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Authors: Camilla Läckberg

Las huellas imborrables (28 page)

BOOK: Las huellas imborrables
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–Todo es distinto cuando nacen los hijos –observó Patrik, en parte como una constatación, pero también como una pregunta.

–¿No me digas? –ironizó Karin–. Fui una ingenua, desde luego. No tenía ni la más remota idea del trabajo que supone, ni de las exigencias que nos impone el hecho de tener un hijo, ni… bueno, que no es fácil llevarlo todo sola. A veces me siento como si yo hiciera todo el trabajo pesado, las noches en vela, los pañales, juego con él, le doy de comer, lo llevo al médico cuando se pone enfermo. Y luego aparece Leif por casa y Ludde lo recibe como si fuera Papá Noel. Y me parece tan injusto…

–Pero ¿a quién recurre Ludde cuando se hace daño? –preguntó Patrik.

Karin sonrió.

–Tienes razón, entonces es a mí a quien busca. Así que supongo que sí, algo significará para él que sea yo quien se pasa las noches con él en brazos. Pero no sé… me siento como engañada. No era esta la idea. –Lanzó un suspiro y le enderezó a Ludde el gorrito, que se le había ladeado dejando una orejilla al descubierto.

–Yo debo decir que está siendo mucho más agradable y divertido de lo que jamás imaginé –declaró Patrik, aunque comprendió que acababa de decir una tontería en cuanto reparó en la mirada penetrante de Karin.

–Y Erica, ¿opina lo mismo? –preguntó en tono cortante. Patrik comprendía a qué se refería.

–No, la verdad es que no. O, al menos, no antes –precisó Patrik, que sintió un nudo en el estómago al recordar lo pálida y lo tristona que anduvo Erica durante los primeros meses de vida de Maja.

–Quizá se deba a que Erica se vio expulsada de la vida adulta y se quedaba en casa con Maja mientras tú acudías al trabajo todas las mañanas, ¿no?

–Pero yo le ayudaba en todo lo que podía –se defendió Patrik.

–Le ayudabas, sí –puntualizó Karin adelantándose con el cochecito cuando llegaron al tramo más angosto de la calle que conducía a Badholmen–. Existe una diferencia asquerosamente abismal entre ser «el que ayuda» y ser el que carga con la responsabilidad última. No es tan sencillo averiguar cómo calmar a un bebé que llora inconsolable, cómo y cuándo tienen que comer y cómo entretenerse uno mismo y al bebé cinco días a la semana, como mínimo, por lo general sin otra compañía adulta. Es muy distinto ser el director ejecutivo de la Compañía Bebé, y no ser más que un peón que aguarda órdenes.

–Pero, tampoco puedes culpar de todo a los padres –objetó Patrik empujando el cochecito por la empinada pendiente–. Por lo que tengo entendido, es frecuente que las madres no quieran cederles el control a los padres, y cuando estos cambian un pañal, resulta que lo han hecho mal, y si le dan de comer, es que no cogen bien el biberón, y cosas así. Así que no creo que los padres tengamos siempre tan fácil eso de ser el director ejecutivo, como tú dices.

Karin guardó silencio unos minutos. Luego miró a Patrik y le dijo:

–¿A ti te pareció que Erica se comportaba así cuando estaba en casa con Maja? ¿Que no te permitía compartir el control? –Karin aguardó tranquilamente la respuesta.

Patrik se lo pensó un buen rato hasta que, finalmente, tuvo que admitir:

–No, no fue el caso de Erica. Más bien me daba la sensación de que para ella era un alivio dejar de ser la responsable absoluta por un momento. Cuando Maja lloraba y yo intentaba consolarla, era estupendo saber que, por mucho que llorase, en un momento dado podía dársela a Erica; que, si yo no lograba calmarla, ella tendría que hacerlo. Y, desde luego, era mejor irse al trabajo por la mañana, porque así siempre era una delicia llegar a casa y jugar con Maja.

–Claro, puesto que tú ya tenías tu dosis de actividad adulta –concluyó Karin con aspereza–. ¿Cómo van las cosas ahora? Quiero decir, ahora que la responsabilidad es tuya. ¿Funciona bien?

Patrik reflexionó un instante, pero se vio obligado a negar con un gesto.

–Realmente no, no puedo decir que haya sacado un sobresaliente en mi período de baja paternal, por ahora. Pero no es tan fácil. Erica trabaja en casa y ella es la que sabe dónde está todo y… –volvió a menear la cabeza.

–Sí, eso me suena. Cuando Leif está en casa, siempre me hace a gritos la misma pregunta: «¡Kaaaarin! ¿Dónde están los pañales?». A veces me pregunto cómo funcionáis los hombres en el trabajo, puesto que en casa ni siquiera conseguís recordar dónde se guardan los pañales.

–Bueno, ya está bien, ríndete –bromeó Patrik dándole un codazo–. Tampoco somos tan inútiles. Al menos, dadnos un voto de confianza. Hace tan sólo una generación, los hombres apenas habían cambiado un pañal cuando tenían hijos pequeños, y en mi opinión, hemos llegado bastante lejos desde entonces. Lo que ocurre es que no resulta fácil cambiar ese tipo de cosas así, en un abrir y cerrar de ojos. Nuestros padres fueron nuestros modelos, los que nos marcaron y, bueno, cambiar las cosas lleva su tiempo. Pero hacemos lo que podemos.

–Tú, quizá –repuso Karin de nuevo con tono de amargura–. Leif no hace lo que puede.

Patrik no dijo nada. No había nada que decir. Y cuando se despidieron en Sälvik, a la altura del club de vela Nordeviken, iba triste y meditabundo. Durante mucho tiempo, deseó que Karin fuese desgraciada, como castigo por su traición. Pero ahora le infundía muchísima pena.

La llamada telefónica recibida en la comisaría hizo que todos se lanzaran a los coches. Como de costumbre, Mellberg masculló una excusa y se apresuró a volver a su despacho, pero Martin, Paula y Gösta bajaron por la calle Affärsgatan, en dirección al instituto de Tanumshede. Tenían instrucciones de dirigirse al despacho del director y, puesto que no era la primera vez que visitaban el centro, a Martin no le costó nada encontrarlo.

–¿Qué ha ocurrido? –observó a los presentes, entre los que se encontraba un adolescente enfurruñado, sentado en una silla flanqueado por el director y por otros dos hombres que, según supuso Martin, serían profesores.

–Per ha agredido a uno de los alumnos –declaró el director con amargura al tiempo que se sentaba en el borde de la mesa–. Estupendo que hayáis podido venir tan rápido.

–¿Cómo está el alumno? –preguntó Paula.

–Tiene muy mala pinta. Ahora se halla bajo los cuidados de la enfermera del instituto y la ambulancia está en camino. He llamado a la madre de Per, que no debería tardar en llegar. –El director lanzó a Per una mirada iracunda, pero el chico le respondió bostezando indiferente.

–Tendrás que acompañarnos a comisaría –le dijo Martin indicándole que se levantara antes de volverse al director–. Intente localizar a su madre antes de que llegue aquí. De lo contrario, dígale que siga hasta la comisaría. Mi colega, Paula Morales, se quedará interrogando a los testigos de la agresión.

Paula asintió confirmándole al director las palabras de Martin.

–Me pondré a ello de inmediato –aseguró saliendo del despacho.

Per seguía exhibiendo la misma expresión de indiferencia cuando, unos minutos más tarde, recorría el pasillo detrás de los policías. Un nutrido grupo de alumnos curiosos se había concentrado allí, y Per reaccionó a su expectación con una sonrisa descarada y con un corte de mangas.

–Malditos cretinos –murmuró.

Gösta le lanzó una mirada de reprobación.

–Más vale que cierres la boca hasta que lleguemos a la comisaría.

Per se encogió de hombros, pero obedeció. El resto del breve trayecto hasta la planta baja de la comisaría, que alojaba tanto a la policía como al parque de bomberos, el muchacho fue mirando por la ventanilla sin pronunciar una sola palabra.

Una vez en su destino, lo dejaron en una sala a la espera de que llegara su madre. De repente, sonó el teléfono de Martin. Escuchó con interés lo que le decían y luego se volvió a Gösta con cara de extrañeza.

–Era Paula –explicó–. ¿Sabes quién es el chico que ha sufrido la agresión?

–No, ¿alguien a quien conocemos?

–Vaya si lo conocemos. Es Mattias Larsson, uno de los dos chicos que hallaron el cadáver de Erik Frankel. Ahora van camino del hospital, así que tendremos que posponer el interrogatorio.

Gösta no hizo ningún comentario sobre la información que acababa de recibir, pero a Martin no le pasó inadvertida la palidez del colega.

Diez minutos más tarde Carina cruzaba la puerta de la comisaría y, jadeante, preguntaba por su hijo en recepción. Annika le indicó el despacho de Martin.

–¿Dónde está Per? ¿Qué ha pasado? –hablaba como si tuviera el llanto detenido en la garganta y estaba visiblemente destrozada. Martin le estrechó la mano y se presentó. Las formalidades y los rituales conocidos solían templar los nervios. Y así funcionó también en esta ocasión. Carina repitió la pregunta, pero en un tono mucho más calmado, y se sentó en la silla que Martin le ofrecía. Cuando se sentó en la suya, al otro lado del escritorio, constató con una mueca apenas perceptible que reconocía muy bien el perfume que desprendía la mujer: olía a alcohol revenido. Era un aroma inconfundible, muy fácil de reconocer. Claro que cabía la posibilidad de que hubiese estado en una fiesta la noche anterior. Pero abrigaba sus dudas, ya que las facciones de la mujer aparecían laxas y ligeramente hinchadas, como las de un alcohólico.

–Per está detenido por agresión. Según el informe que tenemos del instituto, golpeó a un compañero en el patio del centro.

–¡Ay, Dios mío! –se agarró fuertemente al brazo de la silla–. ¿Cómo…? El chico al que… –No fue capaz de concluir la frase.

–En estos momentos, va camino del hospital. Al parecer ha salido muy mal parado.

–¿Pero qué… por qué? –atinó a preguntar tragando saliva y meneando la cabeza.

–Eso es lo que pensábamos averiguar. Per está en una de las salas de interrogatorio y, con su permiso, querríamos hacerle unas preguntas.

Carina asintió.

–Por supuesto –respondió volviendo a tragar saliva.

–Bien, en ese caso, vamos a hablar con Per. –Martin precedió a Carina al salir del despacho. Se detuvo en el pasillo y dio unos golpecitos en la puerta de Gösta–. Vente, vamos a charlar un rato con el chico.

Carina y Gösta se estrecharon la mano cortésmente y los tres se encaminaron a la habitación donde Per se esforzaba en simular que estaba profundamente aburrido. Sin embargo, por un instante se le cayó la máscara al ver entrar a su madre. No demasiado, un leve estremecimiento en la comisura del ojo. Un temblor imperceptible de la mano. Luego se obligó a adoptar la expresión indiferente de antes y volvió la vista a la pared.

–Per, ¿qué has hecho, Per? –La voz de Carina se quebró del todo mientras se sentaba junto a su hijo. Intentó rodearlo con el brazo, pero él se lo sacudió de encima sin responder a su pregunta.

Martin y Gösta se sentaron enfrente de Per y Carina, y Martin puso en marcha la grabadora que tenían delante. La fuerza de la costumbre lo había impulsado a hacer uso del bloc y el bolígrafo, que ahora dejó sobre la mesa. Luego, dijo en voz alta la fecha y la hora y carraspeó un poco, antes de preguntar:

–Bueno, Per, ¿podrías contarnos qué pasó? Por cierto, Mattias va en la ambulancia camino del hospital, por si te interesa saberlo.

Per exhibió una sonrisa y su madre le dio un codazo.

–¡Per! Responde ahora mismo. Y por supuesto que te interesa saberlo, ¿a que sí?

La voz de la mujer volvía a quebrarse y su hijo seguía sin querer mirarla siquiera.

–Déjelo, si va a responder –intervino Gösta guiñándole un ojo a Carina con la intención de tranquilizarla.

Reinó el silencio un instante, mientras todos aguardaban a que el chico se pronunciara. Luego ladeó la cabeza y explicó:

–Bah, estaba diciendo un montón de mierdas.

–¿Qué clase de «mierdas»? –preguntó Martin con voz afable–. ¿No podrías ser un poco más concreto?

Un nuevo silencio. Y luego:

–No, bueno, intentó ligarse a Mia contándole un montón de mentiras, Mia es como la santa Lucía del instituto, lo pilláis, ¿sí? , y lo oí pavonearse de lo guay que había sido cuando él y Adam entraron en la casa del tío y lo encontraron muerto, y que nadie más se atrevió a entrar, decía. Y vamos, hay que joderse, se les ocurrió la idea después de que yo hubiese estado allí. Me escuchaban con los ojos como platos cuando les conté todas las cosas flipantes que tenía el viejo. Cualquiera lo pilla, ¿no? , que ellos no se habrían atrevido a entrar allí los primeros. Menudos gilipollas.

Per se echó a reír y Carina bajó la vista avergonzada. A Martin le llevó varios segundos comprender el verdadero alcance de las palabras de Per. Al cabo de un instante, preguntó despacio:

–¿Te refieres a la casa de Erik Frankel? ¿En Fjällbacka?

–Claro, y al viejo que Mattias y Adam encontraron muerto. Que tenía todos esos chismes nazis. Tenía montones de cosas nazis –observó Per con el entusiasmo pintado en la cara–. Yo había pensado volver con los colegas para llevarme algunas, pero entonces llegó el viejo, me encerró y llamó a mi padre y…

–Espera, espera un momento –lo interrumpió Martin levantando las manos–. Vamos con calma. ¿Estás diciendo que Erik Frankel te sorprendió cuando intentabas robarle? ¿Y que te encerró?

Per asintió.

–Yo pensaba que no estaba en casa y entré por una ventana del sótano. Pero bajó cuando yo ya estaba en la habitación en la que tenía todos esos libros y toda esa mierda, así que cerró la puerta y echó la llave. Y luego me obligó a decirle el número de mi padre y lo llamó.

–¿Usted lo sabía? –le preguntó Martin a Carina.

La mujer asintió despacio.

–Aunque no lo he sabido hasta hace un par de días. Kjell, mi ex marido, no me lo había contado. Hasta entonces, no tenía ni idea. Y no comprendo por qué no le diste mi número, Per. ¡En lugar de mezclar a tu padre en esto!

–Tú no ibas a entender nada de todos modos –repuso Per, mirando por primera vez a su madre–. Tú te pasas el día tumbada empinando el codo y pasando de todo lo demás. Como ahora, por cierto, ¿sabes que apestas a borracho rancio? –A Per volvían a temblarle las manos igual que cuando entraron en la habitación, y perdió el control por un instante.

Los ojos que Carina clavó en su hijo se inundaron de lágrimas. Aún llorando, dijo con voz queda:

–¿Es eso cuánto tienes que decir de mí, después de todo lo que he hecho por ti? Te traje al mundo y te he vestido y te he cuidado todos estos años, mientras tu padre pasaba de nosotros. –Y, dirigiéndose a Martin y a Gösta–: Un buen día, se largó, sencillamente. Cogió sus cosas y se largó. Resultó que se lo había montado con una joven de veinticinco años a la que había dejado embarazada, y nos dejó a Per y a mí sin mirar atrás un segundo. Empezó una nueva vida con una nueva familia, sin más, y a nosotros nos abandonó como si fuéramos basura.

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