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Authors: Camilla Läckberg

Las huellas imborrables (30 page)

BOOK: Las huellas imborrables
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Anna no se reía. Al contrario, lloraba más aún y le temblaba todo el cuerpo entre tantos sollozos.

–Pero, cariño, ¿qué pasa? Si no paras, me voy a preocupar de verdad. Sé que has pasado por muchas dificultades, pero con esto vamos a poder entre los dos. Es sólo que todos los implicados necesitan algo de tiempo. Luego, se calmarán los ánimos. Tú… Tú y yo… sabremos salir adelante juntos.

Anna se dio la vuelta con la cara enrojecida por el llanto y se medio incorporó en la cama.

–Ya… ya lo sé… –balbució mientras intentaba controlar las lágrimas–. Ya lo sé… y no comprendo por qué… me he puesto así… –Dan le acarició la espalda despacio hasta que dejó de llorar.

–Es que… estoy… un poco hipersensible… No comprendo… Sólo me pongo así cuando… –Anna se interrumpió en mitad de la frase y se quedó mirando a Dan con la boca abierta.

–¿Qué? –preguntó él intrigadísimo–. ¿Sólo te pones así cuando qué?

Anna asintió despacio, con los ojos muy abiertos.

–Sólo me pongo así cuando estoy… embarazada.

En la habitación se hizo un silencio absoluto, que vino a interrumpir una vocecilla desde el umbral.

–Ya me he vestido. Yo solito. Soy un niño grande. ¿Nos vamos a la tienda de juguetes?

Dan y Anna se quedaron mirando a Adrian, que irradiaba orgullo. Y así era. Claro que los bolsillos del pantalón habían quedado detrás y el jersey estaba del revés. Pero se había puesto toda la ropa. Él solito.

Olía bien desde el vestíbulo. Mellberg entró esperanzado en la cocina. Rita lo había llamado poco antes de las once para preguntarle si quería ir a almorzar con ella, porque
Señorita
había expresado su deseo de jugar con
Ernst
. Mellberg no cuestionó en absoluto que el perro le hubiese comunicado sus deseos a la dueña. Había cosas que se aceptaban como el maná del cielo.

–Hola otra vez. –Johanna estaba al lado de Rita, ayudándole a picar verduras. Aunque con alguna dificultad, ya que la barriga la obligaba a mantenerse a cierta distancia de la encimera.

–Hola, ¿qué tal? ¡Qué bien huele aquí! –exclamó Mellberg olisqueando el aire.

–Estamos preparando chili con carne –explicó Rita al tiempo que se le acercaba y le plantaba un beso en la mejilla. Mellberg controló el impulso de llevarse la mano allí donde ella había puesto los labios y se sentó ante la mesa, que estaba puesta para cuatro personas.

–¿Viene alguien más? –preguntó mirando a Rita.

–Mi pareja viene a almorzar a casa –dijo Johanna masajeándose los riñones.

–¿Por qué no te sientas? –sugirió Mellberg sacando una silla–. Eso debe de pesar mucho.

Johanna siguió su consejo y se sentó a su lado resoplando.

–Ni te lo imaginas. Pero, por suerte, pronto dejaré de cargar con ello. Va a ser un alivio indecible liberarme de esto –reconoció pasándose la mano por la barriga.

–¿Quieres tocarla? –le propuso a Mellberg al ver cómo la miraba.

–¿Puedo? –preguntó Mellberg bobalicón. Él no supo de la existencia de su hijo Simon hasta que este llegó a la adolescencia, así que esa faceta de la paternidad era para él un misterio.

–Aquí, mira, está dando pataditas. –Johanna le cogió la mano y la puso en el lado izquierdo de la barriga.

Mellberg se estremeció al sentir una fuerte patada en la mano.

–¡Demonios! No está nada mal. ¿Y no te hace daño? –quiso saber sin apartar la vista de la barriga y sin dejar de notar las patadas.

–No mucho. Resulta un tanto incómodo a veces, cuando estoy durmiendo. Mi pareja cree que será futbolista.

–Sí, yo también lo creo –convino Mellberg; le costaba retirar la mano. Aquella experiencia suscitaba en él una serie de extrañas sensaciones que le era difícil definir. Añoranza, fascinación, nostalgia… No lo sabía con certeza.

–¿Tiene el padre algún talento para la pelota que dejar en herencia? –preguntó riéndose. Ante su asombro, su pregunta sólo recibió silencio por respuesta. Alzó la vista y se encontró con la mirada perpleja de Rita.

–Pero Bertil, ¿no sabías que…?

En ese momento, se abrió la puerta.

–¡Qué bien huele, mamá! –se oyó una voz desde la entrada–. ¿Qué es? ¿Tu chili ese tan rico?

Paula entró en la cocina y el asombro que reflejaba su cara igualaba perfectamente al de Mellberg.

–¿Paula?

–¿Jefe?

Y entonces el cerebro de Mellberg hizo clic y las piezas encajaron de pronto. Paula, que acababa de mudarse con su madre. Rita, que también acababa de mudarse. Y los ojos oscuros de ambas. Mira que no haberse dado cuenta antes… Las dos tenían exactamente los mismos ojos. Sólo había una cosa que no acababa de…

–Así que ya conoces a mi pareja –dijo Paula rodeando a Johanna con sus brazos. Miró a Mellberg como a la expectativa, como retándolo a decir o a hacer lo que no debía.

Rita lo vigilaba tensa con el rabillo del ojo. Tenía en la mano una cuchara de madera, pero había dejado de remover el contenido de la olla, a la espera de su reacción. Mil pensamientos se agitaban en su mente. Mil prejuicios. Mil cosas que había dicho a lo largo de los años, sobre las que quizá no había meditado en exceso… Ahora, de repente, comprendió que aquel era uno de esos instantes de la vida en los que hay que decir lo correcto, hacer lo correcto. Se jugaba demasiado y, con los ojos oscuros de Rita vigilándolo, comentó tranquilamente:

–No sabía que ibas a ser madre. Y tan pronto. Pues te felicito. Y Johanna ha sido tan amable que me ha dejado que toque al diablillo que lleva en la barriga y estoy de acuerdo con tu teoría, creo que será jugador de fútbol.

Paula se quedó inmóvil otros dos segundos, rodeando a Johanna con los brazos y con la mirada fija en la de Mellberg, intentando averiguar si había un ápice de ironía, algún sentido oculto en lo que acababa de decir. Luego se relajó y sonrió.

–¿A que es emocionante notar las patadas? –Fue como si toda la habitación hubiese implosionado de alivio.

Rita empezó enseguida a remover la olla y observó entre risas:

–Pues no es nada en comparación con las patadas que dabas tú, Paula. Recuerdo que tu padre solía bromear conmigo diciendo que parecía que quisieras salir por otra vía distinta de la habitual.

Paula besó a Johanna en la mejilla y se sentó a la mesa. No podía ocultarlo, miraba a Mellberg con extrañeza. Él, por su parte, se sentía terriblemente satisfecho consigo mismo. Seguía pensando que dos féminas juntas era una cosa rara, y lo del bebé hizo que empezara a echar humo cavilando. Tarde o temprano tendría que satisfacer su curiosidad sobre ese particular… Pero bueno. Había dicho lo que tenía que decir y, para asombro suyo, pensaba realmente lo que dijo.

Rita puso la olla en la mesa y los animó a servirse. La mirada que le dedicó a Mellberg fue la prueba definitiva de que había hecho lo correcto.

Aún recordaba la sensación de la tensa piel de la barriga bajo la palma de la mano y las patadas del piececillo.

–Llegas justo para el almuerzo. Precisamente, iba a llamarte. –Patrik probó la sopa de tomate con una cucharilla de té y puso la cacerola sobre la mesa.

–¡Vaya, qué lujo! ¿A qué se debe? –Erica entró en la cocina, se puso detrás de él y le dio un beso en la nuca.

–No te habrás creído que eso es todo, ¿verdad? O sea, que habría bastado con preparar el almuerzo para impresionarte, ¿no? Mierda, en ese caso, he fregado, he limpiado la sala de estar y he cambiado la bombilla rota del aseo sin ayuda. –Patrik se dio la vuelta y la besó en los labios.

–Cualquiera que sea la droga que consumes, yo también quiero un poco –aseguró Erica con expresión inquisitiva–. ¿Y dónde está Maja?

–Dormida, desde hace quince minutos. De modo que podremos almorzar tranquilos solos tú y yo. Y luego, cuando hayamos terminado, tú te vas zumbando arriba a trabajar y yo me encargo de la cocina.

–Vaaaale… Pues esto empieza a asustarme –reconoció Erica–. O bien has despilfarrado todos nuestros ahorros, o bien me vas a confesar que tienes una amante, o bien te han fichado para el programa espacial de la NASA y te dispones a revelarme la noticia de que vas a pasarte un año entero por el espacio… O bien unos
aliens
han secuestrado a mi marido y tú no eres más que un híbrido entre humano y robot…

–¿Cómo es posible que hayas adivinado lo de la NASA? –preguntó Patrik con un guiño. Partió un poco de pan, que puso en una cesta, y se sentó a la mesa frente a Erica–. No, la verdad es que el paseo de hoy con Karin me hizo reflexionar y… bueno, se me ocurrió que podría ofrecer en casa mejor servicio de comedor. Pero no cuentes con este trato para siempre, no te garantizo que no recaiga…

–Vamos, que lo único que hay que hacer para que tu marido te ayude más en casa es prepararle una cita con su ex mujer. Pues es una información que debo difundir entre mis amigas…

–Ummm, ¿a que sí? –dijo Patrik soplando sobre la cuchara llena de sopa–. Aunque lo de hoy no era una cita, a decir verdad. Y me parece que no lo está pasando muy bien. –Patrik le refirió en pocas palabras lo que Karin le había contado. Erica asentía. Aunque Karin parecía tener menos apoyo en casa del que ella había tenido, su situación le resultaba familiar.

–Y a ti, ¿cómo te ha ido? –se interesó Patrik sorbiendo un poco la sopa de tomate.

A Erica se le iluminó la cara.

–He encontrado un montón de información estupenda. No te creerías la de cosas emocionantes que ocurrieron en Fjällbacka y sus alrededores durante la Segunda Guerra Mundial. Había contrabando constante con Noruega, contrabando de comida, noticias, armas, personas. Y aquí llegaron tanto desertores alemanes como noruegos de la resistencia. Y no hay que olvidar el riesgo de las minas, hubo una serie de pesqueros y de cargueros que se hundieron con sus tripulaciones al chocar con una mina. ¿Y sabes que, a las afueras de Dingle, derribaron un avión alemán? En 1940, la defensa aérea sueca abrió fuego contra un avión, cuyos tres tripulantes murieron. Y yo jamás había oído hablar de ello siquiera. Creía que la guerra había pasado de largo, inadvertida, salvo por los racionamientos y eso.

–Vaya, veo que estás totalmente atrapada por el tema –rio Patrik mientras le servía un poco más de sopa.

–Pues sí. ¡Y eso que todavía no te lo he contado todo! Le pedí a Christian que buscara también información en la que apareciesen mi madre y sus amigos. En realidad, no tenía ninguna esperanza de encontrar nada, eran tan jóvenes… Pero mira esto… –dijo Erica con voz trémula mientras iba en busca del maletín. Lo puso encima de la mesa y sacó un grueso fajo de papeles.

–¡Vaya, no es precisamente poco lo que traes!

–No. Me he pasado tres horas leyendo sin parar –aseguró Erica sin dejar de hojear los artículos con los dedos temblorosos. Al final encontró lo que buscaba.

–¡Aquí! ¡Mira! –Señaló un artículo ilustrado con una fotografía a página completa en blanco y negro.

Patrik cogió el artículo y lo examinó atentamente. Lo primero que atrajo su atención fue la foto. Cinco personas. Alineadas. Entornó los ojos para distinguir mejor el pie de foto y reconoció cuatro de los nombres: Elsy Moström, Frans Ringholm, Erik Frankel y Britta Johansson. Pero el quinto no lo había oído jamás. Un muchacho, aparentemente de la misma edad que los otros cuatro, llamado Hans Olavsen. Leyó en silencio el resto del artículo mientras Erica no le quitaba la vista de encima.

–¿Y bien? ¿Qué me dices? No sé lo que significa, pero no puede ser casualidad. Mira la fecha. Llegó a Fjällbacka casi el mismo día que mi madre dejó de escribir el diario. ¿A que sí? ¡No puede ser casualidad! ¡Esto tiene que significar algo! –Erica iba y venía por la cocina, absolutamente entusiasmada.

Patrik volvió a inclinarse sobre la fotografía. Examinó a los cinco jóvenes. Uno de ellos muerto, asesinado, sesenta años más tarde. Una sensación en la boca del estómago le decía que Erica tenía razón. Aquello tenía que significar algo.

La cabeza de Paula era un torbellino de ideas mientras caminaba de regreso a la comisaría. Su madre había mencionado que había conocido durante los paseos a un hombre muy agradable al que, además, había conseguido llevar al curso de salsa. Pero lo que jamás se habría imaginado es que dicho hombre fuese su jefe. Y no era exageración decir que no le hacía ninguna gracia. Mellberg era casi el único hombre en la tierra con el que no le gustaría que formase pareja su madre. Aunque no podía por menos de admitir que había encajado la información sobre ella y Johanna extraordinariamente bien. Sorprendentemente bien. No en vano, su principal argumento en contra del traslado a Tanumshede había sido justo la estrechez de miras. A Johanna y a ella ya les había costado bastante que las aceptasen como a una familia en Estocolmo. Y en un pueblo tan pequeño… En fin, podía resultar una catástrofe. Pero lo habló con Johanna y con su madre, y llegaron a la conclusión de que, si no funcionaba, siempre podían volver a Estocolmo. Aunque, hasta el momento, todo había ido mucho mejor de lo esperado. Ella se encontraba muy a gusto en la comisaría, su madre había conseguido organizar sus cursos de salsa y había encontrado un trabajo de media jornada en el supermercado Konsum y, pese a que Johanna estaba de baja por el momento y luego empezaría la baja maternal, que duraría una temporada, ya había hablado con una de las empresas locales, que estaba muy interesada en contar con refuerzos en el departamento financiero. Al ver la expresión de Mellberg cuando ella entró en la cocina y abrazó a Johanna, sintió por un instante que todo se vendría abajo como un castillo de naipes. Allí, allí mismo habría podido arruinarse su existencia. Pero Mellberg las sorprendió. Quizá no fuese tan imposible como ella creía.

Paula intercambió unas palabras con Annika, que estaba en la recepción, y llamó a la puerta de Martin antes de entrar en su despacho.

–¿Qué tal ha ido?

–¿Lo de la agresión? Pues sí, confesó, no tenía muchas más alternativas. Se ha ido a casa con su madre, pero Gösta ya está dando información puntual a los servicios sociales. No parece que tenga un entorno familiar favorable.

–No, claro, así suele ser –convino Paula al tiempo que se sentaba.

–Lo interesante del asunto es que el origen del suceso parece hallarse en el hecho de que Per entró en casa de Erik Frankel la primavera pasada.

Paula enarcó una ceja, pero no interrumpió a Martin.

Una vez que el colega le hubo referido la historia, ambos guardaron silencio un instante.

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