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Authors: Camilla Läckberg

Las huellas imborrables (9 page)

Al cabo de una hora larga, Martin cerró el último archivador y constató:

–Pues no, yo, al menos, no he encontrado nada más de interés. ¿Y tú?

Gösta negó con la cabeza.

–No, ni tampoco más alusiones al asunto de los Amigos de Suecia.

Los dos colegas salieron de la biblioteca e inspeccionaron el resto de la casa. Se veían por doquier indicios del interés por Alemania y por la Segunda Guerra Mundial, pero nada que llamase la atención de los dos policías. La vivienda en sí era hermosa, aunque de decoración un tanto anticuada, y ya empezaba a estar deteriorada aquí y allá. Retratos en blanco y negro de los padres, de los dos hermanos y de otros familiares cubrían las paredes o adornaban con sus marcos antiguos escritorios y consolas. Su presencia era innegable. Tampoco parecía que los dos hermanos hubiesen alterado mucho el aspecto de la casa mientras vivieron en ella, de ahí lo vetusto de su aspecto. Lo único que interfería con la pulcritud era la fina capa de polvo que lo cubría todo.

–Me pregunto si se suelen arreglar solos o si viene alguien a hacerles la limpieza –observó Martin pensativo pasando un dedo por la cómoda de uno de los tres dormitorios de la primera planta.

–A mí me cuesta imaginarme a los dos ancianos casi octogenarios limpiando todo esto –admitió Gösta abriendo el armario que había junto a la puerta–. ¿Tú qué crees? ¿Es la habitación de Erik o la de Axel? –Gösta observaba la hilera de chaquetas marrones y de camisas blancas que había colgadas allí dentro.

–La de Erik –declaró Martin. Había cogido el libro de la mesilla de noche, en cuya primera página se leía escrito a lápiz el nombre de Erik Frankel. Se trataba de una biografía sobre Albert Speer–. «El arquitecto de Hitler», leyó Martin en voz alta en la contracubierta, antes de restituir el libro a su lugar.

–Después de la guerra, pasó veinte años en la prisión de Spandau –murmuró Gösta. Martin lo miró asombrado.

–¿Y tú cómo lo sabes?

–A mí también me parece interesante la Segunda Guerra Mundial. He leído bastante. Y también he visto documentales en el Discovery y eso.

–Ajá –respondió Martin, aún con la perplejidad pintada en el semblante. Era la primera vez, en todos los años que llevaban trabajando juntos, que Gösta declaraba tener otra afición que el golf.

Dedicaron una hora más a la inspección de la casa, aunque no encontraron nada nuevo. Pese a todo, Martin se sentía satisfecho cuando volvían en el coche a la comisaría. El nombre de Frans Ringholm les proporcionaba una pista sobre la que trabajar.

En el supermercado Konsum reinaba la calma. Patrik se tomó su tiempo para vagar por los pasillos y entre los estantes. Resultaba liberador salir de casa un rato. Resultaba liberador disponer de unos minutos en soledad. Aquél no era más que el tercer día de la baja paternal y una parte de él adoraba la posibilidad de estar con Maja. A la otra parte, en cambio, le costaba acostumbrarse a estar en casa. No porque no tuviese millones de cosas que hacer durante el día, de hecho, no tardó en notar que cuidar de un niño de un año daba muchísimo trabajo. El problema consistía en que no resultaba demasiado… estimulante, se decía presa de remordimientos. Y le parecía increíble lo atado que estaba uno: ni siquiera podía ir al baño tranquilamente, puesto que Maja había inaugurado la costumbre de plantarse delante de la puerta y aporrearla con sus puños diminutos al grito de «papá, papá, papá, papá, papá, papá, papá», hasta que él se daba por vencido y le abría. Luego se quedaba allí llena de curiosidad observándolo mientras él hacía aquello que, durante toda su vida anterior, había solventado en un contexto mucho más privado.

Se sentía un poco culpable por haberle pedido a Erica que se encargase de la pequeña mientras él salía. Pero Maja estaba dormida, así que Erica podría trabajar de todos modos. Aunque quizá debiera llamar un momento a casa y comprobarlo, por si acaso. Se metió la mano en el bolsillo para sacar el móvil, pero comprobó que debió de dejarlo olvidado en la mesa de la cocina. ¡Mierda! Bueno, en fin, seguro que no había pasado nada. Se dirigió al estante de los alimentos infantiles y empezó a escudriñar entre las distintas posibilidades. «Guiso de ternera con nata», «Pescado en salsa de eneldo», ummm… , «Espaguetis con carne picada», eso sonaba mucho más rico. Así que se llevó cinco tarros. ¿O quizá debiera empezar a cocinar en casa la comida de Maja? Sí, era una buena idea, se dijo devolviendo al estante tres de los tarros. Podía cocinar para varios días y sentar a Maja a su lado y…

–¡Deja que lo adivine…! Estás cometiendo el error típico del novato y planteándote servir comida casera, ¿verdad?

Aquella voz le sonó extrañamente familiar y, al mismo tiempo, fuera de lugar, en cierto modo. Patrik se dio la vuelta.

–¿Karin? ¡Hola! ¿Qué haces tú aquí? –Patrik no esperaba toparse con su ex mujer en el Konsum de Fjällbacka. La última vez que se vieron fue cuando ella se mudó de la casa adosada que compartían en Tanumshede para irse a vivir con el hombre con el que Patrik la había sorprendido en la cama de ambos. Una imagen le cruzó por la mente, pero se esfumó enseguida. Hacía ya tanto de eso… Era agua pasada.

–Leif y yo nos hemos comprado una casa en Fjällbacka. En Sumpan.

–Ah –acertó a decir Patrik esforzándose por eliminar de su expresión los indicios de perplejidad.

–Pues sí, queríamos mudarnos más cerca de los padres de Leif, ahora que tenemos a Ludde. –Acompañó sus palabras con un gesto hacia el carro de la compra en el que llevaba sentado a un chiquillo que sonreía de oreja a oreja, y que hasta entonces le había pasado inadvertido a Patrick.

–¡Vaya, vaya! –se sorprendió Patrik–. Parece que nos hayamos puesto de acuerdo. Yo también tengo una niña en casa, Maja, de la misma edad.

–Sí, ya me lo habían contado –rio Karin–. Estás casado con Erica Falck, ¿verdad? ¡Dile de mi parte que me encantan sus libros!

–Lo haré –respondió Patrik saludando con la mano a Ludde, que parecía programado para aplicar la dosis máxima de encanto.

–Pero dime, ¿a qué te dedicas ahora? –preguntó Patrik con curiosidad–. Lo último que oí fue que trabajabas en una asesoría contable.

–Sí, bueno, de eso hace ya algún tiempo. Lo dejé hace tres años. Ahora estoy de baja maternal en una asesoría financiera.

–Ajá, pues mira, yo estoy en mi tercer día de baja paternal –declaró Patrik no sin cierto orgullo.

–¡Qué bien! Pero… ¿dónde está…? –Karin buscaba a la pequeña mirando a su alrededor y Patrik le respondió con una sonrisa bobalicona.

–Erica se ha quedado con ella un rato, yo tenía que salir a hacer unos recados.

–Ya, ya, me lo sé de memoria –repuso Karin con un guiño–. La incapacidad de los hombres para hacer dos cosas al mismo tiempo parece un fenómeno universal.

–Sí, será eso –admitió Patrik un tanto avergonzado.

–¡Oye! ¿Por qué no nos vemos con los niños algún día? No es fácil tenerlos entretenidos, y así tú y yo tendremos ocasión de hablar con otro adulto. No me digas que no te parece un buen plan –dijo poniendo los ojos en blanco y mirando luego a Patrik con gesto inquisitivo.

–Pues sí, claro, ¿cuándo y dónde nos vemos?

–Yo suelo dar un paseo diario con Ludde sobre las diez. Si queréis, podéis sumaros. Podríamos vernos delante de la farmacia sobre las diez y cuarto.

–Me parece perfecto. Oye, por cierto, ¿qué hora es? Se me ha olvidado el móvil en casa y lo uso de reloj.

Karin miró la hora.

–Las dos y cuarto.

–¡Mierda! ¡Llevo dos horas fuera! –Patrik empujó el carrito y se encaminó a la caja corriendo–. Pero ¡nos vemos mañana!

–A las diez y cuarto. En la puerta de la farmacia. ¡Y no llegues un cuarto de hora tarde, como siempre! –le gritó Karin alejándose.

–No –gritó a su vez Patrik poniendo la compra en la cinta. Esperaba de todo corazón que Maja no se hubiese despertado.

La bruma matinal flotaba densa al otro lado de la ventanilla cuando iniciaron el descenso en Gotemburgo. El tren de aterrizaje empezó a zumbar. Axel apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos. Era un error. Las imágenes acudían a su retina, como tantas otras veces a lo largo de los años. Cansado, abrió los ojos de nuevo. No había dormido gran cosa la noche anterior. De hecho, se la pasó dando vueltas en la cama de su apartamento de París.

La voz de la mujer sonaba fría al teléfono. Le transmitió la noticia de la muerte de Erik con un tono empático pero, al mismo tiempo, distante. No era la primera vez que daba la noticia de un fallecimiento, eso lo comprendió Axel enseguida por el modo en que se lo dijo.

Se le turbó la mente cuando intentó imaginarse todos los anuncios de muerte que debían de haberse comunicado a lo largo de la historia… Llamadas de la policía, un sacerdote ante la puerta, un sobre con el sello del ejército. Todos esos millones y más millones de personas que habían muerto. Alguien debió de comunicar su muerte. Siempre hay alguien que debe comunicar la muerte.

Axel se llevó la mano a la oreja. Con los años, se había convertido en un acto reflejo. Estaba completamente sordo del oído izquierdo y, sin saber por qué, el zumbido se calmaba cuando se cubría la oreja con la mano.

Giró la cabeza para mirar por la ventanilla, pero se encontró con su propia imagen reflejada en el cristal. Un hombre de ochenta años, gris, surcado de arrugas. Ojos tristes, hundidos. Pasó la mano por la cara del reflejo. Por un instante, le pareció estar viendo a Erik.

Las ruedas del avión tocaron tierra con un ruido sordo. Ya estaba allí.

Escarmentado por el pequeño incidente ocurrido en su despacho, Mellberg cogió la correa que había colgado de un clavo en la pared y la fijó al collar de
Ernst
.

–Vamos, a ver si terminamos cuanto antes –gruñó Mellberg, pero
Ernst
empezó a saltar feliz en dirección a la puerta a una velocidad que obligó a Bertil a correr detrás para seguirlo.

–Eres tú quien debe guiar al perro, no al contrario –observó Annika muerta de risa al verlos pasar.

–Si quieres puedes sacarlo tú –masculló Mellberg antes de continuar hacia la salida.

Maldito chucho. Le dolían los brazos del esfuerzo de sujetarlo. Pero después de pararse en seco, alzar una pata junto a un arbusto y aliviar la vejiga,
Ernst
pareció calmarse, así que pudieron continuar paseando a un ritmo más pausado. Mellberg se sorprendió silbando distraídamente una cancioncilla. La verdad, aquello no era tan mala idea. Un poco de aire fresco, un poco de ejercicio, tal vez le sentaran bien. Y
Ernst
iba tan dócil ya, olisqueando el sendero del bosque al que habían llegado. Tranquilísimo. Claro, exactamente igual que las personas, el animal era consciente de que lo guiaba una mano firme que era la que decidía. No supondría ningún problema meter en cintura a aquel chucho.

Justo en ese momento,
Ernst
se paró en seco. Con las orejas tiesas y tensos todos y cada uno de los músculos de su cuerpo nervudo. Luego, estalló en puro movimiento.


¡Ernst!
¿Qué coño…? –Mellberg se vio arrastrado a tal velocidad que a punto estuvo de caerse. Sin embargo, consiguió recuperar el equilibrio en el último instante e intentó seguir al perro, que iba a galope tendido.


¡Ernst! ¡Ernst!
¡Para ya! ¡Quieto! ¡Ven aquí! –Mellberg se asfixiaba debido a tan inusual esfuerzo físico, de modo que le costaba gritar. El perro ignoró sus órdenes. Cuando casi volando doblaron una esquina, a Mellberg se le hizo la luz y comprendió lo que había ocasionado tan súbita carrera.
Ernst
se lanzó sobre un enorme perro de color claro que parecía de la misma raza, y los dos canes empezaron a rodar fogosos por el suelo, mientras la dueña del perro tiraba de una correa y Bertil de la otra.


¡Señorita!
*
¡Quieta! ¡Eso no se hace! ¡Siéntate! –Una mujer menuda y de piel oscura le daba órdenes al perro con aspereza y, a diferencia de
Ernst
, el otro obedeció y retrocedió apartándose de su recién hallado compañero de juegos. El animal se sentó avergonzado mirando implorante a su dueña.

–¡Pero bueno,
Señorita
, eso no se hace! –La mujer obligó al perro a mirarla a los ojos sin dejar de reprenderlo y hasta Mellberg tuvo que contener el impulso de ponerse firme.

–Eh… yo… lo siento –balbució tirando de la correa en un intento de impedir que
Ernst
volviera a abalanzarse sobre el perro que, a juzgar por el nombre, era hembra.

–No tiene ningún control sobre su perro. –Le recriminó la mujer con dureza. La dueña de
Señorita
echaba chispas por aquellos ojos oscuros al mirarlo. Hablaba con cierto acento que encajaba con su aspecto sureño.

–Bueno, no es mi perro… Simplemente, lo estoy cuidando hasta que… –Mellberg se oía farfullar como un adolescente. Se aclaró la garganta e hizo un nuevo intento con algo más de autoridad en la voz–. No tengo experiencia con los perros. Y este no es mío.

–Pues él parece tener otra opinión –observó la mujer señalando a
Ernst
, que había retrocedido y se había sentado pegado a las piernas de Mellberg, al que miraba con adoración.

–Sí, bueno… –carraspeó Mellberg, un tanto azorado.

–Bueno, pero podemos pasearlos juntos, ¿no? Yo me llamo Rita –se presentó la mujer dándole la mano, que Mellberg le estrechó tras un segundo de vacilación–. Yo he tenido perro toda mi vida. Seguro que puedo darle algún que otro consejo. Y además, es más agradable pasear en compañía. –La mujer no aguardó la respuesta de Mellberg, sino que echó a andar por el sendero. Sin comprender exactamente cómo, Mellberg se vio siguiéndola. Era como si sus pies tuviesen voluntad propia. Y
Ernst
no protestó. Se acomodó al ritmo de
Señorita
y ahora caminaba feliz a su lado, agitando el rabo con mucho ardor.

Fjällbacka, 1943

–¿Erik? ¿Hans? –Britta y Elsy cruzaron el umbral despacio. Habían llamado, pero nadie respondió. Miraron inquietas a su alrededor. Al doctor y a la señora doctora no les agradaría que dos muchachas fuesen a visitar a su hijo cuando ellos no estaban en casa. Por ese motivo solían verse siempre en Fjällbacka, pero en un arrebato de osadía, Erik les propuso que fuesen a su casa, puesto que sus padres pasarían el día fuera.

–¿Erik? –Elsy gritó un poco más alto y se sobresaltó al oír un «chisssst» procedente de la habitación que había justo enfrente del vestíbulo. Erik asomó la cabeza por la rendija de la puerta y les indicó que entrasen.

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