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Authors: Camilla Läckberg

Las huellas imborrables (27 page)

BOOK: Las huellas imborrables
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–Aquí hay unos cuantos artículos que creo que pueden interesarte –dijo Christian–. ¿Quieres que los imprima?

–Sí, por favor –respondió Erica aún intrigada. Sin embargo, unos minutos más tarde, cuando Christian volvió de la impresora con un puñado de copias para ella, era otra vez la amabilidad personificada.

–Aquí tienes con qué entretenerte. Y si necesitas otra cosa, dímelo.

Erica le dio las gracias y salió de la biblioteca. Tuvo suerte. La cafetería que había enfrente acababa de abrir y, antes de sentarse a leer, pidió un café. Pero la lectura resultó tan interesante que se le enfrió sin haberlo probado.

–Bien, ¿qué tenemos por el momento? –Mellberg estiró las piernas con una mueca de dolor. ¿Por qué durarían tanto las malditas agujetas? A ese paso, no habría terminado de recuperarse cuando ya tendría encima el momento de machacarse de nuevo el cuerpo en la próxima clase de salsa del viernes. Aunque, curiosamente, la idea no le resultaba tan aterradora. Había algo en la combinación de aquella música fascinante, la proximidad del cuerpo de Rita y el hecho de que, al final de la clase de la semana anterior, los pies empezaran a pillar el ritmo. No, no pensaba rendirse a la primera de cambio. Si había alguien con el potencial necesario para convertirse en el rey de la salsa de Tanumshede, ese era él.

–Perdona, ¿qué decías? –Mellberg se sobresaltó. Se había perdido por completo la respuesta de Paula, absorto como estaba soñando despierto al son de ritmos latinos.

–Sí, decía que hemos conseguido determinar el intervalo de tiempo en el que debieron de asesinar a Erik Frankel –dijo Gösta–. El 15 de junio estuvo en casa de su… novia, o como queramos llamarla a su edad. Cortó con ella y, al parecer, estaba claramente bebido, lo que, según la mujer, no sucedía jamás.

–Y después, el 17 de junio, estuvo allí la mujer de la limpieza, pero no pudo entrar –continuó Martin–. Eso no quiere decir que ya estuviera muerto, pero podemos tomarlo como un claro indicio de ello. Según nos dijo la asistenta, nunca le había ocurrido. Si los hermanos no estaban en casa, le dejaban una llave.

–Vale, bien, entonces seguiremos trabajando partiendo de la hipótesis de que murió entre el 15 y el 17 de junio. Comprobad dónde se encontraba su hermano entonces. –Mellberg se inclinó y le acarició las orejas a
Ernst
, que estaba tumbado bajo la mesa de la cocina, a sus pies, como de costumbre.

–Pero ¿tú crees de verdad que Axel Frankel tuvo algo que…? –Paula se interrumpió en mitad de la frase al ver la expresión malhumorada de Mellberg.

–Yo no creo nada en estos momentos. Pero sabes tan bien como yo que la mayoría de los asesinatos los comete algún miembro de la familia. Así que a zarandear al hermano. ¿Está claro?

Paula asintió. Por una vez en la vida, Mellberg tenía razón. Y Paula se dijo que no podía permitir que el hecho de que Axel Frankel le hubiese resultado un hombre agradable le impidiese hacer su trabajo.

–¿Y los muchachos que estuvieron en la casa? ¿Tenemos ya sus huellas? –Mellberg miraba exigente a su alrededor. Las miradas de todos se centraron en Gösta, que se retorció incómodo en la silla.

–Pues… bueno… Sí y no… Tomé las huellas de pisada y las dactilares de uno de los chicos, de Adam, pero no he tenido tiempo… para el otro…

Mellberg le clavó una mirada elocuente.

–O sea, que has tenido varios días para llevar a cabo esa tarea tan sencilla y, te cito, «no has tenido tiempo». ¿Lo he entendido bien?

Gösta asintió desanimado.

–Sí, bueno, esto… sí, lo has entendido bien. Pero pienso solucionarlo hoy mismo. –Otra mirada de Mellberg–. Ahora, en el acto –añadió Gösta con la cabeza gacha.

–Será lo mejor para ti –aseguró Mellberg, y centró toda su atención en Martin y Paula.

–¿Algo más? ¿Cómo va el asunto del tal Ringholm? ¿Por ahí tenemos algo? Personalmente, me parece la pista más prometedora y, desde luego, deberíamos poner patas arriba a los Amigos de Suecia o como quiera que se llamen.

–Estuvimos hablando con Frans en su casa y no nos dio la impresión de que hubiera nada contundente. Según él, ciertos elementos de la organización enviaron cartas de amenaza a Erik Frankel, y él intentó mediar y protegerlo, por su vieja amistad.

–Y esos «elementos» –Mellberg representó en el aire unas comillas al pronunciar la última palabra–, ¿hemos hablado ya con ellos?

–No, aún no –dijo Martin con calma–. Pero lo tenemos en la agenda de hoy.

–Bien, bien –aprobó Mellberg al tiempo que intentaba apartar a
Ernst
con los pies, pues ya empezaba a sentir un picor incómodo. Pero sólo consiguió que el animal dejase escapar una sonora ventosidad canina, para luego volver a acomodarse tranquilamente sobre los pies de su dueño provisional.

–Bien, en ese caso, sólo nos queda un punto por tratar. Y es que ¡esto no es ninguna guardería! ¿Entendido? –Miró con encono a Annika, que, sin pronunciar una sola palabra, no había hecho sino anotar cuanto habían dicho hasta el momento. Annika le devolvió la mirada por encima de las gafas. Al cabo de unos largos minutos de silencio durante los cuales Mellberg había empezado a ponerse nervioso preguntándose si no habría utilizado un tono demasiado agrio, se oyó la respuesta de Annika:

–No dejé de cumplir con mi obligación mientras cuidaba de Maja un rato. Y creo que eso es lo único que debe preocuparte, Bertil.

Una muda lucha de poder dio comienzo cuando Annika miró a Mellberg fijamente y muy serena. Hasta que él apartó la vista y murmuró:

–Sí, bueno, claro, quizá tú seas la más indicada para juzgarlo…

–Además, gracias a que Patrik vino, caímos en la cuenta de que habíamos olvidado comprobar los extractos bancarios de Erik… –Paula le guiñó un ojo a Annika, en señal de apoyo.

–Claro, seguro que, tarde o temprano, se nos habría ocurrido… pero al venir Patrik, fue más temprano que tarde… –añadió Gösta mirando también a Annika antes de bajar la vista y concentrarse en el tablero de la mesa.

–Ya, sí, pero yo creía que cuando uno está de baja paternal, está de baja paternal –puntualizó Mellberg enojado, aunque consciente de haber perdido la batalla–. Bueno, en todo caso, tenemos mucho que hacer. –Se levantaron y colocaron las tazas en el lavaplatos.

En ese momento, sonó el teléfono.

Fjällbacka, 1944

–Ya sabía yo que te encontraría aquí. –Elsy se acomodó al lado de Erik, que se había sentado al abrigo del viento en una grieta de la montaña.

–Claro, aquí es donde tengo más posibilidades de que me dejen en paz –reconoció Erik encolerizado, pero se apaciguó enseguida y cerró el libro que tenía en las rodillas–. Perdona –se disculpó–. No tiene sentido que pague mi mal humor contigo.

–¿Es Axel la causa de tu mal humor? –preguntó Elsy con dulzura–. ¿Cómo están las cosas en casa?

–Como si ya hubiera muerto –aseguró Erik mirando a las aguas del mar, que se movían inquietas en la bocana del puerto de Fjällbacka–. Al menos mi madre se comporta como si Axel ya estuviese muerto. Y mi padre. Se pasa los días murmurando, se niega a hablar del asunto.

–¿Y cómo te sientes tú? –quiso saber Elsy mirando con interés a su amigo. Lo conocía tan bien… Mucho mejor de lo que él creía. Habían compartido tantas horas de juego ella, Erik, Britta y Frans. Ahora que se suponía que pronto serían adultos, no había tantos juegos a los que jugar. Pero en aquel instante, Elsy no veía ninguna diferencia entre el Erik de catorce años y el de cinco, que ya entonces era como un viejo en un cuerpo pequeñito. Era como si Erik hubiese nacido como un señor mayor menudo que fue creciendo paulatinamente hasta alcanzar el cuerpo adecuado a su yo. Como si el cuerpo de bebé, el de niño y el de joven hubiesen sido estadios por los que debía pasar antes de llegar a aquel en el que la piel se le adaptase por fin.

–Yo no sé cómo me siento –respondió Erik secamente volviendo la cabeza hacia otro lado. Aunque no lo bastante rápido como para que Elsy no advirtiese algo que le brillaba en la comisura del ojo.

–Sí, claro que lo sabes –insistió sin apartar la vista del perfil del amigo–. A mí puedes contármelo.

–Me siento tan… dividido… Una parte de mí siente tal miedo y tal dolor por lo que le ha sucedido y le está sucediendo a Axel… La sola idea de que pudiera morir me hace… –Erik buscaba la palabra adecuada, pero no la halló. Elsy lo comprendió igualmente. No dijo nada y lo animó a continuar.

–Pero mi otro yo… siente una rabia tan grande… –se le oscureció la voz, como un presagio de cómo sonaría la del Erik adulto–. Siento rabia porque ahora soy más invisible que nunca. No soy. No existo. Mientras Axel estuvo en casa, era como si me iluminase con la luz de su persona. Un rayito de vez en cuando. Un haz minúsculo de luz, de atención, incidía también sobre mí. Y eso bastaba. Nunca pedí más. Axel merecía estar en el centro de los focos, recibir toda la atención. Él siempre ha sido mejor que yo. Yo jamás me habría atrevido a hacer lo que él hacía. No soy ningún valiente. Ni atraigo la mirada de los otros. Ni tengo la capacidad de Axel para conseguir que quienes me rodean se sientan bien. Porque yo creo que es ahí donde radicaba… radica su secreto… que él siempre hace que todo el mundo se sienta bien. Yo no tengo esa facultad. Yo pongo nerviosa a la gente, la inquieto. No saben qué hacer conmigo. Sé demasiado. Me río demasiado poco. Y… –Se vio obligado a hacer una pausa para respirar en medio de lo que, seguramente, era el discurso más largo que había pronunciado jamás.

Elsy no pudo contener una carcajada.

–Ten cuidado, Erik, te vas a quedar sin palabras. Con lo parco que sueles ser… –le dijo sonriendo, aunque Erik apretó los dientes.

–Ya, pero eso es exactamente lo que siento. ¿Y sabes qué? , creo que sería capaz de echar a andar, de alejarme y seguir caminando sin parar y no volver nunca más. Y nadie en mi familia notaría siquiera que no estoy. Para mis padres no soy más que una sombra en la periferia de su campo de visión, y en cierto modo, creo que sería un alivio que la sombra desapareciera, así podrían dedicarse plenamente a ver a Axel –se le quebró la voz y volvió la cara, avergonzado.

Elsy le pasó el brazo por la cintura y apoyó la cabeza en su hombro, obligándolo a salir del sombrío refugio en el que se hallaba.

–Erik, te aseguro que si faltaras lo notarían. Es sólo que… están totalmente entregados a entender lo que le ha ocurrido a Axel.

–Ya han pasado cuatro meses desde que lo cogieron los alemanes –repuso Erik con voz sorda–. ¿Cuánto tiempo piensan seguir entregados a ello? ¿Seis meses? ¿Un año? ¿Dos? ¿Toda la vida? Yo estoy aquí y ahora. Aún sigo existiendo aquí y ahora. ¿Por qué eso no significa nada para ellos? Y, al mismo tiempo, me siento como un ser despreciable por tener celos de mi hermano, que estará en una cárcel, seguramente, y al que pueden ejecutar en cualquier momento sin que tengamos ocasión de volver a verlo jamás. Además, resulta que tengo un hermano estupendo.

–Nadie duda de que quieras a Axel. –Elsy le acariciaba la manga de la camisa–. Pero no es nada raro que desees que te presten atención, que quieras que tomen conciencia de que existes. Y sé que eso es lo que te pasa… Pero tienes que decirles cómo te sientes, tienes que obligarlos a que te vean.

–No me atrevo –admitió Erik meneando la cabeza con vehemencia–. Imagínate que piensan que soy un ser horrible.

Elsy le cogió la cabeza entre las manos y lo obligó a mirarla a los ojos.

–Escúchame, Erik Frankel. No eres un ser horrible. Quieres a tu hermano y a tus padres. Pero también estás sufriendo. Ellos tienen que saberlo, debes exigirles un espacio. ¿De acuerdo?

Erik intentó apartar el rostro, pero ella siguió sujetándolo entre las manos y mirándolo a los ojos.

Al final, Erik asintió.

–Tienes razón. Hablaré con ellos…

En un impulso, Elsy lo abrazó y lo apretó contra su cuerpo. Le acarició la espalda y notó que Erik se iba relajando.

–¿Qué coño? –resonó una voz a su espalda. Elsy se volvió a mirar. Era Frans, pálido y con los puños cerrados.

–¿Qué coño? –repitió Frans, como si le costara encontrar las palabras. Elsy comprendió cómo habría interpretado su abrazo e intentó explicarle con calma lo que había sucedido en realidad, antes de que su temperamento tomase las riendas de su persona. Ya había comprobado en numerosas ocasiones que Frans se encendía con la misma facilidad que una cerilla. Había algo en Frans que lo tenía siempre en disposición de encolerizarse, como si no hiciese sino buscar motivos para desahogar su ira. Y Elsy se había dado perfecta cuenta de que Frans sentía cierta debilidad por ella. Dadas las circunstancias, si no lograba que comprendiera la situación, podría resultar catastrófico…

–Erik y yo estábamos hablando –le explicó despacio y con serenidad.

–Sí, ya he visto cómo hablabais –replicó Frans con una mirada que hizo estremecerse a Elsy.

–Hablábamos de Axel, y de lo duro que es saber dónde está –prosiguió sin apartar la vista de los ojos de Frans. El destello frío y salvaje que los iluminaba se apagó levemente. Elsy continuó hablando.

–Y estaba consolándolo. Eso es lo que ha pasado. Siéntate, anda, y habla con nosotros.

Elsy dio unas palmaditas en la roca, animándolo a sentarse. Frans dudaba. Pero ya tenía las manos distendidas y la frialdad había abandonado por completo su semblante. Exhaló un hondo suspiro y siguió el consejo de Elsy.

–Perdón… –se excusó sin mirarla.

–No pasa nada –aseguró Elsy–. Pero no seas tan rápido a la hora de sacar conclusiones precipitadas.

Frans guardó silencio un rato. Luego la miró. De repente, la intensidad del sentimiento que Elsy detectó en aquella mirada la asustó más que la frialdad y la ira anteriores. Un presentimiento azotó todo su ser: aquello no podía terminar bien.

Pensó también en Britta y en las miradas amorosas que le dedicaba a Frans constantemente.

Elsy repitió para sí: aquello no podía terminar bien.

–Parece encantadora –opinó Karin con una sonrisa mientras empujaba el cochecito en el que llevaba a Ludde.

–Erica es fantástica –recalcó Patrik notando que la sonrisa le afloraba por sí sola. Claro que habían tenido algún que otro encontronazo últimamente, pero eran naderías. Se sentía increíblemente afortunado por el solo hecho de despertarse al lado de Erica todas las mañanas.

–Pues a mí me gustaría poder decir lo mismo de Leif –confesó Karin–. Pero lo cierto es que empiezo a estar harta de la vida de esposa de un cantante. Aunque, claro, yo ya sabía a qué me exponía, de modo que supongo que no puedo quejarme.

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