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Authors: Camilla Läckberg

Las huellas imborrables (39 page)

–Porque no dices más que estupideces. Bueno, ¿quieres que vayamos a hablar de tu hermano con el noruego o no?

Britta se puso en marcha y Erik intercambió con Elsy una mirada inquisitiva.

–Estaba en su habitación cuando me marché. No perdemos nada por hablar con él.

Poco después, Elsy daba unos toquecitos prudentes en la puerta del sótano. El joven abrió y quedó algo turbado al ver al grupo.

–Hola –saludó.

Elsy miró a los demás antes de tomar la palabra. Vio con el rabillo del ojo que Frans se les acercaba despacio, ya con una expresión más serena y las manos en los bolsillos, adoptando una pose indolente.

–Pues, queríamos saber si podemos pasar a hablar contigo un rato.

–Por supuesto –asintió el noruego haciéndose a un lado. Britta parpadeó coqueta cuando pasó por delante de él, y los muchachos se saludaron con un apretón de manos. No había muchos muebles en aquella habitación. Britta y Elsy se sentaron en las dos únicas sillas, Hans se acomodó en la cama, que estaba hecha, mientras que Frans y Erik se sentaron tranquilamente en el suelo.

–Es sobre mi hermano –comenzó Erik apartando la mirada. Había esperanza en sus ojos, no mucha, pero aun así, se advertía algún que otro destello.

–Mi hermano ha estado ayudando a los tuyos durante la guerra. Partía en el barco del padre de Elsy, el mismo en el que has venido tú, y llevaba y traía cosas. Pero los alemanes lo cogieron hace un año en el puerto de Kristiansand y… –parpadeó un par de veces– … desde entonces no hemos sabido nada de él.

–El padre de Elsy me preguntó, sí –respondió Hans mirándolo a los ojos–. Pero, por desgracia, no me suena el nombre. Y no recuerdo haber oído hablar de ningún sueco apresado en Kristiansand. Claro que somos muchos. Y no son pocos los suecos que nos han ayudado, desde luego.

–Ya, pero puede que no te suene el nombre y sí lo reconozcas si lo ves, ¿no? –resonó ansiosa la voz de Erik, que tenía las manos entrecruzadas sobre las rodillas.

–No creo, pero bueno, puedes probar. ¿Cómo es?

Erik le describió a su hermano con tanto detalle como pudo. Y no le supuso ningún esfuerzo porque, pese a que hacía un año que no lo veía, aún lo recordaba con toda claridad. Claro que, por otro lado, Axel se parecía a muchos otros jóvenes y resultaba difícil dar cuenta de algún rasgo distintivo que lo diferenciase del resto de los suecos de su edad.

Hans escuchó con atención, pero terminó por negar resuelto.

–No, no me suena lo más mínimo. Lo siento de verdad.

Erik quedó abatido y decepcionado. Todos guardaron silencio unos minutos, hasta que Frans dijo:

–Bueno, cuéntanos qué aventuras has corrido durante la guerra. ¡Debes de haber vivido cosas muy emocionantes! –rogó expectante.

–Qué va, no hay mucho que contar –contestó Hans reticente, pero Britta protestó. Mirándolo fijamente, lo animó a que les contara algo, cualquier cosa, de lo que había vivido. Tras mostrarse reacio otra vez, el noruego cedió y comenzó a referirles cómo estaban las cosas en Noruega. Les habló del avance alemán, de los padecimientos del pueblo, de las misiones que había llevado a cabo para combatir a los alemanes. Los otros cuatro jóvenes lo escuchaban boquiabiertos. Aquello era tan emocionante… Claro que a los ojos de Hans había aflorado la tristeza, y todos comprendían que, seguramente, habría presenciado demasiado sufrimiento pero, aun así… No podía negarse que aquello era muy emocionante.

–Pues a mí me parece que has sido muy valiente –observó Britta, y se ruborizó al decirlo–. La mayoría de los jóvenes no se atreverían a hacer nada de eso, sólo los que son como Axel y como tú tienen el valor suficiente para luchar por aquello en lo que creen.

–¿Insinúas que nosotros no nos atreveríamos? –farfulló Frans, doblemente irritado al constatar que las miradas de admiración que Britta solía dispensarle a él tenían ahora al noruego por destinatario–. Erik y yo somos igual de valientes, y cuando tengamos la edad de Axel y… Oye, por cierto, ¿tú cuántos años tienes? –le preguntó a Hans.

–Acabo de cumplir diecisiete –respondió Hans, que no parecía sentirse muy cómodo ante tan vivo interés por su persona y sus asuntos. Buscó la mirada de Elsy, que había guardado silencio todo el rato escuchando a los demás, pero la joven entendió el mensaje.

–Creo que deberíamos dejar que Hans descansara un rato, ha sufrido mucho –sugirió dulcemente mirando a sus amigos. Todos se levantaron a disgusto y le dieron las gracias a Hans mientras se dirigían a la puerta. Elsy iba en último lugar y, antes de cerrar la puerta, se volvió a mirarlo.

–Gracias –dijo Hans sonriéndole–. Ha sido muy agradable tener un poco de compañía, así que venid otro día si queréis. Es sólo que ahora me siento un poco…

Elsy le devolvió la sonrisa.

–Lo comprendo perfectamente. Volveremos en otra ocasión. Y te enseñaremos el pueblo. Ahora será mejor que descanses.

La muchacha cerró la puerta tras de sí. Pero, curiosamente, la imagen del joven noruego se le quedó grabada en la retina, negándose a desaparecer.

Erica no estaba en la biblioteca, tal y como creía Patrik. Cierto que hacia allí se dirigía pero, apenas acababa de aparcar el coche cuando una idea arraigó en su mente. Había habido otra persona en el entorno de su madre. Una persona cuya amistad había cultivado mucho más allá de aquel período de hacía sesenta años. En realidad, la única amiga que recordaba que su madre hubiese tenido cuando Anna y ella eran pequeñas. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Pero Kristina era, ante todo, su suegra, de modo que casi se le había olvidado que, además, había sido amiga de su madre.

Muy resuelta, Erica volvió a arrancar el coche y puso rumbo a Tanumshede. Era la primera vez que le hacía a Kristina una visita espontánea, y miró de reojo el móvil preguntándose si no debería llamarla primero. No, qué puñetas. Si ella se tomaba la libertad de presentarse en cualquier momento sin avisar en casa de su nuera y de su hijo, bien podía Erica hacer lo propio.

Su irritación aún perduraba cuando llegó a la vivienda, así que pulsó el timbre con un breve toque impertinente y entró sin más.

–¿Hola? –preguntó en voz alta.

–¿Quién es? –se oyó la voz un tanto angustiada de Kristina. Un segundo más tarde, aparecía en el vestíbulo.

–¿Erica? –dijo mirando atónita a su nuera–. ¿Cómo es que vienes a verme? ¿Has traído a Maja? –preguntó buscando a la pequeña.

–No, está en casa, con Patrik –explicó Erica, que se quitó los zapatos y los dejó muy bien puestos en el zapatero.

–Bueno, pero entra –la animó Kristina, aún sorprendida–. Voy a poner un poco de café.

Erica acompañó a su suegra a la cocina sin dejar de observarla con extrañeza. Apenas la reconocía. Jamás había visto a Kristina de otro modo que impecablemente vestida y bien maquillada. Y, cuando iba a verlos a casa, corría como una exhalación, hablando y moviéndose sin parar. Aquella era otra persona. Aún llevaba puesto un camisón viejo y con muchos lavados a sus espaldas, pese a que ya estaba avanzada la mañana y, además, iba sin maquillar, con lo que parecía mucho mayor, pues se le marcaban claramente las arrugas de la cara. Tampoco se había arreglado el pelo, aún lo tenía aplastado por detrás.

–Vaya pinta que tengo, ¿no? –comentó Kristina pasándose la mano por la cabeza, como si acabase de oír los pensamientos de Erica–. Bueno, no tiene mucho sentido arreglarse, a menos que tengas algo concreto que hacer o algún sitio adonde ir.

–Pero… si siempre nos da la impresión de que estás ocupadísima –repuso Erica sentándose a la mesa.

Kristina no dijo nada al principio, sacó las tazas y puso sobre la mesa un paquete de galletas Ballerina.

–No es fácil jubilarse cuando te has pasado la vida trabajando –confesó al cabo mientras servía el café–. Y todo el mundo está más que ocupado con sus vidas. Claro que hay cosas que podría hacer, pero no me he sentido con fuerzas… –Echó mano de una galleta evitando la mirada de Erica.

–Pero, en ese caso, ¿por qué nos has hecho creer que estás tan atareada?

–Bah, vosotros los jóvenes hacéis vuestra vida. Y no quería daros la impresión de que tuvierais que cuidar de mí. No quisiera yo, ni quiera Dios, convertirme en una carga para nadie. Además, me he dado cuenta de que, cuando estoy en vuestra casa, no siempre os parece bien, así que pensé que más valía… –Guardó silencio. Erica la miraba presa de la mayor perplejidad. Kristina levantó la vista de la mesa y continuó:

–Que sepas que sueño con los ratos que paso en vuestra casa con Maja. Lotta tiene su vida organizada en Gotemburgo y no siempre le resulta fácil venir aquí. Ni a mí ir allí, desde luego, con la casa tan pequeña que tienen. Y, como te digo, en vuestra casa tengo a menudo la sensación de que mis visitas no son muy bien recibidas… –Kristina volvió a apartar la vista y Erica se sintió avergonzada.

–Bueno, yo he tenido mucha culpa, lo admito –declaró con un tono dulce–. Pero puedes venir cuando quieras. Y Maja y tú lo pasáis fenomenal juntas. Lo único que pedimos es que respetes nuestra vida privada. Es nuestra casa y puedes venir de visita, pero nos gustaría, me gustaría que llamaras para preguntar si nos va bien que te pases por allí, que no entraras en la casa sin más y, por lo que más quieras, no trates de decirnos cómo tenemos que llevar los asuntos domésticos y cuidar a nuestra hija. Si respetas esas reglas, nos encantará que vengas. Y Patrik agradecerá mucho la posibilidad de que le eches una mano durante su baja paternal.

–Bueno…, sí, podría respetarlas –convino Kristina estallando en una risa sincera–. Por cierto, ¿cómo le va a Patrik?

–Pues los primeros días la cosa iba regular –reconoció Erica, que pasó a relatarle las incursiones de Maja tanto en el lugar del crimen como en la comisaría–. Pero yo creo que ya estamos de acuerdo en cuáles son las normas.

–Hombres… –dijo Kristina–. Recuerdo la primera vez que Lars iba a quedarse solo con Lotta. La niña tenía ya un año más o menos y yo iba a salir a hacer la compra sin ella por primera vez. No habían transcurrido más de veinte minutos cuando me llamó el jefe del supermercado para avisarme de que Lars había llamado diciendo que se encontraba en una situación de emergencia y que tenía que volver a casa a toda prisa. Así que dejé lo que tenía en el carro de la compra y salí corriendo. Y desde luego, sí que era una situación de emergencia.

–¿Qué había pasado? –preguntó Erica expectante.

–Pues sí, agárrate. No encontró los pañales y pensó que mis compresas eran los pañales de la niña. Y, claro, no veía un modo racional de sujetarla, así que cuando entré me lo encontré intentando pegarla con cinta adhesiva.

–¡Anda ya! –exclamó Erica, riéndose con ella de buena gana.

–Como lo oyes. Al final aprendió. Lars fue un buen padre para Patrik y Lotta, no puedo negarlo. Pero eran otros tiempos.

–A propósito de otros tiempos… –respondió Erica aprovechando la oportunidad de cambiar al tema de conversación que la había llevado allí–. Estoy intentando averiguar cosas sobre mi madre, sobre su juventud y su pasado. Encontré en el desván varios objetos suyos de hace tiempo. Entre otras cosas, unos diarios y… Bueno, me han hecho cavilar.

–¿Diarios? –se sorprendió Kristina–. ¿Y qué dice en esos diarios? –Formuló la pregunta en un tono seco y cortante que provocó la sorpresa de Erica.

–Pues, por desgracia, nada que revista mucho interés. La mayor parte del contenido son reflexiones de una adolescente. Lo curioso es que hay bastante información sobre los amigos con los que salía entonces. Erik Frankel, Britta Johansson y Frans Ringholm. Y ahora resulta que dos de ellos están muertos, asesinados en el transcurso de unos meses. Puede que sea casualidad, pero a mí me resulta extraño.

Kristina la miró incrédula.

–¿Britta está muerta? –preguntó en un tono que revelaba lo mucho que le costaba asimilar la noticia.

–Sí, ¿no te habías enterado? Me sorprende que el teléfono invisible no haya llegado hasta aquí con los chismorreos… Pues sí, su hija la encontró muerta hace dos días. Al parecer, murió asfixiada. Pero su marido sostiene que fue él quien la mató.

–Es decir, que tanto Erik como Britta están muertos, ¿no? –repitió Kristina. Las ideas parecían bullir en su mente.

–¿Los conocías? –preguntó Erica con curiosidad.

–No –negó Kristina con determinación–. Sólo por lo que Elsy me contó de ellos.

–¿Y qué te contó? –quiso saber Erica inclinándose sobre la mesa en actitud expectante–. Por eso he venido, porque mi madre y tú fuisteis amigas durante tantos años… Anda, dime qué te contó de aquellos años. ¿Y por qué dejó de escribir en el diario de pronto, en 1944? ¿O quizá hay más en alguna parte? ¿Te reveló mi madre algo al respecto? Y en el último diario habla de Hans Olavsen, un activista de la resistencia noruega. He encontrado fotos de prensa y artículos de los que se desprende que, al parecer, los cuatro amigos se relacionaban mucho con el muchacho. ¿Qué fue de él? –Las preguntas surgían de la boca de Erica con tal rapidez que hasta ella misma perdía el hilo. Kristina guardaba silencio. Tenía una expresión hermética.

–Yo no puedo responder a tus preguntas, Erica –admitió con voz queda–. No puedo. Lo único que sé decirte es qué fue de Hans Olavsen. Elsy me contó que regresó a Noruega, justo después del fin de la guerra. Y no volvió a verlo nunca más.

–¿Estaban…? –Erica dudaba, no sabía cómo formular la pregunta–. ¿Lo quería?

Kristina se mantuvo en silencio unos minutos. Repasaba con el dedo el estampado del hule de la mesa, como sopesando al máximo la respuesta. Finalmente, miró a Erica.

–Sí –afirmó–. Elsy lo quería.

Hacía un bonito día. Llevaba mucho tiempo sin pensar en ello. En que algunos días eran más bonitos que otros. Y aquel lo era, desde luego. Algo intermedio entre verano e invierno. Un viento cálido, suave. La luz, ya sin la agudeza de la luminosidad estival, comenzaba a adquirir el ardor del otoño. Un día bonito de verdad.

Se colocó junto al ventanal del mirador para contemplar el paisaje desde allí, con las manos entrecruzadas a la espalda. Pero no veía los árboles más allá de la parcela. Ni la hierba, que había crecido algo más de la cuenta y que empezaba a doblegarse al otoño. Veía a Britta. A Britta, clara y hermosa, que durante la guerra le pareció una niña, una de las amigas de Erik, una muchacha bonita pero muy vanidosa. Entonces no le interesaba. Ella era demasiado joven. Él estaba demasiado ocupado con lo que era su deber hacer, con lo que estaba en su mano hacer. Britta no fue entonces más que un elemento superfluo en su vida.

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