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Authors: Camilla Läckberg

Las huellas imborrables (7 page)

El resto de los empleados de la comisaría se quedó mirando perplejo a aquella pareja tan singular, preguntándose qué sería lo que habría visto el animal en Bertil Mellberg y que, al parecer, les había pasado desapercibido a ellos.

Erica no pudo dejar de pensar en Erik Frankel toda la tarde. No había llegado a conocerlo bien, pero él y su hermano Axel formaban, en cierto modo, parte de Fjällbacka. «Los hijos del doctor», así los habían llamado siempre en el pueblo, pese a que hacía más de cincuenta años que su padre fue médico en Fjällbacka y, además, murió hacía más de treinta años.

Erica rememoró su visita a la casa que compartían los dos hermanos. Su única visita. Vivían juntos en la casa de sus padres, ambos solteros, ambos con un ardiente interés por Alemania y por el nazismo, aunque cada uno a su manera. Erik había sido profesor de Historia en el instituto, pero en su tiempo libre había reunido material sobre la época nazi, que le inspiraba un particular interés. Axel, el mayor de los dos, tenía algo que ver con el centro Simon Wiesenthal, si no andaba equivocada, y tenía el vago recuerdo de que durante la guerra había sufrido algún percance.

Primero llamó a Erik, le contó lo que había encontrado y le describió la medalla. Le preguntó si creía que podría ayudarle a averiguar su origen y cómo habría ido a parar a manos de su madre, entre cuyas pertenencias la encontró. La primera reacción de Erik fue un silencio absoluto. Erica tuvo que decir «¿Hola?» varias veces; llegó a pensar que le habría colgado. Luego, con un tono de voz muy extraño, le dijo que se pasara por su casa con la medalla para que le echara un vistazo. A Erica le llamó la atención. El prolongado silencio. El tono extraño en la voz del hombre. Entonces no se lo mencionó a Patrik, se convenció de que habrían sido figuraciones suyas. Y cuando fue a la casa de los dos hermanos, no percibió nada raro en su modo de mirar la medalla. La recibió educadamente y, una vez en la biblioteca, Erik le pidió que se la mostrara. Con interés contenido, cogió la medalla y la estudió detenidamente. Luego le preguntó si podía quedársela un tiempo. Para emprender alguna investigación. Erica asintió y se mostró agradecida de que alguien se tomase la molestia de obtener información.

Además, Erik le permitió contemplar una parte de su colección. Con una mezcla de entusiasmo y temor, fue inspeccionando todos aquellos objetos tan íntimamente ligados a una oscura y terrible época de la historia. No pudo evitar preguntar cómo era posible que alguien tan contrario a todo aquello que defendía el nazismo quisiera coleccionar y vivir entre objetos que lo recordaban. Erik tardó unos segundos en dar su respuesta. Con gesto reflexivo, cogió una gorra con el emblema de las SS y jugueteó con ella mientras parecía sopesar cómo formular la explicación.

–No confío en la capacidad de la gente para recordar –dijo al cabo–. Sin la ayuda de objetos que podamos ver o tocar, olvidamos fácilmente aquello que no queremos recordar. Así que colecciono cosas que nos hagan rememorar. Y, además, una parte de mí quiere mantener esos objetos lejos de quienes los ven con otros ojos. Con ojos de admiración.

Erica asintió. En parte, lo comprendía. En parte, no. Luego se dieron la mano y se despidieron.

Y ahora aquel hombre estaba muerto. Asesinado. Quizá sólo poco después de que ella lo visitara. Según lo que Patrik le había contado a su pesar, llevaba todo el verano muerto en la casa.

Una vez más, recordó el extraño tono de voz de Erik cuando Erica le habló de la medalla. Se volvió hacia Patrik, que estaba a su lado en el sofá haciendo
zapping
entre los canales del televisor.

–¿Sabes si la medalla seguía allí?

Patrik la miró inquisitivo.

–Pues no se me ocurrió mirarlo. No tengo ni idea. Pero no había indicios de que se tratase de un asesinato por robo y, en tal caso, ¿a quién iba a interesarle una vieja medalla nazi? Y tampoco es que sean piezas únicas, precisamente. Quiero decir que allí había unas cuantas…

–No… ya sé… –respondió Erica pensativa. Aún se sentía incómoda–. Pero ¿podrías llamar mañana a tus colegas y pedirles que la busquen?

–Pues, no sé –repuso Patrik–. Yo creo que tendrán otras cosas que hacer antes que buscar una medalla. Ya le preguntaremos al hermano de Erik. Podemos pedírsela a él. Seguro que volverá a la casa.

–Sí, a Axel. Por cierto, ¿dónde está? ¿Cómo es que no se ha enterado? ¿Lleva fuera todo el verano?

Patrik se encogió de hombros.

–Yo estoy de baja paternal, como recordarás. Tendrás que llamar y preguntarle a Mellberg.

–Ja, ja, ja, muy gracioso –replicó Erica con una sonrisa. Pero la desazón se negaba a remitir–. Pero, ¿no es extraño que Axel no lo haya encontrado antes?

–Sí, pero, según tú, estaba de viaje cuando estuviste en su casa, ¿no?

–Ya, bueno. Erik dijo que su hermano estaba en el extranjero. Pero eso fue en junio.

–Pero, ¿por qué piensas en eso? –preguntó Patrik volviendo la vista hacia el televisor. El programa
Por fin en casa
estaba a punto de empezar.

–Pues no sé… –contestó Erica con la vista perdida en dirección a la pantalla. Ella misma no sabía explicar por qué el desasosiego había ido adueñándose de su ser. Pero recordaba el silencio de Erik resonando en el auricular. Y el tono de voz un tanto deformado y bronco cuando le pidió que le llevase la medalla. Algo lo había alertado. Algo relacionado con la medalla.

Intentó concentrarse en los trabajos de carpintería de Martin Timell. Lo conseguía a duras penas.

–Joder, abuelo, tendrías que haber visto lo de hoy. Ese negro de mierda intentó colarse y nada, o sea, «bumba». Una patada y se cayó de bruces como un saco. Luego lo pateé en los huevos, así que se quedó lamentándose un cuarto de hora por lo menos.

–¿Y qué consigues con eso, Per? Salvo que pueden acusarte de agresión y mandarte a un reformatorio, tendrás contra ti a todo el mundo, las fuerzas contrarias se confabularán más aún contra nosotros. Y todo terminará con que, en lugar de ayudar a la causa, habrás contribuido a que se movilice más apoyo aún para nuestros adversarios. –Frans observaba altivo a su nieto. A veces no sabía cómo dominar las hormonas adolescentes que lo invadían. Y era tan poco lo que sabía… Pese a su aspecto imponente, los pantalones militares, las botas y la cabeza rapada, no era más que un quinceañero fácil de asustar. Nada sabía de la causa. Nada sabía de cómo funcionaba el mundo. Nada sabía de cómo canalizar los instintos destructivos de modo que pudieran usarse como una punta de lanza capaz de atravesar el corazón de la estructura social.

El chico, que se había sentado a su lado en la escalera, agachó la cabeza avergonzado. Frans sabía que lo había humillado al hablarle con tanta dureza. Su nieto intentaba impresionarlo, pero le hacía un flaco favor no mostrándole cómo funcionaba el mundo. El mundo era frío y duro y cruel, y sólo los más fuertes saldrían victoriosos de la batalla.

Al mismo tiempo quería al chico. Quería protegerlo del mal. Frans le rodeó los hombros con el brazo. Le sorprendió comprobar lo endebles que eran aún. Per había heredado su físico. Alto y flaco, de espalda estrecha. Ninguna tabla de gimnasia podía remediar su constitución.

–Tienes que pensártelo, es sólo eso –continuó Frans, ya en un tono algo más suave–. Tienes que pensar antes de actuar. Utilizar las palabras en lugar de los puños. La violencia no es la primera herramienta a la que recurrir. Es la última –aseguró dándole un apretón extra a su nieto. Per se apoyó en su hombro un segundo, como hacía siempre cuando era pequeño. Luego recordó que lo que él quería era convertirse en un hombre, que ya no era pequeño. Pero que lo más importante del mundo, tanto entonces como ahora, era hacer que su abuelo se sintiera orgulloso. Per se irguió enseguida.

–Ya lo sé, abuelo. Es que me cabreé tanto cuando vi que intentaba colarse. Y es que eso es lo que hacen siempre, van colándose en todas partes, creen que son los dueños del mundo, que son los dueños de Suecia. Simplemente… me cabreó tanto.

–Lo sé –respondió Frans retirando el brazo de los hombros del chico y dándole una palmadita en la rodilla–. Pero piénsatelo antes de actuar, por favor. Si vas a parar a la cárcel, no tendrás ningún consuelo.

Kristiansand, 1943

Intentó combatir el mareo durante toda la travesía hasta Noruega. A los demás no parecía afectarles. Estaban acostumbrados. Se habían criado en el mar. Tenían patas de pez, como solía decir su padre. Sabían parar todos los movimientos del oleaje y se movían con firmeza por la cubierta. Parecían siempre ajenos al mareo que se extendía desde el estómago hasta la garganta. Axel se apoyó en la regala. Él sólo pensaba en sacar la cabeza por la borda y vomitar. Pero se negaba a exponerse a tal humillación. Sabía que las pullas no serían malintencionadas, pero era demasiado orgulloso para soportar las burlas de los pescadores. No tardarían en llegar. Y en cuanto pudiese saltar a tierra firme, el mareo desaparecería como por arte de magia. Lo sabía por experiencia. Había hecho el mismo viaje muchas veces.

–Tierra a la vista –gritó Elof, el patrón del barco–. Llegaremos a puerto dentro de diez minutos. –Elof se quedó mirando a Axel, que se le acercaba en dirección al timón. Tenía la piel curtida y tostada por el sol, arrugada como un cuero expuesto desde la infancia a vientos y temporales.

–¿Tienes lo tuyo controlado? –preguntó en voz baja y mirando a su alrededor. En el puerto de Kristiansand vieron las hileras de barcos alemanes, que les recordaban cuál era la realidad. Alemania había invadido Noruega. Suecia se había librado, por ahora, pero nadie sabía cuánto duraría la suerte. Hasta entonces, observaban con atención al vecino del oeste y el avance de los alemanes en el resto de Europa, cómo no.

–Vosotros ocupaos de lo vuestro, que yo me ocuparé de lo mío –replicó Axel. Sonó más desabrido de lo que pretendía, pero siempre sentía cierto remordimiento por involucrar a la tripulación en un riesgo que habría preferido correr él solo. En cualquier caso, él no obligaba a nadie, se decía. Elof le dijo que sí de inmediato cuando le preguntó si podía ir con ellos en su barco de vez en cuando y llevarse… mercancía. Jamás tuvo que explicar qué era lo que transportaba y Elof y el resto de la tripulación del
Elfrida
nunca hicieron indagaciones.

Atracaron en el muelle y sacaron la documentación que sabían iban a pedirles.

Los alemanes no dejaban nada al azar y siempre los sometían a un control riguroso de documentación antes de permitirles desatar la carga siquiera. Una vez resueltas las formalidades, empezaron a descargar las piezas de maquinaria que constituían el objeto oficial de su transporte. Los noruegos recogían el género mientras los alemanes observaban ceñudos el proceso, con los rifles prestos por si fuera necesario. Axel aguardaba su momento, que llegaría al atardecer. Para poder descargar su mercancía necesitaba oscuridad. Las más de las veces llevaba alimentos. Alimentos e información. Como en este caso.

Después de cenar en medio de un denso silencio, Axel se sentó a esperar lleno de desasosiego a que llegara la hora que habían acordado. Unos toquecitos discretos en la ventana lo sobresaltaron, igual que a los demás. Axel se inclinó rápidamente, levantó una parte del suelo y empezó a sacar cajas de madera. Manos silenciosas y atentas las iban recogiendo y poniéndolas en el muelle. Todo sucedía mientras resonaba la estridente charla de los alemanes que se oía desde el barracón situado a unos metros. A aquellas horas de la tarde ya habían sacado las bebidas fuertes, lo cual simplificaba su peligrosa misión. Los alemanes borrachos eran mucho más fáciles de engañar que los sobrios.

Tras un quedo «gracias» pronunciado en noruego, la carga había desaparecido del barco y se había esfumado en la oscuridad. Una vez más, la entrega se produjo sin complicaciones. Con una embriagadora sensación de alivio, Axel bajó de nuevo al castillo de proa. Tres pares de ojos lo recibieron, pero nadie pronunció una palabra. Elof asintió sin más, se dio media vuelta y empezó a cargar la pipa. Axel sentía una gratitud enorme hacia aquellos hombres que, sencillamente, lo superaban por completo. Afrontaban las tormentas y a los alemanes con el mismo semblante apacible. Tenían asumido desde hacía mucho tiempo que los caprichos de la vida y del destino no eran algo sobre lo que uno pudiera influir. Uno hacía lo que podía, intentaba vivir en la medida de lo posible. El resto era cosa de la Divina Providencia.

Axel se fue a dormir agotado. Concilió el sueño en el acto, mecido por el leve balanceo del barco y por el chasquido del agua contra el casco. En el barracón del muelle, las voces de los alemanes subían y bajaban. Al cabo de un rato empezaron a cantar. Pero para entonces Axel ya dormía profundamente.

–Y bien, ¿qué sabemos hasta el momento? –Mellberg miraba a su alrededor en el comedor de la comisaría. Había café, los bollos preparados sobre la mesa y todos reunidos alrededor.

Paula carraspeó:

–Yo me puse en contacto con Axel, el hermano. Al parecer, trabaja en París y siempre pasa allí los veranos. Pero está de camino. Parecía destrozado por la muerte de su hermano.

–¿Sabemos cuándo salió del país? –preguntó Martin a Paula, que consultó el bloc de notas que tenía delante.

–El tres de junio, según él. Por supuesto, comprobaré esa información.

Martin asintió.

–¿Tenemos ya algún informe preliminar de Torbjörn y su equipo? –Mellberg desplazó los pies discretamente.
Ernst
se había tumbado sobre ellos y los aprisionaba con todo su peso pero, por alguna extraña razón y pese a que se le estaban durmiendo, Mellberg no era capaz de despachar al animal.

–Nada, todavía –respondió Gösta al tiempo que estiraba el brazo para coger un bollo–. Pero hablé con él hoy muy temprano y quizá para mañana tengamos algo.

–Bien, no lo sueltes –aprobó Mellberg mientras hacía un nuevo intento por retirar los pies. No sirvió de nada,
Ernst
les iba detrás.

–¿Algún sospechoso, estando así las cosas? ¿Algún enemigo declarado? ¿Amenazas? ¿Algo? –Mellberg dirigió una mirada exigente a Martin, que negó con un gesto.

–Nosotros no tenemos registrada ninguna denuncia, desde luego. Pero tenía una pasión un tanto controvertida. El nazismo despierta siempre sentimientos intensos.

–Podemos ir a su casa a comprobar si hay alguna carta de amenaza o algo similar en algún cajón.

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