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Authors: Camilla Läckberg

Las huellas imborrables (6 page)

–Es un hacha. En todos los sentidos –precisó Patrik mientras se encaminaba hacia la casa. Minutos después, salió de nuevo.

–Pues sí, estoy de acuerdo con Martin. No hay mucho motivo de duda. Una herida como un piano en la cabeza.

–Ni rastro de nada sospechoso –anunció Mellberg jadeante cuando apareció en la explanada–. Y bien, ¿qué tal ahí dentro? ¿Has ido a mirar, Hedström? –Miró apremiante a Patrik, que asintió sin decir nada.

–Sí, no cabe la menor duda de que se trata de un asesinato. ¿Vas a llamar a los técnicos?

–Por supuesto –respondió Mellberg pomposo–. Para algo soy el jefe de esta casa de locos. ¿Y tú que haces aquí, por cierto? –preguntó–. Has estado insistiendo en que querías cogerte la baja paternal y ahora que la tienes apareces aquí como el payaso de la caja de sorpresas. –Mellberg se volvió hacia Paula y continuó–: En fin, yo no entiendo estas modernidades, hombres hechos y derechos se quedan en casa para dedicarse a cambiar pañales mientras las mujeres se pasean de uniforme. –Dicho esto, les dio la espalda bruscamente y se encaminó al coche como un gallo para llamar a los técnicos.

–Bienvenida a la comisaría de Tanumshede –dijo Patrik en un tono agrio, al que Paula Morales respondió divertida con una sonrisa.

–Bah, no me lo tomo a mal. Hay muchos como él. Si me hubieran preocupado los dinosaurios de uniforme habría tirado la toalla hace tiempo.

–Está bien que lo mires así –opinó Patrik–. Y la ventaja con Mellberg es que él, al menos, es coherente, discrimina todo y a todos.

–Sí, claro, eso es un consuelo –rio Paula.

–¿De qué os reís vosotros? –preguntó Martin aún con Maja en brazos.

–Mellberg –respondieron Patrik y Paula al unísono.

–¿Qué ha dicho ahora?

–Ah, lo de siempre –contestó Patrik extendiendo los brazos hacia Maja–. Pero Paula parece saber llevarlo bien, así las cosas no irán mal. Venga, esta pequeña y yo nos vamos a casa. Di adiós, Maja.

La pequeña se despidió y le sonrió a Martin con una ración extra de entusiasmo, a lo que el policía reaccionó encantado.

–¿Cómo? ¿Te llevas a mi chica? Y yo que creía que entre tú y yo había algo, muchacha… –se lamentó haciendo un puchero en señal de descontento.

–En la vida de Maja no habrá jamás otro hombre aparte de papá, ¿a que sí, bonita?

Patrik hundió la nariz en los pliegues del cuello de la pequeña, que rompió a reír encantada. Luego la sentó en el cochecito y se despidió de los que se quedaban. Una parte de su ser sentía un gran alivio al poder irse y dejarlos allí. Otra, en cambio, deseaba quedarse con todas sus fuerzas.

Estaba desorientada. ¿Era lunes? ¿O quizá estuvieran ya a martes? Britta iba y venía nerviosa por la sala de estar. Era tan… frustrante. Era como si, cuanto más se esforzara por conseguir algo, más rápido se le escapara. En sus momentos de lucidez, una voz interior le decía que debería poder controlar la fuerza de voluntad. Debería arreglárselas para que el cerebro le obedeciese. Pero al mismo tiempo, sabía que le cambiaba el cerebro, que se degradaba, perdía la capacidad de recordar, de mantener ordenados los momentos, los datos, la información, las caras.

Lunes. Era lunes. Exacto. El día anterior, sus hijas habían ido a cenar con la familia, como todos los domingos. Y fue ayer. O sea que hoy era lunes. Definitivamente. Britta se detuvo aliviada a medio camino. Le parecía una pequeña victoria. Sabía qué día era.

El llanto afluyó a sus ojos y Britta se sentó en un extremo del sofá. El conocido estampado de Josef Franck le infundía seguridad. Ella y Herman compraron la tela juntos. Lo que significaba que ella la había elegido y él había asentido con un murmullo. Cualquier cosa que la hiciera feliz. Herman habría aceptado sin pestañear un sofá naranja con lunares verdes si ella lo hubiese querido. Herman, sí… ¿Dónde estaría? Empezó a toquetear nerviosa las flores del estampado. Britta sabía dónde estaba. En realidad. Recreó en su mente cómo se movían los labios de Herman cuando le dijo claramente adónde iba. Recordaba incluso que se lo repitió varias veces. Pero, exactamente igual que con el día de la semana, aquella información se le escabullía, se burlaba, se mofaba de ella. Abatida, se aferró al reposabrazos del sofá. Debería poder recordarlo. Si se concentraba, lo conseguiría. De repente la invadió el pánico. ¿Dónde estaba Herman? ¿Se ausentaría mucho tiempo? No se habría ido de viaje, ¿verdad? Dejándola allí. ¿No la habría abandonado, incluso? ¿Fue eso lo que decía la boca de Herman cuando la veía moverse en su recuerdo? Tenía que cerciorarse de que no era así. Tenía que ver, que comprobar que sus cosas seguían allí. Britta se levantó bruscamente del sofá y subió a la carrera los peldaños hasta la primera planta. El pánico le tronaba en los oídos como una riada. ¿Qué fue lo que le dijo Herman? Una ojeada al armario la tranquilizó. Allí estaban todas sus cosas. Chaquetas, jerséis, camisas. Todo estaba allí. Pero Britta seguía sin saber dónde se encontraba Herman.

Se desplomó en la cama, se encogió como una niña pequeña y lloró. Todo continuaba desapareciendo de su cerebro. Segundo tras segundo. Minuto tras minuto. El disco duro de su vida estaba borrándose. Y no había nada que ella pudiera hacer por evitarlo.

–Hola. Vaya paseo más largo habéis dado. ¡Habéis estado fuera mucho tiempo! –Erica se acercó a Patrik y a Maja, que le estampó un beso generoso de saliva.

–Sí… ¿No querías trabajar? –Patrik evitaba mirar a Erica a los ojos.

–Pues sí… –dijo Erica exhalando un suspiro–. Pero me cuesta arrancar. Así que me he pasado la mayor parte del tiempo mirando la pantalla y comiendo Dumles. Si sigo así, habré alcanzado los cien kilos antes de terminar el libro. –Ayudó a Patrik a quitarle a Maja la ropa de abrigo. –He estado leyendo el diario de mi madre, no he podido contenerme.

–¿Algo de interés? –preguntó Patrik aliviado al comprobar que, al parecer, no tendría que enfrentarse a más preguntas sobre por qué había durado tanto el paseo.

–Bah, en su mayoría son notas de la vida cotidiana. Sólo he leído unas páginas. Creo que lo mejor será que lo haga así, de vez en cuando.

Erica se dirigió a la cocina y, por cambiar de conversación, preguntó:

–¿Te apetece un té?

–Sí, un montón –respondió Patrik mientras colgaba su abrigo y el de Maja. Fue al encuentro de Erica y la observó trajinar con el agua, las bolsitas de té y las tazas. En la sala de estar se oía a Maja revolver entre sus juguetes. Unos minutos después, Erica puso en la mesa dos tazas de té humeante y se sentó frente a Patrik.

–Venga, cuéntamelo –lo conminó ella observándolo. Lo conocía tan bien… La mirada esquiva, el nervioso tamborileo de los dedos sobre la mesa… Había algo que no quería o no se atrevía a contarle.

–¿El qué? –replicó Patrik procurando parecer lo más inocente posible.

–Oye, de nada te servirá abrir así ese par de ojos azules. ¿Qué es lo que me estás ocultando? –Erica tomó un sorbo de té y aguardó divertida a que Patrik terminase de retorcerse como un gusano y fuese al grano.

–Pues…

–Pues ¿qué? –intervino ella animándolo y pensando en el hecho innegable de que una parte de su persona disfrutaba muchísimo al ver su tormento.

–Pues verás… es que ocurrió una cosa mientras estábamos de paseo.

–¿Ajá? Bueno, tanto ella como tú habéis vuelto sanos y salvos, así que dime, ¿qué ha pasado?

–Pues sí… –Patrik tomó un sorbo de té para ganar algo de tiempo mientras pensaba cómo presentar los hechos de la mejor manera–. Verás, íbamos paseando hacia el molino de Lersten cuando resultó que mis colegas habían salido a un operativo. –Patrik miró ansioso a Erica, que enarcó una ceja y siguió esperando.

–Les habían dado el aviso del hallazgo de un cadáver en una casa situada camino a Hamburgsund, y allí se dirigían.

–Ajá, pero tú estás de baja paternal, de modo que eso no tiene nada que ver contigo –repuso con la taza a medio camino hacia la boca–. No estarás diciéndome que… –Lo miró incrédula.

–Pues sí –asintió Patrik con voz ligeramente chillona y la mirada fija en la mesa.

–¿Llevaste a Maja a un lugar en el que encontraron un cadáver? –preguntó clavándole la mirada.

–Sí, bueno, pero Martin se quedó con ella mientras yo entraba a echar un vistazo. Se la llevó a ver unas flores –observó con un amago de sonrisa conciliadora, que recibió una mirada gélida por toda respuesta.

–Entraste a echar un vistazo. –El hielo resonaba implacable en la voz de Erica–. Estás de baja paternal. De baja, ¿entiendes? Y de baja
paternal
, ¡por favor! ¿Tanto te cuesta decir «lo siento, no estoy de servicio, no trabajo»?

–Pero si sólo estuve mirando un poco… –protestó Patrik en tono lastimero, aun a sabiendas de que Erica tenía razón. Estaba de baja. De baja paternal. Los demás colegas de la comisaría debían encargarse del tinglado. Y él no debería haber llevado a Maja al escenario de un crimen.

Y acababa apenas de pensar aquello cuando cayó en la cuenta de que había un detalle que Erica desconocía. Tragó saliva con un tic nervioso y añadió:

–Por cierto que se trata de un asesinato.

–¡Asesinato! –gritó Erica en falsete–. De modo que no sólo te llevaste a Maja a un lugar donde han encontrado un cadáver, sino que además era un cadáver asesinado. –Erica meneaba la cabeza como si las palabras que quería decir se le hubiesen atascado en la garganta.

–Bueno, ya no volveré a mezclarme en ese asunto –aseguró Patrik con un gesto de resignación–. Los demás lo resolverán. Yo estoy de baja hasta enero, y lo saben. Me dedicaré a Maja al cien por cien. ¡Lo prometo!

–Será mejor para ti –gruñó Erica con voz bronca. Estaba tan enfadada que sentía deseos de zarandearlo. Pero enseguida se calmó un poco, movida por la curiosidad.

–¿Dónde lo han encontrado? ¿Sabéis quién es la víctima?

–No tengo ni idea. Fue en una gran casa blanca situada a unos cien metros a la izquierda de la primera salida a la derecha después del molino.

Erica lo miró extrañada, antes de preguntar:

–¿Una gran casa blanca con las esquinas de color gris?

Patrik hizo memoria y asintió.

–Sí, creo que sí. En el buzón se leía el apellido «Frankel».

–Ya sé quién o, mejor dicho, quiénes viven en esa casa. Son Axel y Erik Frankel. Ya sabes, Erik Frankel, el experto al que le dejé la medalla nazi.

Patrik la miró atónito. ¿Cómo había podido olvidar algo así? Frankel no era precisamente el nombre más corriente del mundo.

En la sala de estar se oía el alegre cotorreo sin palabras de Maja.

Estaba ya bien entrada la tarde cuando por fin pudieron volver a la comisaría. Torbjörn Ruud, el jefe del grupo de la policía científica, llegó con su equipo, realizó su trabajo a conciencia y ya se había marchado. También se habían llevado el cadáver al laboratorio del forense, donde lo examinarían de todas las maneras imaginables e inimaginables.

–Pues sí, vaya mierda de lunes –se quejó Mellberg cuando Gösta giró y aparcó en la cochera de la comisaría.

–Desde luego –convino Gösta que, fiel a su costumbre, no malgastó palabras sin necesidad.

Mellberg no había hecho más que entrar en las dependencias de la comisaría cuando entrevió algo que se acercaba a toda velocidad y, antes de que pudiera identificarlo, se abalanzó sobre él una masa peluda y una lengua que intentaba lamerle la cara.

–¡Oye, oye! ¡Basta ya! –Un tanto asqueado, Mellberg apartó al perro, que con las orejas gachas se marchó decepcionado hacia el rincón de Annika. Allí, al menos, sabía que sería bienvenido. Mellberg se limpió la saliva del perro con el reverso de la mano y masculló algo mientras Gösta se esforzaba por mantenerse serio. Y no restaba diversión a la escena el hecho de que a Mellberg se le hubiese descolgado el mechón de pelo que llevaba minuciosamente enrollado como un nido en lo alto de la cabeza. El comisario se recompuso el peinado presa de la mayor irritación y continuó gruñendo pasillo arriba hasta llegar a su despacho.

Gösta se dirigió al suyo entre risitas, pero se sobresaltó, perplejo, al oír un alarido muy familiar:


¡Ernst, Ernst!
¡Ven aquí ahora mismo!

Gösta miró sorprendido a su alrededor. Hacía mucho que habían despedido a su colega Ernst Lundgren y no había oído decir que fuese a volver.

Mellberg volvió a gritar:


¡Ernst!
¡Que vengas te digo! ¡Ahora mismo!

Gösta salió al pasillo con la intención de aclarar el misterio y vio que Mellberg señalaba hacia el suelo con la cara encendida de rabia. En la mente de Gösta empezó a arraigar una sospecha. Y, en efecto, allí apareció el chucho, con la cabeza gacha, como avergonzado.


¡Ernst!
¿Qué es esto?

El animal intentó por todos los medios fingir que no entendía de qué le hablaba Mellberg, pero la cagarruta que había en el suelo de su despacho no dejaba lugar a dudas.

–¡Annika! –bramó el jefe. Un segundo más tarde, la secretaria de la comisaría acudía presurosa.

–¡Anda! Parece que aquí se ha producido un pequeño incidente –dijo mirando con conmiseración al perro, que, agradecido, se le acercó enseguida.

–¡Un pequeño incidente! Ernst se ha hecho caca en el suelo de mi despacho.

En este punto, Gösta no pudo aguantar más. Empezó a escapársele la risa y el esfuerzo por ocultarlo sólo lo condujo a reír más aún. Por si fuera poco, contagió a Annika y la cosa terminó con que los dos estallaron en sonoras carcajadas mientras las lágrimas les corrían por las mejillas.

–¿Qué pasa? –preguntó Martin con curiosidad cuando entró seguido de Paula.


Ernst…
–Gösta casi se ahogaba al hablar–,
Ernst…
se ha hecho caca en el suelo.

Martin los miraba perplejo sin comprender nada, pero al observar la montañita que había en el suelo de Mellberg y al animal, que se pegaba temeroso a las piernas de Annika, se le hizo la luz.

–¿Le has puesto… le has puesto
Ernst
al perro? –se sorprendió Martin rompiendo también a reír. Los únicos que no se reían histéricos eran Mellberg y Paula pero, mientras que el jefe parecía ir a estallar de ira, Paula tenía más bien cara de no entender nada.

–Luego te lo explico –le dijo Martin enjugándose las lágrimas.

–Joder, eso sí que es sentido del humor, Bertil, eres un tío divertido de verdad –añadió Martin.

–Sí, bueno… algo de gracia sí que tengo –admitió Bertil sonriendo ligeramente a su pesar–. Bueno, venga, a ver si limpiamos esto, Annika, y podemos seguir trabajando. –Lanzó un gruñido y fue a sentarse ante el escritorio. El perro miró vacilante primero a Annika, luego a Bertil, pero resolvió finalmente que, con toda seguridad, ya habría pasado lo peor del enfado, de modo que siguió a su nuevo dueño meneando la cola.

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