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Authors: Camilla Läckberg

Las huellas imborrables (10 page)

–Axel está arriba durmiendo. Volvió esta mañana.

–¡Oh! Qué valiente es… –dijo Britta con un suspiro, pero se le iluminó la cara al ver a Frans.

–¡Hola!

–Hola –saludó Frans, aunque mirando a Elsy–. Hola, Elsy.

–Hola, Frans –respondió Elsy, que se dirigió enseguida a la librería.

–¡Anda, cuántos libros tenéis en casa! –exclamó pasando los dedos por los lomos de los volúmenes.

–Puedes llevarte alguno prestado si quieres –ofreció Erik generoso, pero añadió–: Pero sólo si lo cuidas bien. Mi padre es muy cuidadoso con los libros.

–Pues claro que sí –respondió Elsy encantada, devorando con los ojos las hileras de libros. Le encantaba leer. Frans la seguía con la mirada.

–Pues para mí los libros son una pérdida de tiempo –intervino Britta–. Es mucho mejor vivir experiencias uno mismo que leer las ajenas. ¿No estás de acuerdo, Frans? –Britta se sentó en el sillón, al lado de Frans, y ladeó la cabeza.

–Lo uno no excluye lo otro –respondió Frans con severidad, pero sin mirarla, aún con la vista clavada en Elsy. Unos frunces de extrañeza cobraron forma entre las cejas de Britta, que se levantó de un salto.

–¿Pensáis ir al baile el sábado? –preguntó dando unos pasos de baile por la habitación.

–Yo no creo que mis padres me dejen –contestó Elsy en voz baja, sin apartar la vista de los libros.

–No, claro, pero ¿tú crees que a mí sí? –repuso Britta dando otro par de vueltas e intentando sacar a bailar a Frans, que se resistió y logró quedarse en el sillón.

–Deja de hacer el tonto. –Se lo dijo en tono cortante, pero no pudo evitar soltar una carcajada–. Britta, estás loca, ¿lo sabías?

–¿Y no te gustan las jóvenes alocadas? En ese caso, también puedo ponerme seria –declaró adoptando una expresión grave–. O alegre… –Britta rompió a reír tan alto que su carcajada retumbó entre las paredes de la habitación.

–¡Calla! –la conminó Erik mirando al techo.

–O también puedo ser muy silenciosa… –aseguró Britta en un histriónico susurro. Frans rio de nuevo y se la sentó en las rodillas.

–Loca me basta.

Una voz los interrumpió desde la puerta.

–¡Cuánto jaleo armáis! –Axel estaba apoyado en el quicio de la puerta y les sonreía cansado.

–Perdón, no queríamos despertarte. –La voz de Erik destilaba la adoración que sentía por su hermano, aunque la acompañó de una expresión de preocupación.

–Bah, no pasa nada, Erik. Puedo dormir un rato más luego. –Se cruzó de brazos–. Ajá, de modo que aprovechas que papá y mamá están en casa de los Axelsson para traer aquí a estas damas.

–Bueeeno, damas… no sé yo –murmuró Erik desconcertado.

Frans rompió a reír, aún con Britta en las rodillas.

–¿Dónde ves tú a las damas? Aquí no veo yo damas en todo lo que alcanza la vista. Dos mocosas, eso es todo.

–¡Eh, cállate la boca! –protestó Britta dándole a Frans una palmada en el pecho. No parecía haberle gustado la broma.

–Y Elsy está tan absorta en los libros que ni siquiera saluda.

Elsy se volvió avergonzada.

–Perdón, es que… Buenos días, Axel.

–Anda, estaba bromeando, mujer. Tú sigue con los libros. Erik ya te habrá dicho que puedes llevarte alguno prestado si quieres, ¿no?

–Sí, sí, eso me ha dicho.

Elsy se sonrojó más aún y se apresuró a centrar de nuevo su atención en los libros.

–¿Qué tal fue la cosa ayer? –Erik miraba a su hermano como hambriento de sus palabras.

El rostro alegre y franco de Axel se tornó grave.

–Bien –dijo con parquedad–. Fue bien. –Luego se volvió bruscamente–. Voy a echarme un rato. Intentad mantener el volumen a un nivel aceptable, por favor.

Erik siguió a su hermano con la mirada. Además de adoración y orgullo, irradiaba cierto sentimiento de envidia.

La mirada de Frans revelaba admiración.

–¡Qué valiente es tu hermano! A mí también me gustaría ayudar. Si fuera unos años mayor…

–Ya, ¿qué harías tú? –intervino Britta, aún enfadada porque Frans se hubiese burlado de ella delante de Axel–. Jamás te atreverías. ¿Y qué iba a decir tu padre? Por lo que he oído, él preferiría más bien echarle una mano a los alemanes.

–Bah, anda ya –repuso Frans irritado, apartando a Britta de sus rodillas–. La gente habla sin ton ni son. Yo creía que tú hacías oídos sordos a las habladurías.

Como de costumbre, fue Erik quien medió para restablecer la paz. Se levantó de pronto y propuso:

–Si queréis podemos escuchar un rato el gramófono de mi padre. Tiene a Count Basie.

El muchacho se dirigió raudo al aparato dispuesto a poner música. Le disgustaba que la gente se enfadase. En verdad que le disgustaba muchísimo.

A ella siempre le habían gustado los aeropuertos. Experimentaba una sensación tan distinta al estar allí, entre tantos aviones que aterrizaban y despegaban. Gente con maletas y las miradas llenas de expectativas, camino de sus vacaciones o de un viaje de negocios. Y todos esos encuentros. Gente que se reunía o que se separaba. Recordaba un aeropuerto en concreto, hacía muchos, muchos años. El barullo de gente, los olores, los colores, el murmullo. Y la tensión que, más que sentir, veía reflejada en su madre. La forma convulsa y nerviosa de cogerle la mano. La maleta que había hecho y vuelto a hacer una y otra vez. Todo tenía que estar perfecto. Porque era un viaje sin vuelta atrás. También recordaba el calor, y el frío al que llegaron. Jamás en la vida pensó que podría uno sentir tanto frío. Y el aeropuerto en el que aterrizaron era muy diferente. Más silencioso, de colores grises y fríos. Y nadie hablaba en voz alta, nadie gesticulaba. Todos parecían encerrados en su pequeña burbuja particular. Nadie las miraba a los ojos. Simplemente, sellaron sus documentos y, con una voz extraña en una lengua extraña, les indicaron por dónde continuar. Y su madre seguía agarrándola espasmódicamente.

–¿Será él? –preguntó Martin señalando a un hombre de unos ochenta años que salía en ese momento del control de pasaportes. Era alto, tenía el cabello gris y una trenca de color beis. Elegante, según la primera impresión de Paula.

–Tendremos que preguntar –dijo adelantándose–. ¿Axel Frankel?

El hombre asintió.

–Creía que debía acudir a la comisaría –repuso con aspecto cansado.

–Pensamos que podíamos venir a buscarlo, en lugar de esperarlo allí –explicó Martin con expresión amable.

–Ah, bueno, en ese caso, gracias por llevarme. Por lo general, suelo moverme con el transporte público, así que excelente.

–¿Tiene que recoger alguna maleta? –preguntó Paula buscando la cinta.

–No, no, sólo traigo esto –respondió señalando el equipaje de mano que llevaba sobre ruedas–. Viajo ligero de equipaje.

–Un arte que nunca se me ha dado bien –rio Paula. El cansancio desapareció por un instante del rostro del anciano, que le correspondió con una sonrisa.

Hablaron de todo lo habido y por haber hasta que se instalaron en el coche y Martin empezó a conducir en dirección a Fjällbacka.

–¿Han… han sabido algo más? –se oyó trémula la voz de Axel, que guardó silencio enseguida, como para serenarse.

Paula, que iba sentada detrás, a su lado, negó con la cabeza.

–No, por desgracia. Confiábamos en que usted nos ayudaría a avanzar. Por ejemplo, necesitaríamos saber si su hermano tenía enemigos declarados. Alguien de quien pudiera pensarse que deseara hacerle daño.

Axel meneó despacio la cabeza.

–No, no, desde luego que no. Mi hermano era un hombre pacífico y tranquilo y… no, es absurdo pensar que nadie quisiera causar ningún daño a Erik.

–¿Qué sabe de su relación con un grupo llamado Amigos de Suecia? –Martin dejó caer la pregunta desde su asiento y su mirada se cruzó con la de Axel en el retrovisor.

–Han examinado la correspondencia de Erik con Frans Ringholm. –Axel empezó a frotarse la base de la nariz y demoró la respuesta. Paula y Martin aguardaban pacientes.

–Es una historia complicada que viene de muy antiguo.

–Tenemos tiempo –repuso Paula dando a entender que esperaba que continuase.

–Frans es un amigo de la infancia, tanto mío como de Erik. Nos conocemos de toda la vida. Pero… ¿cómo decirlo…? Nosotros elegimos un camino y Frans, otro muy distinto.

–¿Frans Ringholm es de la extrema derecha? –preguntó Martin mirando a Axel por el retrovisor.

El anciano asintió.

–Sí, no estoy muy al tanto de cómo y cuándo y en qué medida, pero sé que, durante toda su vida adulta, se ha estado moviendo en esos círculos, y que es uno de los fundadores de esos… Amigos de Suecia. La verdad es que tuvo de dónde aprender ya en casa, pero mientras nos tratamos, jamás mostró tales inclinaciones. Claro que la gente cambia –concluyó Axel meneando la cabeza.

–¿Y por qué había de sentirse esa organización amenazada por la actividad de Erik? Si no me equivoco, él no era políticamente activo, sino simplemente un historiador especializado en la Segunda Guerra Mundial.

Axel dejó escapar un suspiro.

–Bueno, no es tan sencilla esa distinción… No es posible investigar el nazismo y, al mismo tiempo, considerarse o ser considerado como apolítico. Muchas organizaciones neonazis, por ejemplo, estiman que los campos de concentración no existieron jamás, de modo que cualquier intento de escribir sobre ellos se considera un ataque directo. En fin, ya digo que es complicado.

–¿Y qué nos dice de su implicación en esas cuestiones? ¿Usted también ha recibido amenazas? –Paula lo escrutaba con suma atención.

–Por supuesto que sí. En mucho mayor grado que Erik. Toda mi vida me he dedicado a trabajar con el Centro Simon Wiesenthal.

–¿Es decir…? –intervino Martin.

–Buscan a los nazis que huyeron y desaparecieron del mapa y procuran que se sienten ante un tribunal –explicó Paula.

Axel asintió.

–Sí, entre otros cometidos. Así que claro, yo también he recibido mi parte de amenazas.

–¿Nada que haya conservado? –Se oyó la voz de Martin desde el asiento delantero.

–El centro lo tiene todo. Los que trabajamos allí les hacemos llegar todas las cartas, y ellos las archivan. Pueden hablar con ellos, les facilitarán acceso a todo. –Le entregó a Paula una tarjeta de visita, que la agente se guardó en el bolsillo de la cazadora.

–¿Y los Amigos de Suecia? ¿Le han enviado algo?

–No… no lo sé exactamente… No, que yo recuerde. Pero ya les digo, compruébenlo con el centro, lo tienen todo.

–Frans Ringholm. ¿Cómo encaja él en el rompecabezas? ¿Ha dicho que eran amigos de la infancia? –preguntó Martin.

–Bueno, para ser exactos, era amigo de Erik. Yo era cuatro años mayor, así que no teníamos los mismos amigos.

–Pero Erik conocía bien a Frans, ¿no? –Los ojos castaños de Paula lo escrutaban con la misma intensidad que al principio.

–Sí, pero hace una cantidad increíble de años que dejaron de tener relación.

Axel no parecía muy cómodo con el tema de conversación. Se retorcía en el asiento.

–Estamos hablando de algo que ocurrió hace sesenta años. No sufro demencia senil, pero empieza a enturbiárseme un poco la memoria. –Sonrió vagamente y se dio unos golpecitos en la cabeza con el índice.

–Ya, bueno, a juzgar por las cartas, no hace tanto tiempo. Por lo que a Frans se refiere, se ha puesto en contacto con su hermano por carta en repetidas ocasiones.

–Pues no lo sé. –Axel se pasó la mano por el pelo varias veces con gesto de frustración–. Yo vivía mi vida y mi hermano, la suya. Siempre teníamos una vaga idea de a qué se dedicaba el otro. Y sólo hace tres años que nos instalamos permanentemente en Fjällbacka, o, bueno, en mi caso, sólo en parte. Erik tenía un apartamento en Gotemburgo, que conservó mientras estuvo trabajando allí, y yo me he pasado la vida viajando por todo el mundo. Pero siempre hemos tenido esta casa como lugar de referencia, y si me preguntan dónde vivo, digo que en Fjällbacka. Pero en verano me voy al piso de París. No soporto el bullicio y tanto comercio como trae consigo el turismo. Por lo demás, mi hermano y yo llevamos una vida bastante apacible y aislada. La única persona que viene a casa regularmente es la asistenta. Preferimos… preferíamos que fuera así… –a Axel se le quebró la voz.

Paula buscó la mirada de Martin, que meneó levemente la cabeza antes de volver a centrarse en la autopista. A ninguno se le ocurrían más preguntas, por el momento. El resto del viaje hasta Fjällbacka mantuvieron una conversación más o menos forzada e insustancial. Axel parecía a punto de venirse abajo en cualquier momento y todo su ser reflejó un gran alivio cuando por fin entraron en la explanada de la casa.

–¿Tendrá inconveniente… en vivir aquí ahora? –No pudo por menos de preguntar Paula.

Axel se quedó en silencio un momento, con la mirada fija en la gran casa blanca y con la maleta en la mano. Al cabo de unos segundos, dijo:

–No. Es nuestro hogar, el mío y el de Erik. Aquí es donde debemos estar. Los dos. –Con una sonrisa triste en los labios, le dio la mano a los dos policías y se encaminó a la puerta. Paula se quedó mirándolo. Su espalda reflejaba soledad.

–Entonces, ¿te leyeron bien la cartilla ayer, cuando llegaste a casa? –Karin reía sin dejar de empujar el carrito de Ludde. Llevaba un ritmo bastante acelerado y Patrik notó que jadeaba al intentar seguirla.

–Pues podría decirse que sí. –Patrik hizo una mueca ante el solo recuerdo de la acogida que le dispensó Erica cuando llegó a casa el día anterior. Desde luego, no estaba de muy buen humor. Y, en cierta medida, la comprendía. La idea era que él se hiciera responsable de Maja durante el día, para que ella pudiera trabajar. Al mismo tiempo no podía por menos de pensar que su reacción había sido un tanto desmedida. No estuvo de juerga, sino haciendo recados necesarios para la familia y la casa. Y, ¿cómo iba él a saber que, justo ayer, Maja no se dormiría como de costumbre? Pues sí, un poco injusto sí le pareció que Erica le hiciese el vacío el resto del día. Lo bueno de Erica era que no era rencorosa, de modo que aquella mañana le había dado su beso, como de costumbre, y el día anterior parecía relegado al olvido. Aunque Patrik no se había atrevido a contarle que daría el paseo acompañado. Claro que pensaba contárselo, pero lo dejó para más adelante. Por mucho que Erica no fuera celosa, quizá un paseo con su ex mujer no fuera un asunto para sacar a colación cuando ya tenía el marcador en negativo. Y, en ese instante y como si le hubiera leído el pensamiento, le preguntó Karin:

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