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Authors: Camilla Läckberg

Las huellas imborrables (58 page)

Martin siguió leyendo intrigado.

«Creí que podría arreglarlo todo como suelo hacer, creí que un solo acto de voluntad lo resolvería todo, lo ocultaría todo. Pero en cuanto levanté el almohadón supe que no había resuelto nada. Y comprendí que sólo quedaba una alternativa. Que había llegado al final del camino. Que el pasado me había dado alcance al fin.» Martin miró a Kjell y preguntó:

–¿Sabes a qué se refiere? ¿Qué es lo que hay que ocultar? ¿De qué pasado habla?

Kjell negó con un gesto.

–No tengo ni idea.

–Me gustaría quedarme con esto unos días –declaró Martin agitando el manuscrito.

–Claro –respondió Kjell con voz cansina–. Quédatelas. Yo había pensado quemarlas.

–Por cierto, le había pedido a Gösta que hablase contigo, pero ya que estás aquí, podríamos hacerlo ahora mismo, ¿no? –Martin guardó la carta cuidadosamente en una funda de plástico y la dejó en la mesa.

–¿De qué? –preguntó Kjell.

–Hans Olavsen. Tengo entendido que has hecho ciertas averiguaciones sobre él.

–¿Y qué importa eso ahora que mi padre ha confesado que fue él quien lo mató?

–Bueno, podría interpretarse así, pero aún quedan…, pero aún quedan en torno a su persona y a su muerte muchos interrogantes que querríamos aclarar. O sea que, si tienes alguna información, lo que sea, con la que puedas contribuir… –Martin lo invitó a hablar con un gesto y se retrepó en la silla.

–¿Habéis hablado con Erica Falck? –quiso saber Kjell.

Martin negó con la cabeza.

–También pensamos hacerlo, pero puesto que a ti te tenemos aquí ahora…

–Bueno, no tengo mucho que aportar, la verdad. –Kjell le habló del contacto con Eskil Halvorsen y de que aún no había recibido noticias suyas sobre Hans Olavsen, y dudaba de recibirlas.

–¿Y no podrías llamarlo ahora por teléfono, para ver si ha encontrado algo? –propuso Martin curioso, señalando para animarlo el teléfono que tenía encima de la mesa.

Kjell se encogió de hombros y sacó del bolsillo una agenda desgastada. La hojeó hasta que encontró una página con un post-it amarillo en el que tenía anotado el número de Eskil Halvorsen.

–No creo que haya averiguado nada, pero claro, si quieres, lo llamo –repuso Kjell dejando escapar un suspiro. Acercó el aparato y marcó el número sosteniendo la agenda en la otra mano. Se oyeron muchos tonos de llamada, hasta que el noruego respondió por fin.

–Sí, buenos días, soy Kjell Ringholm. Verá, perdone que le moleste, pero quería saber si… Ajá, ¿recibió la foto el jueves? ¡Qué bien! ¿Qué ha…?

Asintió mientras escuchaba atento cuanto le decía el hombre al otro lado del hilo telefónico y, al ver la expresión cada vez más impaciente y ansiosa de Kjell, Martin se irguió en la silla, contagiado de su impaciencia.

–O sea, que gracias a la fotografía…

–¿Ajá, no era ese su nombre? Es decir, que se llamaba… –Kjell chasqueó los dedos y le hizo a Martin una señal para que le diera papel y lápiz.

Martin se abalanzó sobre el lapicero y lo volcó de modo que todos los bolígrafos cayeron al suelo, aunque Kjell logró atrapar uno en el aire y cogió enseguida un informe que Martin tenía en la papelera, antes de empezar a tomar notas febrilmente en la parte posterior.

–O sea, que no era…

–Sí, ya, comprendo que esto es sumamente interesante. Para nosotros también… Créame…

Martin estaba a punto de estallar a causa de la tensión y no apartaba la vista de Kjell.

–Vale, pues muchísimas gracias. Esto le da un giro radical a los acontecimientos. Sí, gracias, gracias. –Finalmente, Kjell colgó el teléfono y le dedicó a Martin una amplia sonrisa.

–¡Sé quién es! ¡Joder, ya sé quién es!

–¡Erica!

La puerta de entrada resonó al cerrarse y Erica se preguntó a qué vendrían los gritos.

–Sí, ¿qué pasa? ¿Se ha declarado un incendio? –Salió al rellano y miró apoyada en la barandilla.

–Ven, tengo algo que contarte –le dijo su marido acuciándola con la mano para que bajase.

–Siéntate –le ordenó encaminándose a la sala de estar.

–Bueno, me vas a matar de curiosidad –repuso Erica ya sentada en el sofá. Lo miró exigente y le dijo–: Cuenta.

Patrik tomó aire.

–Verás, tú sospechabas que debía de haber más diarios en alguna parte, ¿verdad?

–Sí… –asintió Erica notando un cosquilleo en el estómago.

–Pues resulta que hace un rato pasé por casa de Karin.

–¿De verdad? –preguntó Erica sorprendida. Patrik la tranquilizó con un gesto.

–Déjalo y escucha. Bueno, pues por casualidad le mencioné los diarios. ¡Y me dijo que creía saber dónde hay más!

–¿Estás de broma? –exclamó Erica atónita–. ¿Y cómo lo sabe?

Patrik se lo explicó y a Erica se le iluminó el semblante.

–Claro, por supuesto. Pero ¿por qué no dijo nada?

–Ni idea. Tendrás que ir allí y preguntarle –sugirió Patrik, que apenas había terminado la frase cuando ya iba Erica camino de la puerta.

–Eh, que nosotros nos vamos contigo –replicó Patrik cogiendo a Maja.

–Pues daos prisa –advirtió Erica, que ya salía por la puerta blandiendo las llaves del coche.

Poco después, Kristina les abría la puerta sorprendida.

–Hola, ¡qué sorpresa! ¿Vosotros por aquí?

–Sí, bueno, una visita breve –contestó Erica intercambiando con Patrik una mirada cómplice.

–Claro, adelante. Voy a poner café –propuso Kristina, aún intrigada.

Erica aguardó expectante el momento adecuado, hasta que Kristina hubo preparado el café y se hubo sentado a la mesa. Con mal disimulada impaciencia, le dijo:

–Recordarás que te conté que había encontrado los diarios de mi madre en el desván, ¿verdad? Y que últimamente los he estado leyendo para intentar averiguar quién era en realidad Elsy Moström.

–Sí, sí, claro, me lo dijiste –respondió Kristina, evitando mirarla a la cara.

–El día que estuve aquí creo recordar que te comenté cuánto me extrañaba que hubiese dejado de escribir justo en 1944 y que no hubiese más diarios a partir de esa fecha, ¿no?

–Sí –asintió Kristina con los ojos clavados en el mantel.

–Pues hoy ha estado Patrik en casa de Karin. Y, cuando mencionó los diarios y se los describió, ella dijo que recordaba perfectamente haber visto unos cuadernos parecidos aquí, en tu casa. –Erica hizo una pausa para escrutar la expresión de su suegra–. Según ella, un día le pediste que fuese al armario de la ropa blanca a buscar un mantel y, en el fondo de ese armario, recordaba haber visto unos cuadernos en cuya portada se leía la palabra «Diario». Supuso que eran tuyos y no dijo nada al respecto. Pero hoy, cuando Patrik le habló de los de mi madre…, bueno, cayó en la cuenta. Y mi pregunta es –continuó Erica con calma–, ¿por qué no me dijiste nada?

Kristina guardó silencio un buen rato, sin apartar la mirada de la mesa. Patrik procuraba no mirarlas y concentrarse en comerse un bollo con Maja. Finalmente, Kristina se levantó y salió de la sala de estar. Erica la siguió con la mirada conteniendo la respiración. Oyó abrirse y cerrarse la puerta de un armario y, un instante más tarde, volvió Kristina con tres cuadernos azules en la mano. Exactamente iguales que los que Erica tenía en casa.

–Le prometí a Elsy que los guardaría bien. No quería que Anna y tú los vierais. Pero supongo que… –Kristina dudó un segundo, pero al final se los entregó a Erica–. Supongo que llega un momento en que las cosas deben saberse. Y tengo la sensación de que ha llegado ese momento. Creo que Elsy lo aprobaría.

Erica cogió los diarios y pasó la mano por la portada del primero.

–Gracias –le dijo a Kristina–. ¿Sabes lo que contienen?

–No los he leído, pero conozco parte de los hechos que Elsy relata en ellos.

–Me quedaré aquí un rato leyéndolos –decidió Erica, que fue temblando a sentarse en el sofá de la sala de estar. Emocionada, abrió el primer diario y empezó a leer. Sus ojos se deslizaban por las líneas, por aquella letra que tan bien conocía ya, mientras iba enterándose del destino de su madre y, por tanto, del suyo. Con creciente asombro y consternación, leyó acerca de la historia de amor entre su madre y Hans Olavsen, y de cuando Elsy descubrió que estaba embarazada. En el tercer diario, había llegado al episodio de la partida de Hans a Noruega. Y a sus promesas. Los dedos de Erica temblaban cada vez más y llegó a sentir físicamente el pánico que sin duda experimentó su madre cuando escribió sobre cómo pasaban los días, las semanas, sin que Hans diese señales de vida. Y cuando Erica llegó a las últimas páginas, empezó a llorar sin poder parar. A través de las lágrimas, leyó las palabras que Elsy había escrito con su hermosa caligrafía:

Hoy cojo el tren para Borlänge. Mi madre no ha venido a despedirme. Empieza a ser imposible seguir ocultando mi estado. Y no quiero que mi madre tenga que soportar esa vergüenza. Me va a costar hacer esto, pero le he rogado a Dios que me dé fuerzas para superarlo. Fuerzas para abandonar a aquel a quien no he conocido y por quien, a pesar de todo, siento ya tanto amor, tanto, tanto amor…

Borlänge, 1945

Jamás regresó. La besó al despedirse, le dijo que pronto volvería y se marchó. Y ella se quedó esperando. Al principio, con la más absoluta certeza; luego, con un punto de incertidumbre que, con el tiempo, se convirtió en un pánico creciente. Porque no regresó jamás. Rompió la promesa que le hizo. Los engañó a ella y al niño. Con lo segura que estaba… Ni siquiera se le pasó por la cabeza dudar de su promesa, sino que dio por hecho que él la quería tanto como ella lo quería a él. Qué muchacha más ingenua, qué necia. ¿Cuántas jóvenes no habían sufrido ese mismo engaño a lo largo de la historia?

Cuando ya no podía seguir ocultándolo, tuvo que presentarse ante su madre y, con la cabeza gacha, pues no era capaz de mirar a Hilma a la cara, se lo contó todo. Que se había dejado engañar, que creyó en sus promesas y que ahora llevaba al hijo de ambos en sus entrañas. Su madre no dijo nada al principio. Un silencio muerto y frío inundó la cocina, donde se encontraban, y entonces, precisamente, se desató el terror en el corazón de Elsy. Porque en algún lugar recóndito de su ser había abrigado la esperanza de que su madre la acogiese en su seno, que la hubiese abrazado, que la hubiese mecido dulcemente y le hubiese dicho: «Hija querida, no pasa nada, ya nos las arreglaremos». La madre que fue Hilma antes de la muerte de Elof lo habría hecho. Habría tenido fuerzas para querer a Elsy en medio de la deshonra. Pero su madre no era la misma sin su padre. Una parte de ella murió con él, y la parte superviviente no tenía la fortaleza suficiente.

Así que, sin mediar palabra, le hizo a Elsy la maleta con lo imprescindible. Y plantó a su hija de dieciséis años embarazada en el tren de Borlänge, con una carta manuscrita para su hermana, que vivía allí en una granja. Ni siquiera fue capaz de ir a despedirla a la estación, sino que le dijo adiós brevemente en el porche, antes de darle la espalda y volver a la cocina. La versión que circularía por el pueblo era que Elsy había entrado interna en una escuela de hogar.

Habían pasado cinco meses desde entonces. Y no fueron meses fáciles, pese a que la barriga y toda ella crecían por semanas, tuvo que trabajar tan duro como cualquier otra persona en la granja. De la mañana a la noche se esforzaba por cumplir cuantas tareas le exigían, en tanto que la espalda le dolía cada vez más, a causa de la carga que ya empezaba a dar pataditas en su vientre. Una parte de ella quería odiar al niño. Pero no podía. Formaba parte de ella, parte de Hans, y ni siquiera a él era capaz de odiarlo del todo. ¿Cómo podría, entonces, odiar algo que los unía a los dos? Pero ya estaba todo arreglado. Le quitarían el niño en cuanto naciera y lo darían en adopción. No había otra salida, decía Edith, la hermana de Hilma. Su marido, Anton, se había encargado de los aspectos prácticos, sin dejar de protestar entre murmullos por la vergüenza que suponía que su mujer tuviese una sobrina que se acostaba con el primer hombre que se cruzaba en su camino. Elsy no tenía fuerzas para protestar. Encajaba los estacazos sin objeciones y sin poder dar explicación alguna. Porque resultaba difícil argumentar contra el hecho de que Hans no regresó. Pese a habérselo prometido.

Los dolores empezaron un día de buena mañana. En un primer momento, creyó que se trataba de las habituales molestias de espalda, que la despertaban antes de tiempo. Pero el dolor sordo fue aumentando, yendo y viniendo, cada vez más intenso. Dos horas estuvo retorciéndose en la cama, cuando al fin comprendió lo que ocurría y bajó como pudo de la cama. Con las manos en los riñones, se acercó de puntillas al dormitorio de Edith y Anton y despertó a su tía discretamente. Enseguida desplegaron una actividad febril. Le ordenaron que volviera a la cama y mandaron a la mayor de las hijas en busca de la comadrona. Hirvieron agua, sacaron toallas limpias y, tumbada en la cama, Elsy sintió que el pavor se adueñaba de ella.

Diez horas más tarde, el dolor era insoportable. Hacía ya muchas horas que había llegado la comadrona, que la examinó con rudeza. Se comportaba con ella de manera brusca y desagradable, dejando bien claro lo que opinaba de las jóvenes solteras que se quedaban embarazadas. Elsy se sentía como en territorio enemigo. Nadie tuvo una palabra amable o una sonrisa para ella mientras estuvo en la cama creyéndose morir. Porque era tal el dolor que así lo creía. Cada vez que la acometía una nueva oleada, se agarraba al cabecero de la cama y apretaba los dientes para cerrarle el paso a los gritos. Era como si alguien estuviese cortándola por la mitad. Al principio había algo de reposo entre las oleadas, unos minutos en los que podía respirar y recobrar fuerzas. Pero ya había llegado el momento en que los dolores se producían tan seguidos que no tenía la menor posibilidad de recuperarse. Una sola idea acudía a su cabeza con insistencia: «Voy a morir».

Entre la bruma de tanto padecimiento comprendió que debió de decirlo en voz alta, pues la comadrona la miró con encono y le espetó:

–Nada de lamentaciones. Tú misma te has puesto en esta situación, así que a sufrirla sin quejarte. Ya sabes, muchacha.

Elsy no tenía fuerzas para protestar. Se aferró al larguero tan fuerte que los nudillos se le pusieron blancos cuando una nueva oleada de dolor le atravesó el abdomen abriéndose paso hacia las piernas. Jamás pensó que tal dolor existiera. Se alojaba en todas partes. Penetraba en cada fibra, en cada célula de su cuerpo. Y ya empezaba a vencerla el cansancio. Llevaba tanto tiempo luchando contra ese dolor que una parte de ella sólo pensaba en rendirse, en abandonarse en la cama y dejar que tanto sufrimiento se apoderase de ella e hiciese con ella lo que gustase. Pero sabía que no iba a permitírselo. Era el hijo de Hans y de ella el que debía salir, y pensaba parirlo, aunque fuese lo último que hiciera.

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