Read Las huellas imborrables Online
Authors: Camilla Läckberg
–¿Y cómo reaccionó ella cuando él se marchó? ¿Recuerda cómo se comportó mi madre después?
–No mucho, la verdad. Aunque, claro, no era la misma muchacha a la que conoció su abuelo. Además, también ella se marchó muy pronto, para estudiar en una «escuela de hogar», creo que se llamaba, si mal no recuerdo. Y luego nos perdimos la pista. Cuando, un par de años más tarde, Elsy volvió a Fjällbacka, yo ya había empezado a trabajar en el extranjero y no venía mucho por aquí. Y Erik y ella tampoco mantuvieron el contacto, por lo que recuerdo. No es nada inusual. Eran amigos de niños y de adolescentes, pero luego, con la irrupción de la vida adulta y sus responsabilidades, la gente se va alejando. –Axel volvió a mirar por la ventana.
–Sí, comprendo lo que dice –reconoció Erica decepcionada. Tampoco Axel parecía poseer información sobre Hans–. ¿Y nadie mencionó nunca adónde se marchó el joven noruego? ¿No le dijo nada a Erik?
Axel meneó la cabeza excusándose.
–Lo siento muchísimo. De verdad que me gustaría ayudarle, pero, cuando volví, no era ni la sombra de mí mismo, y además, tenía otras cosas en las que pensar. Pero supongo que podrá dar con él consultando a las autoridades, ¿no? –sugirió queriendo infundirle esperanzas antes de ponerse de pie. Erica comprendió sus intenciones y se levantó también.
–Sí, ese será el paso siguiente. Con un poco de suerte, lo resolveré todo por esa vía. Tal vez no se mudara muy lejos, ¿quién sabe?
–Bueno, pues le deseo mucha suerte, de verdad –dijo Axel cogiéndole la mano–. Sé perfectamente lo importante que es el pasado para poder vivir en paz con el presente. Créame, lo sé. –Le dio una palmadita en la mano y Erica le sonrió, llena de gratitud al ver que intentaba consolarla.
–Por cierto, ¿ha sabido algo más de la medalla? –le preguntó cuando estaba a punto de abrir la puerta.
–No, por desgracia –negó Erica, que se sentía cada vez más abatida–. Hablé con un experto de Gotemburgo, pero se trata de una medalla demasiado común para poder rastrear en el pasado.
–Vaya, pues siento muchísimo no haberle sido de más ayuda.
–No se preocupe, era un tiro al aire –respondió ella despidiéndose.
Lo último que vio fue a Axel en el umbral, siguiéndola con la mirada. Le inspiraba mucha, muchísima pena aquel hombre. Pero algo de lo que había dicho le dio una idea. Erica echó a andar resuelta en dirección a Fjällbacka.
Kjell dudó antes de llamar. Delante de la puerta de su padre se sentía de nuevo como un niño asustado. Los vericuetos de la memoria lo trasladaron al pasado, a todas las ocasiones en que se halló ante las puertas imponentes de la cárcel, bien agarrado a la mano de su madre y tan asustado como esperanzado por ver a su padre. Porque al principio había esperanza. Añoraba a Frans. Lo echaba de menos. Sólo recordaba los buenos momentos, los breves períodos en que su padre se encontraba fuera de los muros de la cárcel, y cómo lo cogía en volandas, daban paseos por el bosque cogidos de la mano mientras él le hablaba de las setas, los árboles y los arbustos. Kjell pensaba que su padre lo sabía todo en este mundo. Sin embargo, por las noches tenía que taparse bien los oídos con el almohadón para mantenerse inaccesible a los ruidos de las disputas, aquellas horribles disputas llenas de odio que nunca parecían tener principio y que, por la misma razón, tampoco tenían fin. Sencillamente, su madre y su padre lo retomaban allí donde lo habían dejado la última vez que Frans iba a parar a la cárcel, y así continuaban en la misma línea, con las mismas peleas y los mismos golpes, una y otra vez, hasta la siguiente vez que la policía llamaba a su puerta y se llevaba a su padre.
Y así se fue esfumando la esperanza a medida que pasaban los años, hasta que, finalmente, sólo quedaba el miedo cuando se veía de nuevo en la sala de visitas, contemplando la expresión esperanzada de su padre. Y luego, el miedo se transformó en odio. En cierto sentido habría sido más fácil no tener que rememorar aquellos paseos por el bosque. Porque lo que engendraba el odio, lo que lo alimentaba, era la cuestión que siempre se planteaba de pequeño. ¿Cómo podía su padre preferir siempre lo otro antes que a él? En lugar de un mundo gris y frío que le arrebataba algo a la mirada de su padre cada vez que volvía.
Kjell aporreó la puerta, irritado por haberse dejado envolver en recuerdos.
–¡Sé que estás en casa! ¡Ábreme! –le gritó aguzando el oído. Luego oyó el ruido de la cadena y la puerta se abrió.
–Para protegerte de tus colegas, supongo –dijo Kjell con amargura colándose hacia el interior de la casa de Frans.
–¿Qué quieres esta vez? –preguntó Frans.
De repente lo sorprendió el aspecto que tenía su padre. Tan viejo, tan frágil. Luego ahuyentó ese pensamiento. El viejo era más duro que la mayoría. Seguramente, los sobreviviría a todos.
–Quiero que me proporciones cierta información –contestó entrando y sentándose en el sofá, sin que nadie lo hubiera invitado.
Frans se sentó en el sillón que había enfrente sin decir una palabra. A la espera.
–¿Qué sabes de un hombre llamado Hans Olavsen?
Frans se sobresaltó, pero recobró enseguida el control de sí mismo. Se arrellanó en el sillón con pose indolente y se apoyó el brazo en el reposabrazos.
–¿Por qué? –quiso saber mirando a su hijo a los ojos.
–Eso no te incumbe.
–¿Y por qué iba a ayudarte, con semejante actitud?
Kjell se inclinó de modo que se quedó a unos centímetros de la cara de su padre. Le clavó una larga e intensa mirada antes de decirle con total frialdad:
–Porque me lo debes. Debes aprovechar cualquier ocasión para ayudarme, por nimia que sea, si quieres reducir el riesgo de que baile sobre tu tumba el día que mueras.
Un destello fugaz brilló en los ojos de Frans. Un destello de algo perdido. Quizá los recuerdos de los paseos por el bosque y de un niño pequeño que unos brazos fuertes levantaban por los aires. Pero enseguida desapareció. Y mirando a su hijo, le dijo tranquilamente:
–Hans Olavsen era un joven noruego de la resistencia. Tenía diecisiete años cuando llegó a Fjällbacka. En 1944, creo. Luego se marchó, un año más tarde. Es cuanto sé.
–Mentira –dijo Kjell retrepándose en el sofá–. Sé que os visteis mucho con él tú, Elsy Moström, Britta Johansson y Erik Frankel. Y ahora resulta que dos personas de ese grupo han muerto asesinadas en el transcurso de dos meses. ¿No lo encuentras un tanto extraño?
Frans hizo caso omiso de la pregunta y preguntó a su vez:
–¿Y qué tiene que ver con eso el noruego?
–No lo sé, pero pienso averiguarlo –masculló Kjell apretando los dientes, en un intento por mantener a raya la rabia–. Así que dime, ¿qué más sabes de él? Háblame del tiempo que pasasteis juntos y qué ocurrió cuando se fue. Cada detalle que recuerdes.
Frans dejó escapar un suspiro y pareció hacer un esfuerzo por retrotraerse en el tiempo.
–Así que quieres detalles…Veamos qué soy capaz de recordar. Ah, sí, vivía en casa de los padres de Elsy, llegó en el barco de su padre.
–Eso ya lo sabía –replicó Kjell–. Quiero más.
–Consiguió trabajo en los buques que llevaban mercancías costa abajo, pero pasaba todo el tiempo libre con nosotros. En realidad, éramos dos años menores que él, pero eso no parecía importarle, lo pasábamos bien. Algunos más que otros –puntualizó. Era obvio que los sesenta años transcurridos no habían borrado la amargura que sintió entonces.
–Él y Elsy –declaró Kjell en tono seco.
–¿Cómo lo sabías? –preguntó Frans, sorprendido de que todavía le doliese el corazón ante el recuerdo de haberlos visto juntos. Sin duda, el corazón tenía mejor memoria que la cabeza.
–Lo sé y punto. Continúa.
–Pues sí, como decía. Él y Elsy se ennoviaron y, como seguramente sabrás, a mí no me hizo ninguna ilusión.
–No, eso no lo sabía.
–Pues así fue. Yo tenía debilidad por Elsy, pero ella lo eligió a él. Lo irónico era que Britta bebía los vientos por mí, pero a mí ella no me interesaba lo más mínimo. Claro que no me habría importado acostarme con ella, pero algo me decía que eso me acarrearía más molestias que satisfacciones, así que me abstuve.
–Qué gentil por tu parte –ironizó Kjell. Frans enarcó una ceja–. ¿Y qué sucedió después? Si Hans y Elsy estaban juntos, ¿por qué se marchó?
–Ya, bueno, es la historia más antigua del mundo, él le prometió lo que no se ha escrito y, después de la guerra, le dijo que iba a Noruega a buscar a su familia, y que volvería. Pero luego… –Frans se encogió de hombros y sonrió burlón.
–Tú crees que la engañó, ¿no?
–No lo sé, Kjell. De verdad que no lo sé. Hace sesenta años de eso, y éramos jóvenes. Quizá pensaba cumplir lo que le prometió a Elsy, pero se encontró en casa con una serie de obligaciones insoslayables. O quizá su única intención era largarse en cuanto se presentara la oportunidad. –Frans se encogió de hombros–. Lo único que sé es que se despidió de nosotros y que nos dijo que volvería en cuanto hubiese comprobado cómo estaba su familia. Y luego se marchó. Y, si quieres que te sea sincero, apenas he vuelto a pensar en él desde entonces. Sé que Elsy estuvo destrozada un tiempo, pero su madre la mandó interna a una escuela y a partir de ahí ignoro lo que sucedió. Para entonces, yo ya había abandonado Fjällbacka y… bueno, ya sabes lo que pasó después.
–Sí, claro que lo sé –respondió Kjell con un punto de amargura en la voz, recreando una vez más en su mente el gran portón gris de la cárcel.
–Pues eso, sencillamente, no entiendo por qué te interesa este asunto –repuso Frans–. El noruego vino y se marchó, y no creo que ninguno de nosotros haya tenido contacto con él desde entonces. Así que, ¿a qué viene tanto interés? –insistió mirando fijamente a Kjell.
–No puedo decírtelo –respondió el hijo enojado–. Pero si hay algo, llegaré hasta el fondo del asunto, créeme –añadió retando a su padre con la mirada.
–Te creo, Kjell, te creo –aseguró Frans con tono cansino.
Kjell observó la mano de su padre sobre el reposabrazos. Era la mano de un hombre viejo. Arrugada y huesuda y llena de pecas, encogida. Tan distinta de la mano que agarraba la suya durante los paseos por el bosque, que era fuerte, lisa, cálida en torno a su mano diminuta. Que era segura.
–Parece que será un buen año de setas –se oyó decir a sí mismo. Frans lo miró perplejo, antes de contestar con expresión afable:
–Sí, eso creo yo también, Kjell, eso creo yo también.
Hacía la maleta con disciplina militar. Tantos años viajando le habían enseñado lo importante que era no dejar nada al azar. Un pantalón colocado con premura significaría un penoso proceso de planchado en la minúscula mesa de planchar de la habitación del hotel. Un tubo de pasta de dientes mal cerrado acarrearía una pequeña catástrofe que lo obligaría a realizar una colada urgente. Así que todo lo que llevaba en la gran maleta había que colocarlo con suma precisión.
Axel se sentó en la cama. Era la misma habitación de cuando era niño, pero allí sí que había cambiado la decoración a lo largo de los años. Las maquetas de avión y los tebeos no le parecían adecuados para el dormitorio de un hombre adulto. Se preguntaba si volvería a aquella casa algún día. Le había resultado muy duro permanecer allí las últimas semanas. Al mismo tiempo, sentía que era su deber.
Se levantó y entró en la habitación de Erik, al fondo del largo pasillo de la primera planta. Axel entró y se sentó en el borde de la cama, sonriendo. Era un dormitorio repleto de libros. Por supuesto. Las estanterías atestadas, pilas de libros en el suelo, muchos de ellos con pequeñas notas adhesivas asomando por entre las páginas. Erik jamás se cansó de sus libros, de sus datos, sus fechas y de la realidad imperturbable que podían ofrecerle. Todo ello le facilitaba las cosas a su hermano. La realidad podía leerse sobre el papel. Nada de zonas grises, nada de divagaciones políticas ni de ambigüedades morales, que eran el pan nuestro de cada día en el mundo de Axel. Sólo hechos concretos. La batalla de Hastings en 1066. Napoleón muere en 1821. La rendición de Alemania en mayo de 1945. Axel alargó el brazo para coger un libro que seguía en la cama de Erik. Un grueso volumen sobre la reconstrucción de Alemania después de la guerra. Axel volvió a dejarlo sobre la cama. Lo sabía todo sobre el tema. Su vida llevaba sesenta años girando en torno a la guerra y sus secuelas. Aunque, seguramente y ante todo, había girado en torno a sí mismo. Erik era consciente de ello. Él señaló las carencias de la vida de Axel y las de su propia vida. Dio cuenta de ellas como si se tratase de fríos datos. Sin ningún trasunto sentimental, al menos en apariencia. Pero Axel conocía a su hermano lo bastante bien como para saber que, tras todos aquellos datos, había más sentimientos que en la mayoría de las personas a las que había conocido en su vida.
Se enjugó una lágrima solitaria que había empezado a resbalarle por la mejilla. Allí, en la habitación de Erik, todo se le presentaba de pronto con tanta claridad como él deseaba. Toda la vida de Axel se basaba en que no se dieran ambigüedades, había construido su existencia sobre lo correcto y lo incorrecto. Y se había erigido en un juez capaz de señalar a cuál de los dos equipos pertenecían las personas. Aun así, era Erik quien, en su pequeño mundo apacible de los libros, lo sabía todo sobre lo correcto y lo incorrecto. Axel siempre lo intuyó. Intuyó que su lucha por salir de la zona gris entre el bien y el mal quebrantaría más a su hermano que a él mismo.
Pero Erik luchó. Durante sesenta años, vio ir y venir a Axel, lo oyó hablar de las acciones emprendidas al servicio del bien. Permitió que se construyese una imagen en la que su hermano era quien todo lo enderezaba. Erik observaba, escuchaba en silencio. Lo miraba con ojos afables tras las gafas y lo dejaba vivir en su ilusión. Pero en algún lugar impreciso de su fuero interno, Axel siempre supo que no era a Erik a quien engañaba, sino a sí mismo.
Y ahora seguiría viviendo en esa mentira. Vuelta al trabajo. Vuelta a la laboriosa caza que debía continuar. No debía aminorar el ritmo, pronto sería demasiado tarde, pronto no quedaría con vida nadie capaz de recordar, ni quedaría con vida nadie a quien castigar. Pronto no quedarían más que los libros de historia como únicos portadores del testimonio de lo sucedido.
Axel se levantó y miró a su alrededor una vez más, antes de volver a su habitación. Aún le faltaba mucho para terminar de hacer el equipaje.