casa con la fachada de piedra, canalones que recogían la lluvia, un pozo y amplias ventanas. Tenía un patio con dos bancos de piedra y una cisterna. Había una sala en donde guardaba las herramientas del jardín, y en donde se sentaba a leer, cuando tenía un rato. Le gustaba vivir solo y su existencia adquirió momentos plácidos. Se levantaba temprano y se iba a dormir tarde, después de haber dedicado un rato a la lectura. Las charlas con la gente de La Casa de Albarca se combinaban con largos silencios. Vivía tranquilo, sin perseguir quimeras ni rarezas, mientras las estaciones volvían al círculo.

Durante aquel tiempo, pocas veces se cruzó con Elisa. Ella, que vivía en la casa grande, a quien se le iba transformando el cuerpo y la mirada, que ya no era la niña que había visto de reojo, al volver, sin dedicarle apenas atención. Había visto a tantos niños, en la India, que aquella dama en miniatura no lo impresionó ni lo enterneció. Le parecían mucho más interesantes el jardín, la gente que lo habitaba, el cielo limpio de nubes. Sabía de su existencia, pero aquella vida concreta, con nombres y apellidos de categoría, a pesar de la pequenez de su persona, lo dejaban indiferente. Ella, amparada por su padre y por sus tías, tampoco se fijó mucho en el jardinero que se incorporaba a su paisaje.

Pasaron los años y la niña creció. Le crecieron las piernas y los brazos. Se alzaba de puntillas para parecer más alta. Echaba los hombros hacia atrás para caminar con gracia. Tenía el rostro de facciones marcadas, los labios inusualmente carnosos. Se movía con una agilidad que sorprendía a su padre, poco dado a las contorsiones del cuerpo, y que dejaba embelesadas a sus tías, cuando los visitaban. Sin pensarlo nadie, ya que estas cosas ni se quieren ni se prevén, había heredado los rasgos de su madre. Al menos, cierto aire de mujer entre bella y ausente. La belleza casera de Sofía, sin embargo, fue sustituida por un punto más elevado de singularidad. Tenía la actitud decidida de quien no acepta ni las órdenes ni los consejos de los demás. Sonreía de soslayo, con la boca cerrada, conocedora de muchos secretos que no quería contar. De vez en cuando, rompía a reír y era como si hubiese masticado menta, porque el aire se llenaba de buen olor.

Las tres tías combinaron las visitas desde el pueblo para acompañarla durante la infancia, la adolescencia, y la juventud. Amaban a aquella criatura, que les permitía ejercer de madres por turnos, y no estaban dispuestas a renunciar al privilegio. Con los años, las relaciones con Mateo llegaron a ser cordiales. En el fondo, el médico agradecía la compañía de aquellas figuras maternales alrededor de su hija. Le gustaba que llegasen en el viejo carruaje, levantando nubes de polvo, mientras Elisa aplaudía bajo el arco de la entrada o les enviaba saludos con un pañuelo al viento. Se podría haber convertido en una criatura insoportable, demasiado protegida por las tres mujeres que tenían todo el tiempo del mundo, y por un padre que disponía de muy poco, pero que se lo dedicaba entero. Sus deseos, cualquier detalle tan sólo expresado, se cumplían con rapidez. Ella probaba las primeras frutas del jardín, se compraba sombreros de seda, mostraba afición por la música.

Todo el mundo decía que era un ángel, pero un ángel demasiado inquieto. Desde niña, no paraba un segundo en el mismo sitio. Le gustaba correr por el patio, encaramarse a los árboles, nadar en la alberca. Nada la amedrentaba ni la asustaba, sino que sentía una curiosidad infinita por las cosas. Tenía que perseguir a cuanto se moviese, aunque fuera la sombra de una sombra. Crecía y era una figurita que se movía por las salas de La Casa de Albarca. Cada vez, los gestos convertidos más en un calco de los de su madre. Los movimientos robados de la otra. La forma del rostro, como una suma de características singulares que daban como resultado aquel curioso parecido. No obstante, era decidida y un punto audaz, rasgos que no había compartido Sofía. Cuando se reía, parecía que iban a juntarse cielo y tierra. Entonces los contagiaba a todos y el aire se llenaba de risas glotonas. Risas que expresaban las ganas de vivir. Se apuntaba primero su padre, con cierta timidez, avergonzado de dar rienda suelta a una alegría que le parecía demasiado pueril. Se sumaban en seguida las tres tías, expulsando cada uno viejos fantasmas que les habían costado más lágrimas que sonrisas. Se abandonaban a ello con una alegría que no se esforzaban en contener, que ella les había transmitido y que se volvía contagiosa. Se reían a placer. Luego se miraban con unos ojos más limpios, liberados de aquellos velos que va depositando la vida que se vive tristemente. Elisa era la causa de su gozo. Primero, la amaron porque era una prolongación de la madre muerta. Después, se convirtió en el centro de atención de sus existencias. Era una muchacha que derrochaba ilusión por la vida.

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