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Authors: Camilla Läckberg

Las huellas imborrables (50 page)

–¿Y qué tal le va a Karin? –se interesó Erica esforzándose por usar el tono más neutro posible.

Patrik tardó unos segundos en responder. Luego dijo:

–No lo sé. Parece… triste. No creo que las cosas hayan resultado como ella esperaba, y ahora se encuentra en una situación que… no, no sé. La verdad es que me da un poco de pena.

–¿Se arrepiente de haberte perdido? –quiso saber Erica aguardando tensa la respuesta. En realidad, nunca habían hablado de su matrimonio con Karin, y las pocas veces que intentó preguntarle algo, Patrik respondió en tono seco y con monosílabos.

–No, no lo creo. O bueno… no sé. Creo que lamenta lo que hizo, y que yo los sorprendiera como los sorprendí. –Se rio y su voz resonó con un punto de amargura al recrear en la mente una imagen que llevaba mucho tiempo sin recordar y que creía superada–. Pero no sé… El que hiciera lo que hizo dependió en gran medida de que ya no estábamos del todo bien.

–¿Y tú crees que ahora se acuerda de aquello? –insistió Erica–. A veces tenemos tendencia a magnificar las cosas al cabo del tiempo.

–Sí, claro, a mí me parece que lo recuerda. Seguro que sí –afirmó, aunque un tanto dudoso–. Bueno, ¿y cuál es el plan para mañana? –dijo para cambiar de tema.

Erica comprendió que esa era su intención y decidió respetarlo.

–Estaba pensando en ir a casa de Axel y hablar con él. Y llamar al censo y a las autoridades tributarias, para preguntar por Hans.

–Oye, oye, ¿y tú no ibas a escribir un libro? –rio Patrik, aunque sonó un tanto preocupado.

–Aún tengo tiempo de sobra para eso, sobre todo cuando ya he hecho la mayor parte del trabajo de investigación. Y me cuesta concentrarme en el libro mientras no me libre de esta idea fija, así que tú déjame…

–Vale, vale –aceptó Patrik con las manos en alto, como si acabara de rendirse–. Ya eres mayorcita y sabes distribuir el tiempo. La pequeña y yo nos ocupamos de lo nuestro, y tú, de lo tuyo. –Se levantó y le dio un beso a Erica en la cabeza al pasar a su lado.

–Voy a construir otra obra de arte. Había pensado en una copia del Taj Mahal en tamaño natural.

Erica meneó la cabeza riéndose. A veces se preguntaba si el hombre con el que se había casado no estaría loco de remate. Lo más probable, se dijo.

Anna la divisó de lejos. Una figura menuda y solitaria en el extremo de uno de los pontones. No había salido con la intención de ir en busca de Belinda, pero en cuanto la vio, al bajar la loma de Galärbacken, decidió que debía ir a hablar con ella.

Belinda no la oyó llegar. Estaba sentada fumándose un cigarro y tenía al lado un paquete de Gula Blend y una caja de cerillas.

–Hola –la saludó Anna.

Belinda se sobresaltó. Miró el cigarrillo que tenía en la mano como sopesando por un instante si esconderlo, pero finalmente resolvió llevárselo a los labios con gesto rebelde antes de dar una buena calada.

–¿Me das uno? –preguntó Anna sentándose a su lado.

–¿Pero tú fumas? –dijo Belinda extrañada, aunque le ofreció el paquete.

–Fumaba. Fui fumadora durante cinco años. Pero mi… exmarido… A él no le gustaba –dijo por decir algo. Al principio, en una ocasión en que Lucas la sorprendió fumando a escondidas, le apagó el cigarrillo en el pliegue interior del codo. Aún se apreciaba vagamente la cicatriz.

–No le dirás nada de esto a mi padre, ¿verdad? –preguntó Belinda con descaro agitando el cigarrillo. Aunque luego añadió un sumiso «por favor».

–Si tú no te chivas de lo mío, yo no me chivo de lo tuyo –le aseguró Anna cerrando los ojos mientras aspiraba el humo de la primera calada.

–¿De verdad que vas a fumar? Por lo del niño… digo… –observó Belinda sonando de pronto como una ancianita indignada.

Anna rompió a reír.

–Este será el primer cigarrillo y el último que me fume durante el embarazo, te lo prometo.

Guardaron silencio un rato soltando el humo hacia las aguas del mar. Ya se había esfumado del todo el calor estival, ahora reemplazado por el crudo frío del mes de septiembre. Pero al menos no soplaba el viento, y el agua yacía reluciente ante ellas. El puerto aparecía desolado, con tan sólo unos barcos en los amarraderos en lugar de, como en verano, dobles hileras de embarcaciones.

–No es fácil, ¿verdad? –continuó Anna sin apartar la vista del mar.

–¿El qué? –soltó Belinda con acritud, aún insegura de qué actitud adoptar.

–Ser pequeño. Y casi adulto al mismo tiempo.

–Bah, ¿y qué sabrás tú de eso? –replicó Belinda arrojando una piedrecilla al agua de una patada.

–No, claro, yo nací con la edad que tengo ahora –rio Anna dándole a Belinda un empujón cómplice en el costado. Anna vio recompensado el gesto con una sonrisa leve, levísima, que, no obstante, desapareció enseguida. Anna la dejó tranquila; que ella decidiera el ritmo. Permanecieron en silencio varios minutos, hasta que Anna vio con el rabillo del ojo que Belinda empezaba a mirarla.

–¿Tienes muchas náuseas?

Anna asintió.

–Como un turón mareado en un barco.

–¿Y por qué iba un turón a marearse en barco? –resopló Belinda.

–¿Por qué no? ¿Tienes pruebas de que los turones no se mareen a bordo? En ese caso, quiero pruebas. Porque yo me siento así, exactamente, como un turón mareado.

–Bah, estás de broma –repuso Belinda, sin poder evitar la risa.

–Bueno, bromas aparte, me encuentro fatal.

–Mi madre lo pasó fatal con Lisen. Yo era lo bastante mayor para recordarlo. Estaba… Perdón, tal vez no debería hablar de cuando mi madre y mi padre… –Guardó silencio, un tanto avergonzada, echó mano de otro cigarrillo y lo encendió cubriéndolo con las manos.

–¿Sabes qué? No tengo ningún inconveniente en que hables de tu madre. Puedes hablar de ella todo lo que quieras. No me plantea ningún problema que Dan haya tenido su vida antes de conocerme a mí. Además, en esa vida os tuvo a vosotras tres. Con tu madre. Así que créeme, no tienes por qué sentirte como si estuvieras traicionando a tu padre por querer a tu madre. Y te prometo que no me tomaré a mal que hables de Pernilla. Lo más mínimo. –Anna posó una mano en la mano que Belinda tenía apoyada en el muelle. Al principio, la muchacha pareció seguir el impulso de retirarla, pero luego la dejó. Al cabo de unos segundos, Anna levantó la mano y cogió otro cigarrillo. Serían dos los palitos venenosos de este embarazo. Pero luego, se acabó. Se acabó por completo.

–A mí se me da estupendamente echar una mano con los niños pequeños –aseguró Belinda mirando a Anna a la cara–. Cuando Lisen era pequeña, ayudé un montón a mi madre.

–Sí, Dan me lo ha contado. Me dijo que tu madre y él casi tenían que mandarte a la calle a jugar, porque preferías quedarte cuidando a tu hermanita. Y, además, me dijo que lo hacías fenomenal, o sea, que espero poder contar con algo de ayuda para la primavera. Te reservaré todos los pañales de caca –prometió dándole otro empujón en el costado a Belinda, que, en esta ocasión, se lo devolvió risueña.

Con la sonrisa en los ojos, repuso:

–Lo siento, sólo aceptaré pañales de pipí.
Deal?
–preguntó ofreciéndole la mano.


Deal
. Los de pipí son para ti. –Luego añadió–: Los de caca, para tu padre.

Sus risas resonaron sobrevolando el puerto desolado.

Anna recordaría siempre aquel instante como uno de los mejores de su vida. El instante en que empezó el deshielo.

Axel estaba haciendo la maleta cuando llegó. La recibió en la puerta con una camisa en cada mano; de una de las puertas del pasillo colgaba un portatrajes.

–¿Se va de viaje? –se sorprendió Erica.

Axel asintió mientras colgaba las camisas con cuidado, para evitar que se arrugaran.

–Sí, tengo que volver al trabajo. Regreso a París el viernes.

–¿Y puede marcharse sin saber quién… ? –dejó la pregunta flotando en el aire, inconclusa.

–No tengo elección –respondió él con amargura–. Por supuesto que volveré a casa en el primer vuelo disponible tan pronto como la policía me necesite para lo que sea. Pero tengo que volver al trabajo. Y… no es muy constructivo que digamos pasarse los días sentado cavilando. –Se frotó los ojos con gesto cansino y Erica advirtió lo agotado que parecía. Era como si hubiese envejecido varios años desde la última vez que lo vio.

–Sí, puede que le siente bien apartarse un poco de todo esto –le dijo en tono amable. Luego vaciló un instante, pero al fin se atrevió–: Tengo unas preguntas que hacerle sobre varios temas que me gustaría comentar con usted. ¿Podríamos hablar unos minutos? Si se encuentra con fuerzas…

Axel asintió cansado, resignado, y la invitó a pasar. Erica se detuvo junto al sofá del porche donde se sentaron la última vez, pero en esta ocasión Axel la condujo hasta la sala.

–¡Qué habitación más bonita! –exclamó mirando a su alrededor sobrecogida. Era como entrar en un museo de un tiempo remoto. Todo en aquella estancia respiraba la atmósfera de los años cuarenta, y aunque estaba ordenada y limpia, flotaba en el ambiente un aroma a antigüedad.

–Sí, bueno, ni a mis padres ni a Erik ni a mí nos entusiasman los objetos modernos. Mis padres nunca emprendieron grandes reformas en la casa, y mi hermano y yo, tampoco. Además, a mí me parece que fue un período en el que había objetos muy hermosos, así que no veo la necesidad de cambiar ninguno de los muebles por otros más modernos y, para mi gusto, más feos –aseguró acariciando pensativo un escritorio elegantísimo.

Se sentaron en un sofá en tonos marrones. No era muy cómodo, sino que obligaba a quien lo usaba a mantenerse tieso y bien erguido.

–Quería preguntarme algo, ¿no? –inquirió Axel amable, aunque con un tono de impaciencia.

–Sí, eso es –respondió Erica un tanto avergonzada de repente. Era la segunda vez que iba a importunar a Axel Frankel con sus preguntas, cuando el hombre tenía muchas otras cosas por las que preocuparse… Pero, al igual que en la ocasión anterior, resolvió que, ya que se encontraba en su casa, bien podía solventar lo que la había llevado allí.

–Verá, he estado buscando documentación sobre mi madre y, por tanto, también sobre sus amigos: su hermano, Frans Ringholm y Britta Johansson.

Axel asintió, y giraba los pulgares mientras esperaba a que Erica continuase.

–Hubo una persona que se convirtió en parte del grupo.

Axel seguía en silencio.

–Hacia el final de la guerra, llegó a Fjällbacka un joven de la resistencia noruega a bordo del barco de mi abuelo… El mismo barco en el que sé que usted también viajó muchas veces.

Axel la miraba sin pestañear, pero Erica se percató de que se ponía tenso cuando la oyó mencionar aquellos viajes suyos a Noruega.

–Su abuelo era un buen hombre –aseguró Axel en voz baja al cabo de un instante, con las manos quietas sobre las rodillas–. Una de las mejores personas que he conocido jamás.

Erica no conoció a su abuelo y le encantó oír palabras tan elogiosas sobre su persona.

–Tengo entendido que cuando Hans Olavsen vino aquí en el barco de mi abuelo usted estaba prisionero. Él llegó en 1944 y, por lo que hemos averiguado, se quedó hasta poco después del final de la guerra.

–Perdone, ¿«hemos averiguado»? –la interrumpió Axel–. ¿Quiénes han averiguado? –interrogó en tono suspicaz.

Erica dudó un instante, antes de responder:

–Me refiero a la persona que me ha ayudado a documentarme, Christian, el bibliotecario de Fjällbacka. Sólo eso. –No quiso mencionar a Kjell y Axel pareció aceptar su explicación.

–Sí, entonces estaba prisionero –confirmó Axel, de nuevo un tanto rígido, como si todos los músculos del cuerpo recordasen de repente a qué los habían expuesto y reaccionasen encogiéndose.

–¿Llegó a conocerlo?

Axel negó con un gesto.

–No, cuando yo volví, él ya se había marchado.

–¿Y cuándo regresó usted a Fjällbacka?

–En junio de 1945, en los autobuses blancos.

–¿Los autobuses blancos? –preguntó Erica, aunque enseguida le acudió a la mente el recuerdo de algo que había aprendido en las clases de historia, y en lo que Folke Bernadotte estuvo involucrado en alguna medida.

–Fue una acción emprendida por Folke Bernadotte
*
–explicó Axel, confirmando así el vago recuerdo de Erica–. Organizó la retirada de prisioneros escandinavos de los campos de concentración alemanes. Eran autobuses blancos con cruces rojas pintadas en el techo y en los laterales, para que no los confundieran con objetivos militares.

–Pero ¿existía el riesgo de que los tomaran por objetivos militares cuando recogían a prisioneros después de finalizada la guerra? –preguntó Erica desconcertada.

Axel sonrió afable ante su ignorancia y empezó a girar los pulgares de nuevo.

–Los primeros autobuses empezaron a recoger presos ya en marzo y abril de 1945, tras una serie de negociaciones con los alemanes. Quince mil prisioneros regresaron a casa en ese viaje. Desde el fin de la guerra, recogieron a otros diez mil en mayo y junio. Yo vine con la última tanda. En junio de 1945. –El cúmulo de datos le otorgó un toque impersonal, pero bajo el tono distante de su voz Erica percibió el eco del horror vivido.

–Pero Hans Olavsen desapareció en junio de 1945. Es decir, debió de partir justo antes de que usted volviera, ¿no?

–Debió de ser cuestión de días –asintió Axel–. Pero me perdonarás si se me enturbia la memoria a la hora de recordar ese dato. Digamos que estaba muy… que estaba extenuado cuando volví.

–Sí, lo comprendo –dijo Erica bajando la mirada. Estar hablando con una persona que había visto los campos de concentración desde dentro le producía una sensación muy extraña–. ¿Le dijo su hermano algo de él? ¿Algo que recuerde? Cualquier cosa. En realidad, no tengo datos que lo confirmen, pero sí la sensación de que Erik y sus amigos salían a menudo con Hans Olavsen mientras estuvo en Fjällbacka.

Axel miró por la ventana, como intentando hacer memoria. Ladeó la cabeza y frunció ligeramente el ceño.

–Creo recordar que hubo algo entre el noruego y su madre, y espero que no le moleste que lo diga.

–En absoluto –aseguró Erica subrayando su respuesta con un gesto–. Hace una eternidad y, además, se trata de una información que ya tenía.

–Vaya, entonces no tengo la memoria tan endeble como a veces temo –repuso sonriendo y volviendo la vista hacia Erica–. Sí, estoy bastante seguro de que Erik me contó que entre Elsy y Hans hubo un romance.

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