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Authors: Camilla Läckberg

Las huellas imborrables (2 page)

«Iiiii», exclamó Maja con entusiasmo al tiempo que tiraba de las cintas. Aunque más o menos dos segundos después su semblante empezó a adoptar una expresión de frustración y Patrik se apresuró a prestarle ayuda. Una vez que, aunando esfuerzos, lograron abrir el envoltorio, Maja extrajo jubilosa un elefante gris muy blandito: el éxito fue inmediato. Lo apretó contra el pecho, abrazó el dócil cuerpo del animal y dio un pequeño zapatazo en el suelo, lo que provocó que también ella cayera de golpe sobre el trasero. Los intentos de William por acariciar el peluche dieron lugar a un mohín de disgusto acompañado de un lenguaje corporal inequívoco por parte de Maja. Al parecer, su pequeño admirador se tomó aquello como una invitación a que incrementara su esfuerzo, y los padres de ambos intuyeron que aquello acabaría en conflicto.

–Yo creo que es hora de tomar algo –observó Patrik. Cogió a Maja y entró en la sala de estar. William y sus padres lo siguieron y, en cuanto dejaron al pequeño delante de la primera caja de juguetes, se restableció la paz. Al menos temporalmente.

–¡Hombre, hola! –Erica bajó la escalera, se acercó y saludó a los invitados. A William le dio una palmadita en la cabeza.

–¿Quién quiere café? –resonó desde la cocina la voz de Patrik, quien oyó tres «yoooo» por respuesta.

–Bueno, dime, ¿qué tal la vida de casada? –preguntó Johan con una sonrisa, echando el brazo por encima del hombro de Elisabeth.

–Pues mira, te diré que más o menos como siempre. Aparte de que Patrik se empeña en llamarme todo el rato «la parienta». ¿Alguna idea sobre cómo conseguir que lo deje? –Erica se volvió a Elisabeth con un guiño.

–Bah, no hay otra solución que rendirse. Dentro de poco, «la parienta» se convertirá en «el gobierno», así que no te quejes. Por cierto, ¿dónde está Anna?

–Está en casa de Dan. Ya han empezado a vivir juntos… –explicó Erica enarcando una ceja.

–Vaya, hasta ese punto… ¡qué rapidez! –También Elisabeth enarcó las cejas. Sólo los chismorreos tenían a menudo ese efecto.

Un timbre interrumpió la conversación y Erica se levantó de un salto.

–Seguro que son ellos. O Kristina. –Pronunció ese nombre como si hubiese ido intercalando cubitos de hielo entre las sílabas. Desde que Patrik y ella se casaron, la relación entre las dos había ido enfriándose cada vez más. Y ello se debía principalmente a la actitud casi maníaca de Kristina en su campaña por convencer a Patrik de que no era correcto que un hombre que aspiraba a hacer carrera se tomase cuatro meses de baja paternal. Sin embargo, y para disgusto de su madre, Patrik no había cedido ni una pulgada, al contrario, él mismo había insistido en hacerse cargo de Maja en los meses de otoño.

–¡Hola…! ¿Alguna niña que cumpla años por aquí? –La voz de Anna llegó desde el vestíbulo. Erica no podía evitar estremecerse de satisfacción cada vez que oía el tono jovial de su hermana pequeña. Había estado ausente tantos años… Pero ahora lo había recuperado. Anna sonaba segura y feliz y enamorada.

Al principio le preocupaba que Erica tuviese algo en contra de que ella iniciase una relación con Dan, precisamente. Pero Erica la tranquilizó y le explicó entre risas que hacía una eternidad, toda una vida, que Dan y ella fueron pareja y, aunque le hubiese producido una sensación extraña, habría valido la pena, sólo por ver de nuevo feliz a Ana.

–¿Dónde está mi chica favorita? –Era Dan, rubio, alto y bullicioso, quien preguntaba buscando a Maja con la vista. Dan y Maja mantenían una singular relación de amor, y la pequeña se le acercó a trompicones y extendió los brazos al oír su voz.

–¿Lalo? –preguntó Maja inquisitiva, pues ya había comenzado a desentrañar el concepto de «cumpleaños».

–Por supuesto que te traemos un regalo, cariño –dijo Dan señalando a Anna, que le dio a la pequeña un gran paquete rosa con lazos plateados. Maja se deshizo manoteando del abrazo de Dan y retomó la frustrante tarea de acceder al contenido del paquete. Lo consiguió en esta ocasión con la ayuda de Erica, y ambas sacaron de la caja una gran muñeca que cerraba los ojos.

–Queca –constató Maja feliz abrazando amorosa también aquel regalo. Acto seguido, puso rumbo al lugar donde se encontraba William, con la intención de mostrarle el último tesoro adquirido y, por si acaso, repitió la palabra «queca» mientras le enseñaba a su amigo aquel preciado objeto.

Volvió a sonar el timbre y, un segundo después, entró Kristina. Erica notó que empezaban a rechinarle los dientes. Detestaba con toda su alma aquella costumbre de su suegra de dar un timbrazo breve y simbólico antes de entrar sin más preámbulo.

El proceso de apertura del paquete se repitió una vez más, aunque en esta ocasión sin el éxito final. Maja observó meditabunda los jerséis que había en el paquete, escudriñó una vez más en el interior de la caja, para asegurarse de que verdaderamente no contenía ningún juguete, y miró luego a su abuela con los ojos como platos.

–La última vez que estuve aquí vi que tenía un jersey que le quedaba pequeño, y como en Lindex anunciaron una campaña de tres por el precio de dos, fui a comprárselos. Seguro que le vienen bien –Kristina sonrió ufana, impertérrita ante la decepción que traslucía la expresión de Maja.

Erica dominó su deseo de explicarle lo absurdo que le parecía comprarle ropa a una niña de un año por su cumpleaños. Y no sólo había decepcionado a Maja, sino que, además, se las había arreglado para lanzar una de sus flechas envenenadas: ni siquiera eran capaces de vestir a Maja en condiciones.

–¡Vamos! ¡A comer tarta! –exclamó Patrik con un excelente sentido de la oportunidad, pues pareció haber notado la conveniencia de distraer la atención de lo que acababa de suceder. Erica se tragó el disgusto y todos se encaminaron a la sala de estar para proceder a la gran ceremonia de soplar las velas. Maja concitó toda su capacidad de concentración a fin de apagar la única vela de la tarta, pero no consiguió más que rociarla entera de saliva. Patrik le ayudó discretamente a apagar la vela y Maja aguardó solemne mientras le cantaban y la homenajeaban al grito de «¡Hurra!». Las miradas de Patrik y Erica se cruzaron un instante. Ella tenía un nudo en la garganta y vio que Patrik también estaba emocionado por lo que significaba el momento. Un año. Su bebé había cumplido un año. Una niña que lo recorría todo con voluntad propia, que palmoteaba al oír la música inicial del programa infantil
Bolibompa
, que comía sola, que repartía los besos más chorreantes de todo el norte de Europa y que amaba todo lo que había en el mundo. Erica sonrió a Patrik. Y él le devolvió la sonrisa. En aquel instante, la vida era perfecta.

Mellberg suspiró con pesadumbre. Era algo que hacía a menudo últimamente. Suspirar. El golpe bajo de la pasada primavera aún le minaba el estado de ánimo. Pero no le extrañaba. Se había permitido perder el control, se había permitido sólo ser y sentir. Y eso se pagaba caro. Debería haberlo tenido presente. En realidad, podría decirse que se tenía bien merecido lo que le había ocurrido. Incluso podría considerarse que era un buen escarmiento. En fin, ya había aprendido la lección y él no era de los que cometen dos veces el mismo error, eso por descontado.

–¿Bertil? –La voz de Annika resonó exigente desde la recepción. Con pericia y mano experta, Bertil Mellberg se recolocó el cabello que se le había resbalado de la coronilla y se levantó disgustado. No eran muchas las mujeres de las que aceptase órdenes, pero Annika Johansson pertenecía a ese reducido círculo exclusivo. Con los años incluso había llegado a abrigar por ella un respeto involuntario, y no era capaz de recordar una sola mujer de la que pudiera decir lo mismo. El fracaso con la agente nueva que llegó a trabajar en la comisaría la primavera anterior era buena prueba de ello, entre otras cosas. Y ahora les mandaban a otra mujer. Mellberg volvió a suspirar. Por qué era tan difícil que les enviaran a un hombre de uniforme… En cambio, se empeñaban en designar a una muchacha tras otra para sustituir a Ernst Lundgren. Desde luego, era lo que faltaba.

Un ladrido procedente de la recepción lo hizo fruncir el ceño. ¿Se habría llevado Annika al trabajo a alguno de sus animales? Sabía muy bien cuál era su opinión sobre los chuchos. Tendría que hablar con ella muy en serio.

Pero no era ninguno de los labradores de Annika quien los visitaba en la comisaría, sino un chucho sarnoso de color y raza indefinidos que tiraba de la correa que sujetaba una mujer menuda de pelo oscuro.

–Lo he encontrado ahí fuera –explicó la señora con un marcado acento de Estocolmo.

–Ajá. ¿Y qué hace aquí dentro, entonces? –preguntó Bertil irritado antes de darse media vuelta con la intención de volver a su despacho.

–Te presento a Paula Morales –se apresuró a intervenir Annika, a lo que Bertil se volvió de nuevo. Claro, joder. La chica que se incorporaba tenía un nombre que sonaba español. Pero, demonios, qué poca cosa era. Bajita y enclenque. Sin embargo, la mirada que le estaba clavando a Mellberg era indicio de cualquier cosa menos de fragilidad. La mujer le tendió la mano para saludarlo.

–Encantada. El perro andaba correteando solo ahí fuera. A juzgar por su aspecto, no tiene dueño. O al menos, no un dueño capaz de cuidarlo.

Dio aquella explicación en tono conminatorio, y Bertil se preguntó adónde querría ir a parar. Y en tono inquisitivo le dijo:

–Pues… podrías dejarlo en algún sitio, ¿no?

–Aquí no existe ningún refugio para perros abandonados. Annika me ha informado de ello.

–¿Que no existe? –repitió Mellberg.

Annika negó con la cabeza.

–Bueno, pues, entonces… Entonces tendrás que llevártelo a tu casa –propuso intentando espantar al perro, que se le había pegado a la pierna. Pero el animal ignoró su gesto y, con toda tranquilidad, se sentó encima del pie derecho de Mellberg.

–No puede ser. Ya tenemos un perro en casa y no le gusta la compañía –respondió Paula tranquilamente con la misma mirada penetrante.

–Pero, y tú, Annika, este perro podría… convivir con tus chuchos, ¿no? –preguntó Mellberg con un tono cada vez más resignado. ¿Por qué tendría que andar siempre resolviendo ese tipo de minucias? Después de todo, ¡él era el jefe!

Pero Annika negó haciendo un gesto vehemente con la cabeza.

–Los míos están acostumbrados a estar solos. Si me lo llevara a casa, no funcionaría.

–Tendrás que llevártelo tú –decidió Paula tendiéndole la correa. Presa del mayor asombro al ver el descaro de la mujer, Mellberg se vio cogiendo la correa; y el perro respondió pegándose aún más contra su pierna y gimiendo, por si fuera poco.

–Ya ves, le gustas.

–Pero yo no puedo… No tengo… –Mellberg balbucía, incapaz de encontrar una respuesta adecuada, por una vez en la vida.

–Tú no tienes ningún otro animal en casa. Y te prometo que preguntaré por si alguien lo echa de menos. De lo contrario, podemos intentar encontrar a alguien que quiera hacerse cargo de él. No podemos dejarlo suelto otra vez, podrían atropellarlo.

Muy en contra de su voluntad, Mellberg notó que lo conmovía la súplica de Annika. Miró al perro. El perro lo miró a él. Con una mirada llorosa, implorante.

–Bueno, vale, qué carajo, pues nada, me llevo al maldito perro, si tanto jaleo se va a armar por eso. Pero sólo por un par de días. Y tendrás que lavarlo antes de que me lo lleve a casa –advirtió agitando el dedo índice y mirando a Annika, que sintió un alivio manifiesto.

–Le daré una ducha aquí mismo, en la comisaría, no te preocupes por eso –le respondió vehemente, antes de añadir–: Mil gracias, Bertil.

Mellberg dejó escapar un gruñido.

–Tú procura que el chucho brille como los chorros del oro la próxima vez que yo lo vea. ¡De lo contrario, no cruzará el umbral de mi puerta!

Dicho esto, se encaminó furibundo hacia el pasillo y cerró de golpe la puerta de su despacho.

Annika y Paula intercambiaron una sonrisa cómplice. El animal gimoteó golpeando alegremente el suelo con el rabo.

–Bueno, pues a pasarlo bien. –Erica se despidió de Maja, que no le hizo el menor caso, sentada como estaba en el suelo, delante de la tele y viendo los Teletubbies.

–Vamos a estar muy a gusto –aseguró Patrik antes de darle un beso a Erica–. La pequeña y yo nos las arreglaremos perfectamente los próximos meses.

–Por cómo lo dices, cualquiera pensaría que me voy a surcar los siete mares –dijo Erica riendo–. Por lo pronto, bajaré para la hora del almuerzo.

–¿Tú crees que funcionará eso de quedarte a trabajar en casa?

–Probaremos, a ver qué tal. Tendrás que hacerte a la idea de que no estoy aquí.

–No hay inconveniente. En cuanto cierres la puerta del despacho, habrás dejado de existir para mí –aseguró Patrik con un guiño.

–Ummm… Ya veremos –respondió Erica antes de alejarse escaleras arriba–. Pero, desde luego, merece la pena intentarlo, así no tendré que buscarme una oficina.

Una vez en la primera planta, entró en el despacho y cerró la puerta embargada de sentimientos encontrados. Se había pasado un año entero en casa con Maja. Y buena parte de su conciencia había añorado aquel día, el día en que pudiera pasarle el testigo a Patrik. Y dedicarse de nuevo a las tareas propias de un adulto. Estaba tan harta de parques y columpios, de cajones de arena y de programas infantiles…Tenía que admitirlo: conseguir el molde de arena perfecto no bastaba como estímulo intelectual y, por mucho que quisiera a su hija, terminaría tirándose de los pelos si se veía obligada a cantar
Imse vimse spindel
*
una vez más. Había llegado el momento de que Patrik se encargara de ese negociado.

Erica se sentó con gesto solemne delante del ordenador, pulsó el botón de encendido y oyó con satisfacción el ronroneo que tan bien conocía. La fecha de entrega de su nuevo libro sobre casos reales de asesinato era febrero, pero había tenido tiempo de investigar un poco durante el verano, de modo que se sentía en forma para empezar. Inició Word, abrió el documento que había titulado
Elias
, que era el nombre de la primera víctima del asesino, y colocó los dedos correctamente sobre el teclado. Unos tímidos golpecitos en la puerta vinieron a interrumpirla.

–Verás, perdona que te moleste –dijo Patrik con expresión de disculpa–, pero ¿dónde has puesto el mono de Maja?

–Está en la secadora.

Patrik asintió y cerró la puerta.

Una vez más, Erica colocó los dedos sobre el teclado y respiró hondo. Otra vez los golpecitos.

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