Read Las huellas imborrables Online
Authors: Camilla Läckberg
–Créeme, tú también te verás como yo. Y cuando estés inmerso en la ciénaga de los pañales, yo estaré trabajando a tope en la comisaría. –Patrik le guiñó un ojo a modo de despedida antes de cerrar la puerta.
–Anda, ¿has visto? Tú y yo iremos mañana a Gotemburgo –le dijo a Maja dando unos pasos de baile con ella en brazos.
–Ahora sólo tenemos que vendérselo a mamá.
Maja asintió, estaba de acuerdo.
Paula sentía un cansancio terrible. Cansancio y asco. Llevaba varias horas navegando por la red para recabar información sobre las organizaciones neonazis y, en particular, sobre Amigos de Suecia. La hipótesis más plausible seguía siendo que ellos estuviesen detrás de la muerte de Erik Frankel, pero el problema residía en que no tenían nada concreto en que basarse. No habían encontrado ninguna carta de amenazas, a excepción de las insinuaciones presentes en las cartas de Frans Ringholm, donde aseguraba que Amigos de Suecia no apreciaba en nada sus actividades y que él ya no podía garantizarle ninguna protección. Tampoco existía ninguna prueba técnica que vinculase a ningún miembro de esas organizaciones con el lugar del crimen. Todos los integrantes del consejo de administración se prestaron voluntariamente y con no poca sorna a que les tomaran las huellas, cosa que hicieron con la ayuda solícita de los colegas de Uddevalla. Pero el Laboratorio Estatal de Criminología había constatado que ninguna encajaba con las huellas halladas en la biblioteca de Axel y Erik. La cuestión de la coartada los había dejado en las mismas condiciones de penuria pericial. Ninguno tenía una coartada incuestionable, pero la mayoría contaban con una excusa lo bastante buena y suficiente hasta que diesen con alguna pista que los orientase en una dirección concreta. Además, varios de ellos atestiguaron que, durante los días en que debió de cometerse el asesinato, Frans estuvo de viaje en Dinamarca para visitar a una asociación hermana, con lo que le proporcionaban una coartada. El problema era, además, que la organización había resultado ser mucho más numerosa de lo que Paula jamás imaginó, y no podían comprobar la coartada ni tomarles las huellas a todas las personas vinculadas con los Amigos de Suecia. De ahí que, por ahora, hubiesen decidido limitarse a la cúpula, pero el resultado era, por el momento, igual a cero.
Siguió haciendo clic presa de la frustración. ¿De dónde salían todas aquellas personas? Podía entender el odio dirigido a personas concretas, a personas que habían cometido injusticias contra uno. Pero odiar a la gente de forma indiscriminada porque procedían de otro país o porque tenía un determinado color de piel… No, sencillamente, no lo comprendía.
Ella odiaba a los verdugos que mataron a su padre. Los odiaba tanto que podría matarlos sin vacilar si le dieran la oportunidad, si estuvieran vivos. Pero ahí se terminaba su odio, aunque hubiera podido continuar creciendo hacia arriba, hacia fuera, ampliándose siempre. Sin embargo, se negó a dejarse invadir por todo ese odio y lo limitó al hombre que sostenía el arma cuyas balas agujerearon el cuerpo de su padre. De no hacerlo así, habría terminado odiando el país en el que había nacido. Y, ¿cómo sobrevivir con semejante sentimiento? ¿Cómo sobrellevar la carga de odiar el país en el que había nacido, donde había dado sus primeros pasos, donde había jugado con amigos, dormitado en el regazo de su madre, oído las canciones que se cantaban al atardecer y bailado en las fiestas que se celebraban en medio de la más sincera alegría? ¿Cómo podría odiar todo aquello?
En cambio, estas personas… Bajó al final de la página leyendo columnas enteras en las que se justificaba el exterminio de personas como ella o, si no el exterminio, al menos sí la expulsión del país y la repatriación. Y había fotos. Muchas eran de la Alemania nazi, naturalmente. Imágenes en blanco y negro que tantas veces había visto, las montañas de cuerpos desnudos, esqueléticos, arrojados como desechos después de morir en los campos de concentración. Auschwitz, Buchenwald, Dachau… Todos aquellos nombres tan horrendamente familiares, para siempre ligados a la más extrema forma del mal. Aunque allí, en aquellas páginas, los elogiaban y los celebraban. O los negaban. También existían esas falanges. Peter Lindgren pertenecía a una de ellas. Era de los que sostenían que aquello jamás ocurrió. Que no habían matado a seis millones de judíos, que no los habían perseguido, ni atormentado, ni torturado, ni aniquilado en las cámaras de gas de los campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. ¡Cómo podían negar algo así, cuando habían quedado tantas huellas, tantos testigos! ¿Cómo funcionaban las mentes perturbadas de esas personas?
Unos toquecitos en la puerta la hicieron saltar en el asiento.
–Hola, ¿qué haces? –se interesó Martin asomando la cabeza.
–Estoy comprobando toda la información sobre los Amigos de Suecia –respondió ella con un suspiro–. Pero joder, da miedo profundizar en este asunto. ¿Sabías que en Suecia existen unas veinte organizaciones neonazis? ¿Y que el Partido Demócrata de Suecia obtuvo un total de doscientos dieciocho escaños en ciento cuarenta y cuatro municipios? ¿Adónde demonios va este país?
–No lo sé, pero desde luego, da que pensar –admitió Martin.
–Bueno, como quiera que sea, es tremendo –sentenció Paula arrojando enojada sobre la mesa el bolígrafo, que rodó y cayó al suelo.
–Yo diría que necesitas tomarte un descanso –sugirió Martin–. Estaba pensando que podríamos volver a tener una charla con Axel Frankel.
–¿Sobre algo en particular? –preguntó Paula con curiosidad al tiempo que se levantaba y seguía a Martin hacia la cochera.
–Bueno, no, se me ha ocurrido que no estaría de más volver a hablar con él. Después de todo, es el familiar más próximo de Erik y el que más sabe de él. Pero, sobre todo, quiero comprobar una cosa… –Martin dudaba–. O sea, ya sé que soy el único que tiene la sensación de que podría haber alguna conexión con el asesinato de Britta Johansson, pero alguien llamó de su casa a la de Axel hace tan sólo un par de días, y en junio también hicieron algunas llamadas allí, aunque es imposible determinar si llamaron a Erik o a Axel. Y acabo de comprobar las listas de llamadas de los Frankel y he visto que, en junio, alguien llamó a Britta o a Herman. Dos veces. Antes de la llamada desde casa de Britta.
–Vale la pena comprobarlo, claro –convino Paula poniéndose el cinturón de seguridad–. Y con tal de verme libre de los nazis un rato, me trago cualquier excusa, por rebuscada que sea.
Martin asintió y salió de la cochera. Comprendía a Paula a la perfección. Pero algo le decía que la excusa no era tan rebuscada.
Anna llevaba toda la semana conmocionada y hasta el viernes no empezó a ser capaz de asimilar la información. Dan se lo había tomado mucho mejor. Una vez recuperado de la sorpresa inicial, andaba canturreando para sí a todas horas. Fue rechazando todas las objeciones de Anna con un despreocupado: «Bah, ya lo arreglaremos. ¡Va a ser estupendo! ¡Un hijo tuyo y mío, será la bomba!».
Pero Anna no podía asimilar aún lo de la «bomba». Se sorprendía a veces acariciándose la barriga, tratando de imaginarse lo que aún no era más que un granito. Por ahora, algo imposible de identificar, un embrión microscópico que, dentro de unos cuantos meses, se convertiría en un niño. Pese a que ya lo había vivido en dos ocasiones, le resultaba igual de incomprensible. Quizá más aún en esta ocasión, porque los embarazos de Emma y de Adrian apenas los recordaba, se habían desdibujado perdidos en una bruma en la que el miedo a los golpes dominaba cada segundo de sueño y de vigilia. Toda su energía se concentraba en defender la barriga, en proteger de Lucas aquellas vidas.
En esta ocasión no tendría que hacer tal cosa. Y, por absurdo que pudiera parecer, eso la asustaba. En esta ocasión, tenía la oportunidad de sentirse feliz. Podía sentirse feliz. E iba a sentirse feliz. Quería a Dan. Se sentía segura con él. Sabía que jamás se le ocurriría siquiera la idea de hacerle daño a ella o a ninguna otra persona. ¿Por qué la asustaba aquello? Eso era lo que llevaba varios días intentando comprender y asimilar.
–¿Tú qué crees, niño o niña? ¿Alguna sensación en alguna dirección? –Dan se le había acercado por detrás, la abrazó y le acarició la barriga, aún plana.
Anna se echó a reír e intentó seguir removiendo la comida, pese a tener delante los brazos de Dan.
–Oye, que estoy de unas siete semanas. ¿No te parece un poco pronto para tener ninguna sensación de qué va a ser? Y, además, ¿por qué? –Anna se dio media vuelta con gesto preocupado–. Espero que no abrigues demasiadas esperanzas de que sea niño, porque ya sabes que es el padre el que determina el sexo y, puesto que tú ya has tenido tres niñas, la probabilidad estadística de que…
–¡Chist! –Dan le puso riendo el índice en los labios–. Me encantará igual sea lo que sea. Si es niño, fenomenal. Si es una niña, genial. Y además… –empezó, poniéndose serio– …ya tengo un hijo. Adrian. Espero que te hayas dado cuenta. Creía que ya lo sabías. Cuando os pedí que os mudarais aquí, no me refería sólo a la casa, sino aquí –añadió con el puño en el corazón mientras Anna intentaba ahogar el llanto. No lo consiguió del todo, una lágrima le cayó por las pestañas a la mejilla. Y el labio inferior empezó a temblarle. Dan le enjugó la lágrima con la mano y le cogió la cara con ambas manos. La miró con firmeza a los ojos. Y la obligó a sostenerle la mirada.
–Si resulta que es niña, Adrian y yo tendremos que estar unidos contra todas vosotras. Pero no dudes ni un segundo que tú, Emma y Adrian sois para mí una sola cosa. Y os quiero a los tres. Y a ti, que estás ahí dentro, también te quiero, ¿me oyes? –preguntó dirigiéndose a la barriga.
Anna rio feliz.
–Creo que el oído no se desarrolla hasta el quinto mes o algo así.
–Oye, que mis hijos se desarrollan con mucha precocidad –le respondió con un guiño.
–Sí, ¿verdad? –repuso Anna sin poder contener la risa.
Se estaban besando cuando, de repente, se separaron sobresaltados al oír que alguien abría la puerta y la cerraba enseguida de un portazo.
–¿Hola? ¿Quién es? –preguntó Dan encaminándose a la entrada.
–Yo –resonó una voz airada. Belinda los miró con desprecio.
–¿Cómo has venido? –quiso saber Dan mirándola irritado.
–¿Cómo mierda crees que he venido? Con el mismo puto autobús con el que me fui de aquí, como comprenderás.
–Si no hablas conmigo con educación, mejor no hables conmigo en absoluto –le advirtió Dan sereno.
–Eh… entonces… creo que prefiero… –Belinda se puso el índice en la mejilla, como si estuviera reflexionando–. Ah, ya sé. Entonces prefiero ¡NO HABLARTE EN ABSOLUTO! –Y, dicho esto, subió como un torbellino a su habitación, cerró dando un portazo que retumbó en el descansillo y puso el equipo de música tan alto que Anna y Dan notaban cómo el suelo vibraba bajo sus pies.
Dan se sentó abrumado en el primer peldaño, atrajo a Anna hacia sí y le habló a la barriga, que le había quedado justo a la altura de la boca.
–Espero que te hayas tapado los oídos, porque tu padre será demasiado mayor para semejante vocabulario cuando tú tengas su edad.
Anna le acarició el pelo con gesto compasivo. Sobre sus cabezas seguía retumbando la música.
–¿Y tenía alguna noticia de Axel? –Erik no podía ocultar su nerviosismo. Se habían reunido los cuatro en el lugar de siempre, en Rabekullen, justo encima del camposanto. Todos sentían una gran curiosidad por lo que Elsy pudiera contarles de la noticia que ya se había propagado como el fuego por todo el pueblo: que Elof había traído a un joven de la resistencia noruega que había huido de los alemanes.
Elsy meneó la cabeza.
–No, mi padre le preguntó, pero dijo que no lo conocía.
Erik bajó decepcionado la vista al granito del suelo y pateó con la bota una capa gris formada por líquenes.
–Pero puede que no lo conozca por su nombre y, si se lo describe un poco más, igual resulta que sabe algo –añadió Erik con un nuevo destello de esperanza en los ojos. Si recibieran una sola noticia que demostrase que Axel aún seguía con vida… El día anterior, su madre había expresado por primera vez en voz alta aquello que preocupaba a todos. Lo hizo llorando del modo más desgarrador que le había oído en mucho tiempo, y dijo que, el domingo, debería encender una vela en la iglesia por Axel, que seguramente ya no estaba entre nosotros. Su padre se enfadó y la reprendió duramente, pero Erik vio la resignación en sus ojos. Tampoco él creía ya que Axel siguiese con vida.
–Bueno, iremos a hablar con él –decidió Britta ansiosa, al tiempo que se levantaba y se sacudía el polvo de la falda. Se pasó la mano por el pelo para comprobar que no se le habían deshecho las trenzas, lo que arrancó a Frans un comentario burlón:
–Ya, comprendo que te molestas tanto en arreglarte por consideración a Erik, Britta. No sabía que te interesaran los noruegos. ¿No te basta con los suecos? –Frans se echó a reír y Britta se encendió de ira.
–Cállate, Frans, estás haciendo el ridículo. Por supuesto que me preocupo por Erik. Y por averiguar algo de Axel. Y, por otra parte, no tiene nada de malo presentar un aspecto decente.
–Pues para tener un aspecto decente, tendrás que hacer un esfuerzo –repuso Frans, bastante grosero, tironeándole a Britta de la falda. La muchacha se enfureció más aún y parecía a punto de echarse a llorar cuando intervino la voz firme de Elsy:
–Calla ya, Frans. A veces dices tantas tonterías que con la mitad tendríamos de sobra.
Frans se quedó mirando pálido como la cera. Luego se levantó bruscamente y, con la mirada sombría, se alejó de allí a la carrera.
Erik jugueteaba con unas piedrecillas que había en el suelo. Sin mirar a Elsy, dijo en voz baja:
–Deberías tener cuidado con lo que le dices a Frans. Hay algo… algo que esconde y alimenta en su interior… Tengo un presentimiento.
Elsy lo observó perpleja preguntándose cómo habría llegado Erik a tan extraña conclusión. Aunque ya sospechaba ella que tenía razón. Conocía a Frans desde que llevaban babero, pero notaba que algo estaba creciendo en su interior, algo incontrolable, indomable.
–Bah, ¡qué tonterías dices! –atajó Britta–. A Frans no le pasa nada raro. Sólo estábamos… chinchándonos…
–Tú no lo ves porque estás enamorada de él –declaró Erik.
Britta le dio un manotazo en el hombro.
–¡Ay! ¿Por qué me das? –preguntó Erik frotándose el hombro.