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Authors: Camilla Läckberg

Las huellas imborrables (53 page)

BOOK: Las huellas imborrables
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–Es decir, que Paul Heckel y Friedrich Hück son los nombres de dos soldados alemanes de la Primera Guerra Mundial enterrados en el cementerio de Fjällbacka, ¿no es eso?

–Sí –confirmó Erica preguntándose si debía continuar con la argumentación, pero Mellberg se le adelantó.

–O sea, que lo que estás diciendo es…

Erica tomó aire y miró a Patrik de reojo antes de proseguir:

–Lo que estoy diciendo es que, con toda probabilidad, en esa tumba hay un cadáver más. Creo que se trata del cadáver del joven noruego Hans Olavsen. Y, no sabría explicar cómo, pero diría que es la clave de los asesinatos de Erik y Britta.

Se hizo un espeso silencio. Nadie pronunciaba ni una palabra y los únicos ruidos que resonaban en el despacho de Mellberg eran los grititos de los juegos de Maja y de
Ernst
. Al cabo de unos instantes, Patrik tomó la palabra:

–Sé que puede parecer un despropósito, pero lo he estado hablando con Erica y creo que tiene mucha base lo que dice. Me es imposible presentar pruebas concretas, pero existen indicios suficientes. Y existen además muchas posibilidades de que los dos asesinatos tengan ahí su origen. No sé cómo ni sé por qué, pero el primer paso es averiguar si de verdad hay en esa tumba alguien más y, de ser así, cómo murió ese alguien y por qué fue a parar allí.

Mellberg no respondió. Cruzó las manos y estuvo reflexionando en silencio. Finalmente, exhaló un hondo suspiro.

–En fin, seguramente he perdido el juicio, pero creo que cabe la posibilidad de que tengáis razón. No puedo garantizar que lo consiga, ya sabéis que estamos a punto de alcanzar el récord en exhumaciones, y el juez se llevará las manos a la cabeza, pero voy a intentarlo. Es lo único que puedo prometer.

–Es lo único que pedimos –aseguró Erica tan esperanzada que pareció que quisiera abrazar a Mellberg.

–Bueno, bueno, calma. No creo que llegue a lograrlo, pero ya os digo que voy a intentarlo. Aunque, para eso, necesito que me dejéis trabajar.

–Nos vamos ahora mismo –dijo Patrik poniéndose de pie–. Comunícanos lo que consigas en cuanto sepas algo.

Mellberg no respondió, sino que los animó a salir con un gesto de la mano para emprender lo que, seguramente, sería la campaña de persuasión más difícil de toda su carrera.

Fjällbacka, 1945

Llevaba seis meses viviendo con ellos y tres sabiendo que se querían cuando sobrevino la catástrofe. Elsy estaba en el porche regando las flores de su madre cuando los vio aparecer escaleras arriba. Y lo comprendió en el mismo instante en que vio la expresión de amargura en sus rostros. A su espalda oía a su madre trajinando en la cocina y una parte de ella quería salir corriendo y llevársela de allí, apartarla, antes de que pudiera oír algo que Elsy sabía que no podría sobrellevar. Pero sabía que era inútil. Así que se acercó silenciosamente y abrió la puerta a los tres hombres de uno de los otros pesqueros de Fjällbacka.

–¿Está Hilma en casa? –preguntó el mayor de los tres, que Elsy sabía era el capitán del barco, les hizo una seña y los invitó a pasar. Los hombres precedieron la marcha hacia la cocina. Cuando Hilma se dio la vuelta y los vio, el plato que tenía en las manos se le cayó y se rompió en mil pedazos al estrellarse contra el suelo.

–No, no, Dios mío, no –se lamentó.

Elsy llegó justo a tiempo de coger a su madre antes de que se desplomara. Le ayudó a sentarse en una silla y la abrazó fuerte, mientras sentía como si le estuviesen arrancando el corazón. Los tres pescadores parecían turbados y daban vueltas sin cesar a las gorras que tenían en las manos, hasta que el capitán tomó la palabra.

–Fue una mina, Hilma. Lo vimos todo desde nuestro barco, y nos apresuramos a acudir, pero… no había nada que hacer.

–Oh, Dios mío –repitió Hilma sollozando–. Y todos los demás…

Elsy se asombró al ver que su madre, incluso en un momento como aquel, era capaz de pensar en otras personas, hasta que ella misma recreó la imagen de los demás tripulantes del barco de su padre. Hombres a los que conocían mucho y cuyas familias, justo en aquel instante, estaban recibiendo la misma noticia.

–Ninguno ha sobrevivido –contestó el capitán tragando saliva–. No han quedado del barco más que astillas, y estuvimos un buen rato buscando, pero no encontramos a nadie. Tan sólo al muchacho de Oscarsson. Aunque ya estaba muerto cuando lo subimos a bordo.

Las lágrimas corrían ya imparables por las mejillas de Hilma, que se mordía los nudillos para evitar que el grito hallara la salida desde su garganta. Elsy se tragaba el llanto e intentaba ser fuerte. ¿Cómo iba a sobrevivir su madre a aquello? ¿Cómo iba a superarlo ella misma? El generoso, el bueno de su padre. Siempre a punto con una palabra amable y una mano solícita. ¿Cómo iban a arreglárselas sin él?

Unos discretos golpecitos en la puerta vinieron a interrumpirlos y uno de los pescadores fue a abrir. Hans entró en la cocina con el semblante sombrío.

–He visto… a los hombres. Y he pensado… ¿Qué…? –Bajó la mirada. Elsy comprendió que temía molestar, pero le agradeció en silencio que hubiese ido a preguntar.

–El barco de mi padre ha chocado contra una mina –contó con la voz quebrada–. No ha sobrevivido nadie.

Hans casi perdió el equilibrio. Luego, se acercó al armario donde Elof guardaba las bebidas más fuertes y empezó a servir resuelto seis vasos que fue colocando en la mesa.

–Creo que nos vendrá bien un trago –declaró en su noruego cantarín, que, según pasaba el tiempo, se iba volviendo cada vez más sueco.

Todos cogieron los vasos menos Hilma. Elsy cogió uno muy despacio y se lo puso a su madre delante.

–Venga, tómatelo.

Hilma obedeció a su hija y, con mano temblorosa, se llevó el vaso a los labios y se tragó el contenido con una mueca de desagrado. Elsy le dio las gracias a Hans con la mirada. Le hacía bien no sentirse sola en aquel trance.

Una vez más, se oyeron los golpecitos en la puerta. En esta ocasión, fue Hans quien abrió. Eran las mujeres, que empezaban a llegar. Las mujeres, que también vivían bajo la amenaza de perder a sus maridos en la mar. Que comprendían lo que estaba pasando Hilma y que iba a necesitarlas cerca. Y acudían con comida y con manos diligentes y palabras de consuelo, que Dios dispone. Y todo eso ayudaba. No mucho, pero todas sabían que, un día, ellas necesitarían el mismo consuelo y por eso hacían cuanto estaba en su mano para mitigar el dolor de la hermana que ahora sufría la desgracia.

Con el corazón bombeando dolor, Elsy dio un paso atrás y vio cómo las mujeres se arremolinaban en torno a Hilma, mientras que los hombres que llevaron la noticia se inclinaban con pesadumbre y se marchaban, para ir a dar la misma noticia en otro lugar.

Cayó la noche y también Hilma, finalmente vencida por el sueño. Elsy yacía en su cama, con la mirada vacía fija en el techo, incapaz de asimilar lo sucedido. Veía ante sí el rostro de su padre. Él siempre había estado ahí. Siempre la escuchó, siempre habló con ella. Elsy siempre supo que era la niña de sus ojos. Ella tenía para él un valor que estaba por encima de todo lo demás. Y sabía que había intuido que algo estaba fraguándose entre ella y el joven noruego al que cada día apreciaba más. Pero los dejó tranquilos. Sin dejar de estar pendiente de ellos, pero dando al mismo tiempo su mudo beneplácito con la esperanza, quizá, de ver un día a Hans convertido en su yerno. Elsy pensaba que su padre no habría tenido nada en contra. Y Hans y ella respetaban tanto a su padre como a su madre. Se limitaron a besos robados y a abrazos comedidos, pero nada que les impidiera mirar a sus padres a la cara.

Pero ahora aquello ya no tenía la menor importancia. Era tan grande el dolor que sentía en el pecho que no podía soportarlo sola, así que se bajó despacio de la cama. Aún había algo en su interior que la hacía vacilar, pero el dolor le destrozaba el alma y la impulsaba a buscar el único alivio que sabía que podría obtener.

Bajó cautelosa las escaleras. Echó una ojeada al dormitorio de su madre cuando pasó ante la puerta y sintió una cuchillada en el pecho al comprobar lo menuda que se la veía sola en aquella cama. Pero al menos, dormía profundamente y el sueño le reportaba unas horas de consuelo ante la realidad.

La puerta de la casa emitió un leve chirrido cuando giró la manilla para abrirla. El aire de la noche era tan frío que le cortó la respiración cuando salió al porche tan sólo con el camisón, y casi le dolían las plantas de los pies descalzos al caminar sobre la escalinata de piedra. Bajó rápido y de puntillas hasta que se halló dudando ante su puerta. Pero la vacilación no duró más que un instante. El dolor la empujaba a buscar consuelo.

Él le abrió la puerta al primer golpe. Se hizo a un lado y la dejó entrar sin mediar palabra. Elsy entró y se quedó así, en camisón, mirándolo a los ojos, sin decir nada. Los ojos de Hans formularon una pregunta muda, que ella contestó cogiéndole la mano.

Por unos breves instantes maravillosos, Elsy logró olvidar el dolor que se le había instalado en el pecho.

Kjell se sentía extrañamente indignado tras la reunión con su padre. A lo largo de los años, había logrado controlar la situación, mantener el odio. Le había resultado tan fácil ver sólo lo negativo, centrarse únicamente en todos los errores que Frans había cometido cuando él era niño. Sin embargo, quizá no todo fuese blanco o negro. Sacudió los hombros para ahuyentar la idea. Era mucho más fácil no ver zonas grises, sólo aciertos y errores. Pero hoy había visto a Frans tan viejo y tan frágil… Y, por primera vez, Kjell cayó en la cuenta de que su padre no viviría eternamente, no permanecería allí como símbolo de su odio. Un día, su padre habría desaparecido y entonces se vería obligado a mirarse al espejo. En lo más hondo de su ser, sabía que el odio ardía con tanto vigor porque aún tenía la posibilidad de extender la mano, de dar el primer paso hacia la reconciliación. No quería hacerlo. No tenía el menor deseo de hacerlo. Pero ahí estaba la posibilidad, y eso siempre le había producido una sensación de poder. Sin embargo, el día que su padre muriera, sería demasiado tarde. Entonces sólo le quedaría una vida llena de odio. Y nada más.

Le temblaba un poco la mano cuando cogió el auricular para hacer unas llamadas. Cierto que Erica se había comprometido a ponerse en contacto con las autoridades, pero él no estaba acostumbrado a delegar en nadie. Más valía comprobarlo por uno mismo. Pero una hora y cinco llamadas más tarde, tanto a distintos lugares de Suecia como a Noruega, hubo de rendirse a la evidencia de que sus pesquisas no le habían proporcionado nada concreto. Ni que decir tiene que era difícil, cuando sólo tenían el nombre y la edad aproximada, pero siempre existía un camino. Aún no habían agotado todas las posibilidades, y había logrado recabar información tan fiable que ya no creía que el noruego se hubiese quedado en Suecia. De modo que sólo quedaba la alternativa más verosímil: que hubiese vuelto a su tierra cuando terminó la guerra y pasó el peligro.

Echó mano de la carpeta con los artículos y, de repente, cayó en la cuenta de que había olvidado enviarle un fax a Eskil Halvorsen con la fotografía de Hans Olavsen. Cogió el auricular una vez más para llamarlo y pedirle el número.

–Por desgracia, aún no he encontrado nada –se disculpó Halvorsen en cuanto Kjell se hubo presentado, pero este le explicó que no era ese el motivo por el que llamaba.

–Sí, una foto podría ser de gran ayuda. Puede enviármela al despacho de la universidad –propuso Halvorsen antes de indicarle el número, que Kjell anotó enseguida.

Acto seguido, le mandó la copia del artículo en la que se apreciaba mejor la cara de Hans Olavsen y se sentó de nuevo ante el escritorio. Esperaba que Erica hubiese conseguido algo. Él, por su parte, sentía que se había atascado por completo.

En ese momento, sonó el teléfono.

–Ha venido el abuelo –gritó Per hacia la sala de estar. Carina no tardó en aparecer en el vestíbulo.

–¿Puedo pasar un momento? –preguntó Frans.

Carina notó preocupada que no parecía el mismo de siempre. Y no es que ella hubiese abrigado nunca ningún sentimiento afable por el padre de Kjell, pero lo que había hecho por ella y por Per le había asegurado un puesto en la lista de personas hacia las que sentía gratitud.

–Sí, pasa –le dijo encaminándose a la cocina. La mujer advirtió que la escrutaba con detenimiento y, como respuesta a una pregunta no formulada, aseguró:

–Ni una gota desde la última vez que estuviste aquí. Per puede atestiguarlo.

Per asintió y se sentó a la mesa, enfrente de Frans, al que dedicó una mirada mezclada con un sentimiento rayano en la adoración.

–Vaya, ha empezado a crecerte el pelo –comentó Frans jocoso dándole al nieto una palmadita en la mollera rapada.

–Bah –repuso Per avergonzado, pero también él se pasó satisfecho la mano por la cabeza.

–Eso está bien –aprobó Frans–. Eso está bien.

Carina le hizo una tácita advertencia mientras medía los cacitos de café. Y Frans asintió levemente, como confirmándole que no pensaba hablar con Per de sus opiniones políticas.

Una vez hecho el café, Carina se sentó a la mesa y miró a Frans inquisitiva. Él bajó la vista hacia la taza y la nuera volvió a reparar en lo cansado que parecía. Pese a que, en opinión de Carina, Frans utilizaba sus fuerzas de forma equivocada, él siempre había sido a sus ojos el paradigma de la fortaleza. Ahora, en cambio, no era el de siempre.

–He abierto una cuenta a nombre de Per –contó Frans al cabo de un instante, aunque aún sin mirarlos a la cara–. Tendrá acceso a ella cuando cumpla veinticinco años, y ya he hecho un ingreso.

–¿De dónde…? –comenzó Carina, pero Frans la interrumpió alzando la mano y continuó–. Por razones en las que no quiero entrar, ni la cuenta ni el dinero se hallan en Suecia, sino en un banco de Luxemburgo.

Carina enarcó una ceja, aunque no le sorprendió lo más mínimo. Kjell siempre sostuvo que su padre tenía dinero escondido en alguna parte, dinero procedente de alguna de las actividades delictivas que lo habían llevado a la cárcel en tantas ocasiones.

–Pero ¿por qué… ahora? –preguntó.

Frans no parecía querer responder, pero, al final, añadió:

–Si algo me ocurriera, quiero que esto quede resuelto.

Carina guardó silencio. No quería saber más.

–¡Guay! –exclamó Per mirando a su abuelo con admiración–. ¿Cuánta pasta me toca?

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