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Authors: Camilla Läckberg

Las huellas imborrables (29 page)

–Hace diez años que papá se fue –dijo Per en tono cansino. De repente, dio la impresión de tener bastante más de quince años.

–¿Cómo se llama tu padre? –preguntó Gösta.

–Mi ex marido se llama Kjell Ringholm –respondió Carina con frialdad–. Puedo daros su teléfono.

Martin y Gösta intercambiaron una mirada elocuente.

–¿El mismo Kjell Ringholm del
Bohusläningen?
–quiso saber Gösta, cuyo cerebro ya iba componiendo el rompecabezas–. ¿El hijo de Frans Ringholm?

–Frans es mi abuelo –se apresuró a aclarar Per, lleno de orgullo–. Es más chulo que nadie. Hasta ha estado en la cárcel, pero ahora trabaja en política. Estarán en las próximas elecciones y llegarán a gobernar y echarán de la comarca a todos los inmigrantes de mierda.

–¡Per! –gritó Carina horrorizada antes de volverse a los policías.

–Está en la edad, ya se sabe, de buscar modelos y probar distintos papeles… Y, desde luego, su abuelo no ejerce una buena influencia sobre él, claro. Kjell le tiene prohibido que lo vea.

–Sí, lo que vosotros digáis –masculló Per–. Y el tío ese que guardaba todas esas cosas nazis se llevó su merecido. Lo oí hablar con mi padre cuando vino a buscarme, y le contó un montón de mierda, le dijo que podía darle material de primera para sus artículos sobre los Amigos de Suecia y, sobre todo, de mi abuelo. Ellos pensaban que yo no los oía, pero sé que quedaron en verse más tarde. Puto traidor, comprendo que el abuelo se avergüence de mi padre –soltó Per con odio en la voz.

¡Plas! Resonó la bofetada de Carina. En el silencio que generó el chasquido, madre e hijo se quedaron mirándose con tanto odio como sorpresa. Carina se ablandó finalmente.

–Perdón, perdona, cariño. No era mi intención… Yo… Perdóname. –Intentó abrazar a su hijo, pero él la apartó con brusquedad.

–Fuera, borracha asquerosa. ¡No me toques! ¿Me oyes?

–Bueno, bueno, vamos a ver si nos tranquilizamos. –Gösta se irguió y clavó una mirada severa en Carina y en su hijo–. No creo que lleguemos mucho más lejos ahora. Por el momento te puedes ir, Per. Pero… –miró inquisitivo a Martin, que asintió con un gesto imperceptible–. Pero llamaremos a los servicios sociales por este asunto. Hemos visto cosas que nos inquietan y pensamos que tendrán que estudiarlas con detenimiento. Y la investigación sobre las agresiones seguirá su curso.

–¿Es necesario? –preguntó Carina con voz temblorosa y sin la menor energía. Gösta tuvo la impresión de que una parte de su ser experimentaba cierto alivio al saber que alguien cogería las riendas de la situación.

Cuando Per y Carina hubieron salido de la comisaría, uno al lado del otro, pero sin mirarse, Gösta fue con Martin a su despacho.

–Bueno, ya tenemos algo en lo que pensar –comenzó Martin al tiempo que se sentaba en su puesto.

–Pues sí –convino Gösta. Se mordió el labio balanceándose ligeramente sobre los talones.

–Ummm, parece que tienes algo que decir, ¿me equivoco?

–Sí, bueno, algo tengo… –Gösta tomó impulso. Llevaba varios días rumiando una idea imprecisa en su subconsciente, y durante el interrogatorio cayó en la cuenta de qué se trataba. La cuestión era cómo formularlo. A Martin no iba a gustarle lo más mínimo.

Se quedó un buen rato en el porche, dudando. Al final llamó a la puerta. Herman le abrió casi en el acto.

–Así que has venido.

Axel asintió. Se quedó justo en la puerta.

–Entra. No le he dicho que vendrías. No sabía si se iba a acordar.

–¿Tan mal está? –Axel se compadecía del hombre que tenía delante. Herman parecía cansado. No debía de ser fácil.

–¿Es el clan? –preguntó Axel señalando las fotos del vestíbulo. A Herman se le iluminó el semblante.

–Sí, toda la panda.

Axel examinó las fotografías con las manos cruzadas a la espalda. Solsticios de verano y cumpleaños, Navidad y un día cualquiera. Un batiburrillo de gente, de niños, de nietos. Por un instante, se permitió reflexionar sobre cómo habrían sido las fotos con que habría cubierto sus paredes, si hubiera tomado alguna. Instantáneas de sus días en el despacho. Montañas infinitas de papeles. Cenas incontables con personalidades políticas y otras personas con el poder suficiente para hacer cosas. Amigos, pocos, de haber alguno. No eran muchos los que aguantaban. Los que soportaban la caza permanente, la urgencia de encontrar siempre a otro más de los que andaban ahí fuera. Delincuentes que disfrutaban de una vida inmerecidamente regalada. Otro más de los que tenían las manos manchadas de sangre y que, aun así, gozaban del privilegio de poder acariciar a sus nietos con esas mismas manos, precisamente. ¿Cómo iban a compararse familia, amigos, una vida normal, con el impulso de esa fuerza? La mayor parte de su vida ni siquiera se detuvo a pensar si había algo que añorase. Y era tan grande la recompensa cuando el trabajo daba su fruto… Cuando tras años de búsqueda en los archivos, años de entrevistas con personas cuya memoria empezaba a fallar, se lograba que los culpables cayeran en las redes de su pasado y se enfrentasen a la justicia. Esa recompensa era tan superior que neutralizaba la añoranza de una vida normal. O, al menos, eso había creído él siempre. Sin embargo, ahora que se veía ante las fotografías de Herman y Britta, se preguntó por un instante si no había cometido un error al conceder prioridad a la muerte antes que a la vida.

–Son muy bonitas –aseguró Axel dándoles la espalda a las instantáneas. Siguió a Herman hasta la sala de estar y se paró en seco al ver a Britta. Pese a que él y Erik habían vivido de forma más o menos permanente en Fjällbacka a lo largo de todos aquellos años, hacía decenios desde la última vez que la vio. No hubo motivos para que sus vidas se cruzaran.

Voló al pasado con la memoria a una velocidad arrolladora. Aún era hermosa. En realidad, siempre fue mucho más guapa que Elsy, a la que más bien podía calificarse de bonita, pero Elsy poseía un brillo interior y una amabilidad con los que no podía competir la belleza superficial de Britta. Aunque algo había cambiado con los años. Ya no se apreciaba ni rastro de la dureza y la frialdad que Britta irradiaba antaño; ahora proyectaba una imagen de calidez maternal. Una madurez que, sin duda, le había otorgado el paso del tiempo.

–¿Eres tú? –dijo levantándose del sofá–. ¿De veras que eres tú, Axel? –Britta le tendió ambas manos y él se las cogió emocionado. Habían transcurrido tantos años… Una cantidad ingente de años. Sesenta. Toda una vida. De joven, jamás imaginó que el tiempo pasaría tan rápido. Las manos que ahora tenía entre las suyas estaban arrugadas y llenas de pecas diminutas. El cabello ya no era oscuro, sino de un bello color gris plata. Britta lo miró serena a los ojos.

–Me alegro de verte de nuevo, Axel. Has envejecido bien.

–Qué curioso, yo estaba pensando lo mismo de ti –aseguró Axel con una sonrisa.

–Vamos, vamos, sentémonos a charlar un poco. Herman, ¿puedes preparar café?

Herman asintió y se dirigió a la cocina, donde se lo oía trajinar desde la sala de estar. Britta se sentó en el sofá. Aún tenía en la suya la mano de Axel, que se sentó a su lado.

–Vaya, Axel, y pensar que nosotros también nos haríamos viejos… Jamás lo habríamos imaginado, ¿verdad? –dijo ladeando la cabeza. Aún conservaba parte de sus gestos coquetos de juventud, constató Axel encantado.

–Has hecho mucho bien todos estos años, según tengo entendido –continuó Britta escrutándolo con una mirada que él evitó.

–Bien, lo que se dice bien, no sé. Hice lo que había que hacer. Hay cosas que no se pueden ocultar bajo la alfombra –observó antes de callar bruscamente.

–Tienes razón, Axel –convino Britta en tono grave–. Tienes razón.

Se quedaron sentados en silencio, contemplando la bahía, hasta que Herman apareció con café y unas tazas en una bandeja de flores.

–Aquí tenemos el café.

–Gracias, querido –dijo Britta. Axel sintió que se le encogía el corazón al ver cómo se miraban. Y se dijo que, gracias a su trabajo, había contribuido a llevar la paz a multitud de personas que habían tenido la satisfacción de ver cómo los fantasmas que las torturaban se enfrentaban por fin a la justicia. Eso también era una especie de amor. No personal, no físico, pero amor a fin de cuentas.

Como si le hubiese leído el pensamiento y mientras le ofrecía una taza de café, Britta le preguntó:

–¿Has tenido una buena vida, Axel?

Era una pregunta con tantas dimensiones, con tantas capas, que no sabía cómo responderla. Recreó en su mente la imagen de Erik y sus amigos en la biblioteca de casa, sin penas, sin preocupaciones. Elsy, con aquella sonrisa dulce y aquel trato afable. Frans, que siempre hacía que se sintieran como caminando de puntillas al borde de un volcán, pero que también escondía una faceta frágil y delicada. Britta, ahora tan diferente a como se la veía entonces. Britta, que había usado su belleza como un escudo y a la que él había juzgado como un cascarón vacío, sin contenido por el que interesarse. Y quizá fuese así entonces. Pero los años habían llenado aquel cascarón y ahora su interior resplandecía claramente. Y Erik. El recuerdo de Erik le dolía tanto que su cerebro sólo deseaba apartarlo. Pero allí, sentado en la sala de estar de Britta, Axel se obligó a ver a su hermano tal y como era entonces, antes de la llegada de los tiempos difíciles. Sentado ante el escritorio de su padre. Con los pies apoyados en la mesa. Con el cabello castaño siempre algo alborotado y con aquella expresión distraída que lo hacía parecer mayor de lo que era. Erik. Querido, querido Erik.

Axel comprendió que Britta esperaba una respuesta. Se obligó a regresar del «entonces» e intentó encontrarla en el «ahora». Pero, como de costumbre, ambas líneas temporales se hallaban trenzadas sin remedio y los sesenta años transcurridos se entremezclaban en su memoria para formar un revoltijo de personas, encuentros y sucesos. Le temblaba la mano que sostenía la taza. Finalmente, dijo:

–No lo sé. Creo que sí. Tan buena como he merecido.

–La mía sí lo ha sido, Axel. Y hace mucho, mucho tiempo que decidí que me la merecía. Tú también deberías pensar así.

La mano empezó a temblarle con más fuerza aún y el café salpicó el sofá.

–Oh, lo siento… es que…

Herman se levantó como un rayo.

–No pasa nada, iré a buscar un trapo.

Al cabo de un instante, volvió de la cocina con un paño de cuadros azules humedecido y lo aplicó presionando sobre el sofá.

Britta soltó un lamento y Axel se sobresaltó.

–¡Vaya, mi madre se va a enfadar! Es su mejor sofá. Qué mala pata.

Axel miró inquisitivo a Herman, que respondió frotando la mancha con más ímpetu.

–¿Crees que saldrá? Mi madre se pondrá furiosa conmigo.

Britta balanceaba la cabeza sin cesar, observando angustiada los esfuerzos de Herman por eliminar la mancha de café. Este se incorporó y le rodeó los hombros con el brazo.

–Funcionará, querida. No dejaré ni rastro de la mancha, te lo prometo.

–¿Seguro? Porque, si mi madre se enoja, puede que se lo diga a mi padre y entonces… –Britta se mordía los nudillos del puño cerrado.

–Te prometo que la limpiaré. Tu madre no se enterará.

–Qué bien. Eso está muy bien –se alegró Britta, ya más relajada. Luego, se puso tensa de nuevo y, mirando fijamente a Axel, le preguntó:

–¿Y tú quién eres? ¿Qué quieres?

Axel miró a Herman buscando una explicación.

–Es algo que va y viene –dijo sentándose junto a Britta y dándole palmaditas para calmarla. La mujer escrutaba a Axel con insistencia, como si su cara le resultase irritante, burlona, escurridiza. Luego le agarró fuertemente la mano a Axel y adelantó la cabeza acercándose a él.

–Me llama a gritos, ¿sabes?

–¿Quién? –preguntó Axel combatiendo el impulso de retirar la cara, la mano, todo el cuerpo.

Britta no respondió, pero Axel oyó sus propias palabras como un eco.

–Hay cosas que no se pueden ocultar debajo de la alfombra –le susurró Britta despacio, con la cara a tan sólo unos centímetros de la cara de Axel.

Él retiró bruscamente la mano y miró a Herman, al otro lado de la cabellera cenicienta de Britta.

–Ya lo estás viendo –observó Herman con voz cansina–. Y ahora, ¿qué hacemos?

–¡Adrian! ¡Esto no puede ser! –Anna sudaba intentando ponerle la ropa, pero el pequeño había desarrollado la táctica de escurrirse como una anguila hasta la perfección y resultaba imposible ponerle ni un calcetín. Ella intentaba sujetarlo mientras le ponía los calzoncillos, pero el niño se liberó y empezó a corretear por la casa muerto de risa.

–¡Adrian! ¡Vamos, hombre! Por favor, que ya no puedo más. Vamos a ir con Dan a Tanumshede. A comprar. Y podrás echar un vistazo a los juguetes en Hedemyrs –propuso para tentarlo, consciente, no obstante, de que el soborno no era seguramente el mejor modo de abordar aquella crisis. Pero ¿qué hacer?

–¿Todavía no habéis terminado? –preguntó Dan bajando la escalera y viendo a Anna sentada en el suelo, en medio de un montón de ropa, mientras Adrian corría como un rayo por la habitación–. La clase empieza dentro de media hora, tengo que irme ya.

–Sí, claro, pues por qué no lo haces tú –le espetó Anna arrojándole la ropa de Adrian. Dan la miró extrañado. Desde luego, no podía decirse que últimamente hubiese estado de buen humor, pero claro, quizá no fuese tan raro. La empresa de fundir dos familias exigía más de lo que ambos habían imaginado.

–Ven, Adrian –dijo Dan agarrando al pequeño salvaje desnudo que seguía correteando–. Vamos a ver si sigo teniendo buena mano. –Le puso los calzoncillos y los calcetines con una facilidad inesperada, pero luego la cosa se paró. Adrian probó su capacidad de escurrimiento con Dan y se negó de plano a dejarse meter en los pantalones. Dan hizo un par de intentos con mucha calma, hasta que también se le agotó la paciencia–. ¡Adrian, estate QUIETO!

El pequeño se detuvo asombrado. Luego se le encendieron las mejillas y gritó:

–¡Tú NO eres mi padre! ¡Fuera! ¡Quiero a mi padre! ¡Papáaaaaa!

Aquello era más de lo que Anna podía soportar. Todos los recuerdos de Lucas, del espantoso período en el que vivió prisionera en su propia casa, acudieron a su mente y las lágrimas se abrieron paso y le anegaron los ojos. Subió corriendo las escaleras y se desplomó en la cama, donde se abandonó al llanto incontrolado.

Un minuto después sintió en la espalda una mano dulce.

–Pero, cariño, ¿qué te pasa? No ha sido para tanto, ¿no? Es obvio que la situación es nueva para él y nos está poniendo a prueba. Y, además, te aseguro que lo suyo no es nada para lo que era Belinda de pequeña. Comparado con ella, no es más que un aficionado. En una ocasión, me sentía ya tan harto de que opusiera tanta resistencia cuando la vestía, que la saqué a la calle sólo con las braguitas. Claro que, entonces, Pernilla se enfadó una barbaridad. Después de todo, estábamos en diciembre… Aunque no la dejé allí más de un minuto, me arrepentí enseguida…

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