Read Las huellas imborrables Online
Authors: Camilla Läckberg
Patrik volvió a reír y cerró la puerta. Lo último que vio por la rendija fue a Erica alargando el brazo para coger uno de los diarios.
Era incomprensible. Aquella guerra que parecía no acabar nunca había terminado por fin. Estaba sentada en la cama de Hans leyendo el periódico mientras trataba de obligar al cerebro a comprender el alcance de la palabra impresa en negro: «¡PAZ!».
Elsy sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas y tuvo que sonarse en el delantal, que aún llevaba puesto después de ayudar a su madre en la cocina.
–No puedo creerlo, Hans –dijo Elsy y sintió que la abrazaba más fuerte. También él estaba mirando el periódico y parecía incapaz de entender lo que estaban leyendo. Elsy miró un instante hacia la puerta, inquieta ante la posibilidad de que alguien los descubriese ahora que habían abandonado las precauciones y se veían a solas también durante el día. Pero Hilma había ido a casa de los vecinos, y no creía que ninguna otra persona viniese a molestarlos a aquella hora. Además, pronto tendría que contar lo suyo con Hans. Las faldas cada vez le quedaban más estrechas de cintura y aquella mañana le costó un mundo abrocharse el primer botón. Pero todo iría bien. Hans había reaccionado tal y como ella pensaba cuando, unas semanas atrás, le contó lo que le ocurría. Se le iluminaron los ojos, la besó y le puso la mano en el vientre. Luego, le aseguró que ya saldrían adelante. Él tenía trabajo y se ganaba la vida, y su madre lo apreciaba y, sí, claro, ella era muy joven, pero solicitarían la dispensa real para casarse. Ya lo arreglarían de algún modo.
Cada una de las palabras que Hans le decía aliviaba parte de la desazón que ella sentía en el alma a pesar de que lo quería y lo conocía bien y de que confiaba en él. Además, se mostraba tan tranquilo… Y le aseguró que su hijo sería el niño más querido del mundo y que ya se las ingeniarían con todos los aspectos prácticos. Quizá al principio se desencadenase una tormenta, pero si ellos dos se mantenían firmes, terminaría por amainar y al final tendrían la bendición de Dios y la de su familia.
Elsy apoyó la cabeza en su hombro. En aquel instante merecía la pena vivir la vida. La noticia del fin de la guerra y de la llegada de la paz se le extendió por el pecho caldeando el hielo que se le había formado por dentro con la muerte de su padre. Habría deseado que su padre hubiese podido vivir aquel momento. Si él y su barco hubiesen durado unos meses más… Ahuyentó tan lúgubres pensamientos. Dios, no el hombre, es quien dispone, y en algún lugar existía un plan que preveía todo aquello, así tenía que ser, por horrendo que se les antojase todo. Elsy confiaba en Dios, y confiaba en Hans, y esa confianza era un don que le permitía ver el futuro con esperanza.
No ocurría lo mismo con su madre. En los últimos meses, la preocupación de Elsy había ido en aumento. Hilma había encogido sin Elof. Se había reducido, y no le quedaba ya un ápice de alegría en los ojos. Cuando recibieron la noticia de la llegada de la paz, Elsy vio un atisbo de sonrisa en sus labios por primera vez desde que murió su padre. Quizá el hijo que ella esperaba le restituyera parte de la alegría de vivir, una vez superada la conmoción inicial. Claro que Elsy temía que su madre se avergonzara de ella, pero había acordado con Hans que se lo revelarían lo antes posible, de modo que pudiesen organizarlo todo debidamente antes de que naciese el bebé.
Elsy cerró los ojos y sonrió, sentada como estaba, con la cabeza apoyada en el hombro de Hans, inhalando su aroma, que tan bien conocía.
–Quisiera ir a mi país a ver a los míos, ahora que ha terminado la guerra –comentó Hans acariciándole el pelo–. Pero sólo estaré fuera unos días, así que no tienes de qué preocuparte. No pienso huir de ti –bromeó besándole la cabeza.
–Más te vale –lo previno Elsy con una amplia sonrisa–. Porque te perseguiría hasta los confines de la tierra si lo hicieras.
–Te creo –aseguró él riendo. Luego, adoptó una expresión grave–. Sólo son un par de cosas las que tengo que arreglar ahora que puedo volver a Noruega.
–Parece algo serio –observó Elsy incorporándose para mirarlo a la cara–. ¿Temes que le haya ocurrido algo a tu familia?
Hans guardó silencio un instante, antes de responder.
–Eso es lo que no sé. Hace tanto tiempo que no sé nada de ellos… Pero no me iré enseguida, sino dentro de una semana o así, y, cuando quieras darte cuenta, ya estaré de vuelta.
–Me parece bien –convino Elsy volviendo a apoyar la cabeza en su hombro–. Porque no quiero estar lejos de ti.
–No será necesario –le aseguró Hans besándole de nuevo el cabello–. No será necesario nunca.
Hans cerró los ojos y la abrazó más fuerte aún. Entre ambos estaba el periódico. En la primera página una sola palabra: «PAZ».
Resultaba extraño. La semana anterior reparó por primera vez en la realidad de que su padre no era inmortal. Y el jueves pasado, la policía llamó a su puerta para comunicarle que había fallecido. Le sorprendió cómo le afectaba la noticia. Comprobar que le daba un vuelco el corazón y que, si extendía la mano, recordaba la sensación de cuando era niño y se la daba a su padre, una mano pequeña en otra grande, y de cómo esas dos manos fueron separándose poco a poco. En ese momento comprendió que había sentido todo el tiempo algo más fuerte que el odio. La esperanza. Era lo único que había sobrevivido, lo único que había logrado coexistir sin ahogarse con el odio exterminador que le inspiraba su padre. El amor había muerto hacía tiempo, pero la esperanza se había escondido en un rincón minúsculo del corazón, oculta incluso para él mismo.
Cuando se vio en el vestíbulo, después de despedir a los policías y cerrar la puerta, sintió que la esperanza, visible de pronto, había quedado al descubierto y, con ella, un dolor tal que le nubló la vista. Porque, de algún modo, el niño que llevaba dentro no había dejado de añorar a su padre; ni de confiar en que hubiera algún camino que pudiera franquear los muros que ambos habían construido. Ese camino había quedado ahora inaccesible. Los muros, en cambio, seguían allí erosionándose, impidiendo cualquier posibilidad de reconciliación.
Se había pasado el fin de semana intentando que su cerebro aceptase el hecho de que su padre estaba muerto. Desaparecido para siempre. Y, además, muerto por su propia mano. Y, por más que él siempre intuyó que sería un final adecuado para una vida tan destructiva, le costaba asimilarlo.
El domingo fue a ver a Carina y a Per. Los había llamado el mismo jueves para contarles lo sucedido, pero no fue capaz de ir a verlos hasta después de haber ordenado sus propios pensamientos y las imágenes que, a raíz del acontecimiento, desfilaron por su retina. Cuando llegó a casa de Carina quedó profundamente sorprendido. Había algo radicalmente distinto en el ambiente, aunque al principio no supo a qué atribuirlo con exactitud. Al cabo de unos instantes, exclamó atónito: «¡Estás sobria!». Y no quiso decir que lo estuviera de manera momentánea, justo entonces, porque así ya la había visto con anterioridad, aunque no muy a menudo, sino que, de forma instintiva, comprendió que algo había cambiado. Leyó en los ojos de Carina un sosiego, una determinación que habían reemplazado la expresión de animal herido que había adoptado desde que él la abandonó y que lo llenaba de remordimientos. También Per parecía cambiado. Estuvieron hablando de lo que sucedería después del juicio por la agresión, y su hijo lo sorprendió con su aplomo y sus razonamientos sobre cómo se enfrentaría a la situación. Cuando Per se marchó a su habitación, Kjell se armó de valor y preguntó qué había ocurrido y, con creciente perplejidad, oyó a Carina contar la visita que les había hecho su padre. Y cómo, según su ex mujer, había conseguido con éxito aquello en lo que Kjell llevaba diez años fracasando.
Eso lo empeoró todo, pues le confirmó lo razonable de esa esperanza que ahora le socavaba el pecho. Porque su padre ya no estaba. ¿Qué esperanza le quedaba ahora?
Kjell se colocó junto a la ventana de su despacho y contempló la calle. Por un momento desnudó su conciencia y se permitió por primera vez examinarse con la misma luz cruel bajo la cual había juzgado siempre a su padre. Y lo que vio lo llenó de temor. Claro, la traición que el cometió con los suyos no fue tan llamativa, tan imperdonable a los ojos de la sociedad. Pero ¿fue por ello una traición menor? En absoluto. Había abandonado a Carina y a Per. Los había dejado en el arroyo como si fueran un saco de despojos. Y también a Beata la traicionó. De hecho, la traicionó incluso antes de que comenzase su relación con ella. Nunca la quiso. Sólo quiso lo que ella representaba entonces, en un instante de debilidad en el que sintió que necesitaba lo que ella podía darle. Pero a ella nunca la quiso. Y en honor a la verdad, ni siquiera le gustaba. No como Carina. No como la primera vez que la vio sentada en aquel sofá, con el vestido amarillo y la cinta a juego en el pelo. Y también había traicionado a Magda y a Loke. Porque la vergüenza de haber abandonado a un hijo había cerrado todas las puertas en su interior convirtiéndolo en un ser nada receptivo a aquel amor crudo, profundo y envolvente que había sentido por Per desde el primer momento en que lo vio en brazos de Carina. Un amor que él negó a los hijos que había tenido con Beata, y que no se creía capaz de recuperar. Esa era la traición con la que debía vivir el resto de sus días. Y con la que también ellos deberían vivir.
Le temblaba un poco la mano con la que cogió la taza de café. Hizo una mueca de repulsión cuando notó que se había enfriado mientras él cavilaba, pero ya se había llenado la boca con un buen buche del frío mejunje e hizo un esfuerzo por tragárselo.
Oyó una voz desde la puerta.
–Tienes correo.
Kjell se volvió y asintió distraído.
–Gracias.
Alargó el brazo para coger el correo personal del día. Lo hojeó con desinterés. Publicidad, alguna factura. Y una carta. Con una caligrafía en el sobre que conocía perfectamente. Empezó a temblarle todo el cuerpo y tuvo que sentarse. Colocó la carta en la mesa y se quedó un buen rato mirándola simplemente. Iba a su nombre y a la dirección de la redacción. Escrita con letra elegante y anticuada. Transcurrían los minutos mientras trataba de enviar señales desde el cerebro a la mano, de ordenarle que cogiera la carta y la abriera. Pero parecía que las señales se perdiesen por el camino y, en lugar de acción, indujesen a una parálisis total.
Pero al final llegaron a su destino y Kjell abrió la carta despacio, muy despacio. Eran tres folios manuscritos y le llevó varios renglones descifrar la letra. Pero lo consiguió. Kjell leyó la carta. Cuando hubo terminado, la dejó de nuevo en la mesa. Y, por última vez, sintió el calor de la mano de su padre en la suya. Luego cogió la cazadora y las llaves del coche. Guardó la carta cuidadosamente en el bolsillo.
Ahora sólo podía hacer una cosa.
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Los habían reunido en el campo de concentración de Neuengamme. Corría el rumor de que los autobuses blancos tenían la misión de llevarse primero a otros presos, entre ellos los polacos, de modo que después hubiera sitio para los nórdicos. Según el mismo rumor, esa medida costó unas cuantas vidas. Los presos de otras nacionalidades estaban en condiciones mucho peores que los nórdicos, que recibían paquetes de comida por diversas vías y se las habían arreglado relativamente bien en los campos de concentración. Dicen que muchos murieron y que otros acabaron en pésimas condiciones después del transporte desde los campos. Pero, aunque el rumor fuese veraz, nadie tenía fuerzas para preocuparse ahora que, de repente, la libertad se hallaba al alcance de la mano. Bernadotte había negociado con los alemanes, que le permitieron el envío de autobuses para trasladar a los presos de los países nórdicos, y allí estaban.
Axel entró en el autobús tambaleándose de debilidad. Era su segundo traslado en pocos meses. Desde Sachsenhausen los trasladaron súbitamente a Neuengamme, y aún se despertaba a menudo por las noches ante el recuerdo de tan terrorífico viaje. Hacinados en vagones de mercancías, iban impotentes, apáticos, oyendo el sonido de las bombas que caían a su alrededor mientras ellos cruzaban Alemania. Algunas bombas caían tan cerca que oían la lluvia de tierra sobre los vagones. Pero ninguna les dio. Inexplicablemente, Axel logró sobrevivir a aquello también. Y ahora que casi se le había extinguido el último impulso vital, llegó la noticia de que por fin se acercaba la salvación. Los autobuses que los conducirían a Suecia, que los llevarían a casa.
Él estaba en condiciones de entrar por sí mismo en uno de los autobuses, mientras que algunos presos se encontraban en tal estado que tuvieron que subirlos. Faltaba el espacio y la reducida superficie del autobús rebosaba de desgracias. Muy despacio, se acomodó en el suelo, encogió las rodillas y apoyó en ellas la cabeza. No alcanzaba a comprenderlo. Iría a casa. Con su padre y con su madre. Y con Erik. A Fjällbacka. Lo recreó todo en su mente con suma claridad. Todo aquello en lo que no se había permitido pensar durante tanto tiempo. Pero al fin, ahora que sabía que lo tenía a su alcance, se atrevía a dejar que pensamientos y recuerdos campasen por su memoria. Al mismo tiempo, sabía que jamás volvería a ser lo mismo. Que él no volvería a ser el mismo. Había presenciado y vivido experiencias que lo habían transformado para siempre.
Axel odiaba aquella transformación. Odiaba lo que se había visto obligado a hacer y lo que se había visto obligado a presenciar. Y todo aquello no quedaba atrás sólo porque hubiese entrado en aquel autobús. Fue un viaje largo y lleno de dolor, de humores corporales, de enfermedad y de horror. Por el camino iban viendo material de guerra en llamas y un país en ruinas. Dos murieron en el trayecto. Uno de ellos, el hombre sobre cuyo hombro se iba apoyando en los breves intervalos de sueño, cuando el autobús rodaba en la oscuridad de la noche. Por la mañana, al despertar, el hombre se desplomó del todo cuando Axel se irguió. Pero él no hizo más que apartarlo un poco con el pie y llamar a uno de los guardas. Luego se hundió de nuevo en su sitio. Tan sólo era una muerte más. Había visto muchas.
Se dio cuenta de que se llevaba la mano a la oreja constantemente. A veces oía un zumbido, pero por lo general, sólo percibía un silencio hueco, monótono. Había recreado tantas veces aquello en su mente… Claro que había sufrido afrentas peores desde entonces, pero en cierto modo era como si la visión del vigilante que se le acercaba amenazándolo con la culata del rifle representara la traición extrema. Porque, a decir verdad, se conocieron como hombres. Y, pese a pertenecer a bandos diferentes, habían hallado un tono de amabilidad que infundió en Axel una sensación de respeto y de seguridad. Pero en el momento en que vio que el muchacho alzaba la culata del rifle, y en el momento en que sintió el dolor de algo que se rompía cuando se la estrelló contra la oreja, perdió todas las ilusiones sobre la bondad intrínseca del ser humano.