Read Las huellas imborrables Online
Authors: Camilla Läckberg
–¿El dueño de la casa? –preguntó Gösta.
Mellberg se encogió de hombros.
–No sé más. Les dije a los chicos que no se moviesen de allí, salimos ahora mismo. Martin, Paula y tú cogeréis uno de los coches, y Gösta y yo iremos en el otro.
–¿No deberíamos llamar a Patrik…? –intervino Gösta con prudencia.
–¿Quién es Patrik? –preguntó Paula mirando a Gösta y a Mellberg alternativamente.
–Patrik Hedström –aclaró Martin–. También trabaja aquí, pero está de baja paternal desde hoy mismo.
–Para qué coño vamos a llamar a Hedström –resopló Mellberg ofendido–. Ya estoy yo aquí –añadió engreído antes de encaminar sus pasos hacia el garaje a toda velocidad.
–¡Yupiiiii! –susurró Martin para que Mellberg no lo oyese. Paula enarcó una ceja con expresión inquisitiva–. Eh… Bah, olvídalo –le aconsejó Martin como excusándose, aunque no pudo por menos de añadir–: Ya lo comprenderás, en su momento.
Paula parecía aún algo confundida, pero no siguió preguntando. Poco a poco iría comprendiendo la dinámica de su nuevo lugar de trabajo.
Erica dejó escapar un suspiro. En la casa reinaba ahora el silencio. Demasiado silencio. Durante todo un año, sus oídos se habían acostumbrado a estar atentos a cada pequeño gemido, al siguiente llanto. Ahora sólo había un silencio total, de desierto. El cursor parpadeaba en la primera línea del documento. Ni un solo carácter había conseguido plasmar en la media hora que llevaba ante el ordenador. Tenía el cerebro como dormido, sencillamente. Hojeó sus notas y los artículos que había fotocopiado en verano. Tras varios intentos por vía epistolar, logró por fin una cita con el protagonista del caso, con la asesina; la recibiría, pero no hasta dentro de tres semanas. De modo que, entre tanto, tendría que conformarse con trabajar partiendo del material de archivo. El problema era que no se le ocurría nada. Las palabras se resistían a colocarse en su lugar y empezaba a embargarla la duda. La misma duda a la que todo escritor debía enfrentarse siempre. ¿No quedaban ya palabras? ¿Habría escrito ya su última frase? ¿Habría cubierto su cupo? ¿No anidarían ya más libros en su interior? La lógica le decía que se sentía igual casi siempre que iba a comenzar un nuevo libro, pero esta certeza no suponía ningún consuelo. Era como una tortura, un proceso que tenía que sufrir con cada nuevo trabajo. Algo parecido a un parto. Aun así aquel día todo iba inusitadamente lento. Con gesto ausente, se metió en la boca un caramelo Dumle para consolarse. Miró de reojo los diarios de color azul que tenía en el escritorio, junto al ordenador. La letra fluida de su madre atraía su atención. Se debatía entre el miedo a acercarse a lo que su madre había escrito y la curiosidad de lo que podría encontrar en aquellos diarios. Muy despacio, extendió el brazo y cogió el primero de ellos. Lo sopesó en la palma de la mano. Era bastante fino. Como los libros de dibujo que se usaban para el colegio en primaria, más o menos. Erica pasó los dedos por la portada. El nombre estaba escrito con tinta, pero el paso de los años había desvaído considerablemente el color azul. «Elsy Moström» era el nombre de soltera de su madre. Tomó el apellido Falck cuando se casó con su padre. Lentamente, Erica abrió el diario. Era un cuaderno de rayas marcadas con finas líneas azules. En el encabezado se leía una fecha, «3 de septiembre de 1943». Leyó el primer renglón:
«¿Es que no va a acabar nunca esta guerra?».
–¿Es que no va a acabar nunca esta guerra?
Elsy mordía el lápiz y reflexionaba sobre cómo continuar. ¿Cómo resumiría sus ideas sobre aquella guerra que a ellos no les importaba? Se sentía extraña escribiendo un diario. Ignoraba cómo se le había ocurrido la idea, pero sentía como si tuviera la necesidad de formular en palabras todos los pensamientos que su existencia, normal y, al mismo tiempo, extraña, llevaba consigo. Una parte de ella apenas recordaba los años previos a la guerra. Tenía trece años, pronto cumpliría catorce, y, cuando estalló la guerra, no pasaba de los nueve. Los primeros años no lo notaron mucho, excepto en la actitud tensa que observaba en los adultos. En el ansia con la que, de pronto, empezaron a seguir las noticias en el periódico y en la radio. En su postura cuando se sentaban con el oído pegado a la radio de la sala de estar, tensos, temerosos pero, al mismo tiempo, extrañamente exaltados. Lo que sucedía en el mundo era, pese a todo, emocionante, amenazador, pero emocionante. La vida transcurría, por lo demás, como siempre. Los barcos salían y volvían a casa. A veces con buena pesca. A veces no. En tierra trajinaban las mujeres con sus tareas, las mismas a las que se habían dedicado sus madres antes que ellas. Niños que traer al mundo, ropa que lavar y hogares que mantener limpios. Era un círculo que nunca veía su fin, pero la guerra amenazaba ahora con alterar la existencia y la realidad que conocían. Esa fue la tensión que sintió de niña. Y ahora casi tenían allí la guerra.
–¿Elsy? –La voz de su madre resonó desde la primera planta. Elsy se apresuró a cerrar el diario y lo guardó en el primer cajón del pequeño escritorio que tenía delante de la ventana. Sentada ante él había pasado muchas horas, haciendo los deberes, pero para ella ya se había terminado la escuela y, en realidad, había dejado de serle útil. Se levantó, se alisó el vestido y bajó a ver qué quería su madre.
–Elsy, ¿podrías ayudarme a traer agua? –Su madre parecía cansada y mustia. Habían pasado todo el verano en la pequeña habitación del sótano, mientras tenían la casa alquilada a los veraneantes. El alquiler incluía la limpieza, la cocina y el servicio a los inquilinos, y los de aquel verano habían sido muy exigentes. Un abogado de Gotemburgo con su esposa y tres hijos salvajes. Hilma, la madre de Elsy, se pasaba los días enteros corriendo de un lado a otro, lavando su ropa, preparándoles la comida para las salidas en barco y recogiendo la casa, sin dejar de atender a su propia familia.
–Siéntate un rato, mamá –le dijo Elsy con dulzura poniéndole la mano en el hombro con cierta vacilación. Su madre se estremeció ante ese contacto. No era habitual que se tocasen, pero después de un instante de duda, posó la mano sobre la de su hija y, agradecida, se dejó acomodar en la silla.
–Desde luego, ya era hora de que se marcharan. Jamás he visto gente tan exigente. «Hilma, ¿sería tan amable de…? Hilma, ¿no podría…? Dígame, Hilma, ¿le importaría…?» –dijo Hilma imitando sus voces, para enseguida llevarse asustada la mano a la boca: no era habitual ser tan irrespetuoso con la gente elegante. Uno tenía que saber cuál era su sitio.
–Comprendo que estés cansada. No ha sido fácil de sobrellevar. –Elsy vertió en un cazo el agua que les quedaba y lo puso en el fogón. Cuando empezó a hervir, echó el sucedáneo de café y sirvió dos tazas, una para Hilma y otra para ella.
–Iré por agua enseguida, mamá, pero primero nos tomamos un café.
–Eres una buena niña, Elsy. –Hilma dio un sorbo de aquel sustituto del café tan lamentable. En las grandes ocasiones, se tomaba el café en un platillo, con un terrón de azúcar entre los dientes. Pero ahora había que ahorrar azúcar y tampoco era lo mismo con el sucedáneo.
–¿Ha dicho papá cuándo vuelve? –Elsy bajó la vista. En aquellos tiempos de guerra, la pregunta tenía unas connotaciones muy distintas a las que solía. Ya nada era igual, desde que torpedearon el
Öckerö
y se hundió con dotación incluida. Desde entonces, un tono fatídico resonaba en cada despedida antes de la partida. Pero el trabajo debía continuar. Nadie tenía elección. Había que entregar los cargamentos y había que conseguir pesca. Esas eran las condiciones de su existencia, hubiese o no hubiese guerra. Y debían dar gracias a que habían permitido que continuase el tráfico de cargueros de menor tamaño entre Noruega y Suecia. Por otro lado, se consideraba más seguro que el tráfico en convoyes que navegaba fuera de la zona marcada. Así, los barcos de Fjällbacka podían seguir saliendo a pescar y, aunque las capturas eran muy inferiores a las de antes, compensaban con el transporte de viajeros a los puertos noruegos. Por lo general, el padre de Elsy traía hielo de Noruega y, si tenía suerte, le encargaban otro transporte para el viaje de vuelta a Suecia.
–Ay, cómo me gustaría… –Hilma guardó silencio, pero continuó al cabo de un instante–. Me gustaría que tuviese un poco más de cuidado…
–¿Quién, papá? –preguntó Elsy, aunque sabía perfectamente a quién se refería su madre.
–Sí… –respondió Hilma, haciendo una mueca al notar el sabor de la bebida–. En esta ocasión, trae consigo al hijo del médico y… Bueno, eso no puede acabar bien, es lo único que digo.
–Axel es valiente, hace lo que puede. Y yo creo que papá quiere ayudar en la medida de sus posibilidades.
–Pero ¿y el riesgo? –insistió Hilma meneando la cabeza–. El riesgo que corre llevando consigo a ese niño y a sus amigos… En fin, mi conclusión es que traerá la ruina a tu padre y a los demás.
–Hemos de hacer cuanto esté en nuestras manos para ayudar a los noruegos –repuso Elsy sin alterarse–. Imagínate que nos hubiese ocurrido a nosotros, ¿no habríamos necesitado su ayuda? Axel y sus camaradas hacen mucho bien.
–En fin, no hablemos más del tema. Y anda, ¿no decías que ibas por agua? –la voz de Hilma, que se levantó y se encaminó al fregadero para fregar las tazas, resonó irritada. Pero Elsy no se lo tomó a mal. Sabía que su enojo se debía a la preocupación.
Tras una última mirada a la espalda prematuramente encorvada de su madre, cogió la cubeta y fue a buscar agua al pozo.
Patrik comprobó con asombro que disfrutaba del paseo. Los últimos años no había entrenado más que a duras penas, pero si durante la baja paternal daba un paseo diario, quizá podría deshacerse de la incipiente barriga. El hecho de que Erica se abstuviese de dulces y esas cosas le había sido de ayuda, así que un par de kilos sí que había logrado perder sólo por eso.
Dejó atrás la estación de servicio de OK-Q8 y continuó a buen paso por la carretera que conducía al sur. Tenía intención de llegar al molino y volver. Maja iba sentada en el cochecito, mirando hacia delante y parloteando alegremente. Le encantaba salir de paseo e iba saludando a cuantos veía con un jovial «hola» y una gran sonrisa. De verdad que era un tesoro, aunque había demostrado tener un humor de perros cuando le daba por sacar a la luz esa faceta. Debía de haberlo heredado de Erica, pensaba Patrik.
A medida que caminaba se iba sintiendo más satisfecho con su vida. El día a día rodaba con una fluidez inusitada. Erica y él tendrían por fin la casa para ellos solos. Y no porque no le gustasen Anna y los niños, pero resultaba estresante vivir tantos y tan apiñados un mes tras otro. Luego, claro, estaba lo de su madre. Le preocupaba y tenía la sensación de estar siempre entre ella y Erica. Claro que comprendía que a Erica le resultase un tostón que su madre se presentase allí sin más y se dedicase a ofrecer un montón de opiniones sobre cómo cuidaban de Maja y de su hogar. Pero le gustaría que su mujer fuera capaz de reaccionar como él y, simplemente, hacer oídos sordos. Por otro lado, había que ser un poco comprensivos, Kristina vivía sola y no tenía mucho más de lo que preocuparse que de él y de su familia. Su hermana Lotta vivía en Gotemburgo y, aunque no era el fin del mundo, para Kristina resultaba mucho más fácil ir a casa de Patrik. Y, además, era de gran ayuda, Erica y él habían podido salir a cenar en un par de ocasiones mientras Kristina se quedaba con Maja y… En fin, que le gustaría que Erica pudiera ver las ventajas también.
–¡Mira, mira! –exclamó Maja alteradísima señalando con el dedito cuando pasaban por la dehesa donde pacían los caballos. A Patrik no le gustaban aquellos animales en concreto, pero no podía por menos de admitir que los caballos del fiordo eran preciosos y, además, tenían un aspecto bastante inofensivo. Se detuvieron un momento a contemplarlos y Patrik se dijo que, la próxima vez, llevaría manzanas o alguna zanahoria. Cuando Maja se hubo hartado de mirar los animales, recorrieron el resto del tramo hasta el molino y, una vez allí, dieron la vuelta y pusieron rumbo a Fjällbacka.
Como de costumbre, se quedó admirado al divisar la torre de la iglesia que se erguía cada vez más imponente sobre la loma, cuando, de pronto, vio un coche que le resultaba muy familiar. No llevaba las luces ni la sirena, de modo que no parecía ser nada urgente y, aun así, notó que se le aceleraba el pulso. Cuando el automóvil llegó al cambio de rasante, vio que un segundo coche le iba a la zaga y frunció el entrecejo. Dos coches; tenía que tratarse de algo bastante serio. Empezó a saludar cuando el primer coche se encontraba a unos cien metros. El vehículo fue frenando y Patrik se acercó a Martin, que iba al volante. Maja manoteó exaltada. En su mundo, todo lo que ocurría era divertido.
–¡Hola, Hedström! ¿Dando un paseo? –dijo Martin saludando a Maja.
–Pues sí, hay que mantenerse en forma… ¿Y vosotros, qué hacéis fuera? –En ese momento, el otro automóvil giró y apareció detrás, y Patrik saludó a Bertil y a Gösta.
–Hola, soy Paula Morales.
Patrik no había visto hasta aquel momento a la desconocida de uniforme que ocupaba el asiento junto a Martin, de modo que le estrechó la mano y se presentó antes de que su colega hubiese tenido tiempo de contestar.
–Pues sí, hemos tenido un aviso del hallazgo de un cadáver. Muy cerca de aquí.
–¿Sospecha de robo? –preguntó Patrik con el ceño fruncido.
Martin hizo un gesto elocuente con las manos, antes de responder.
–Eso es cuanto sabemos. Dos chicos encontraron el cadáver y nos llamaron.
El vehículo que había detrás empezó a tocar el claxon, con lo que Maja se sobresaltó en el cochecito.
–Oye –dijo Martin con cierta premura–. ¿No podrías venirte con nosotros? No me siento del todo seguro con… bueno, ya sabes con quién –añadió señalando con la cabeza el coche que tenían detrás.
–Pues… ¿Cómo? –preguntó Patrik–. Voy con la niña… y, desde un punto de vista técnico, estoy de baja paternal.
–Por favor –suplicó Martin con la cabeza ladeada–. Es sólo venir a echar un vistazo, os llevaré a casa después. El cochecito puede ir en el maletero.
–Pero no hay asiento de bebé…
–Sí, claro, en eso tienes razón. Bueno, pues ve caminando. Es justo ahí, después de la curva. La primera salida a la derecha, la segunda casa de la acera de la izquierda. Podrás leer el apellido Frankel en el buzón.
Patrik dudaba, pero un nuevo pitido del otro coche de policía lo hizo decidirse.