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Authors: Camilla Läckberg

Las huellas imborrables (59 page)

Pronto empezó a mezclarse con el dolor conocido, uno de otra índole. Un dolor que presionaba, y la comadrona asintió satisfecha dirigiéndose a su tía:

–Pronto habrá terminado –confirmó empujando el vientre de Elsy–. Ahora debes empujar todo lo que puedas, cuando yo te avise, y el niño no tardará en salir.

Elsy no respondió, pero asimiló lo que acababa de oír y aguardó. La sensación de que tenía que empujar iba creciendo; tomó aire.

–Eso es, ahora empuja con todas tus fuerzas. –Las palabras de la comadrona resonaron como lo que eran, como una orden, y Elsy pegó la barbilla al pecho y empujó. No parecía que ocurriese nada, pero la comadrona asintió brevemente, de modo que debió de hacerlo bien.

–Ahora, espera hasta que vuelvan la contracción y el dolor –le dijo con acritud. Elsy obedeció. Sintió que la presión iba aumentando otra vez y, cuando no podía más, oyó de nuevo la orden de empujar. En esta ocasión sintió que algo se soltaba, era difícil de describir, pero era como si algo cediese en su interior.

–Ya ha salido la cabeza. Con una contracción más…

Elsy cerró los ojos un instante, pero lo único que veía era a Hans. No tenía fuerzas para llorar por él en aquellos momentos, de modo que volvió a abrirlos.

–¡Ahora! –gritó la comadrona con la cabeza entre las piernas de Elsy, que, con las fuerzas que le quedaban, con la barbilla apretada contra el pecho y las piernas flexionadas empujó una vez más.

Algo húmedo y resbaladizo se deslizó de su vientre y Elsy cayó exhausta sobre las sábanas empapadas de sudor. La primera sensación fue de alivio. Alivio ante el fin de tantas horas de sufrimiento. Jamás había sentido un cansancio como aquel, cada parte de su cuerpo estaba agotada por completo, no era capaz de moverse ni un milímetro. Hasta que oyó el grito. Un llanto chillón e irritado que la impulsó a apoyarse en los codos para buscar su origen.

Sollozó al verlo. Era… perfecto. Pringoso y lleno de sangre, y enojado de que lo hubieran sacado a aquel ambiente frío, pero perfecto. Elsy volvió a descansar la cabeza en el almohadón, pues cayó en la cuenta de que aquella sería la primera y la última vez que lo vería. La comadrona cortó el cordón umbilical y lavó al niño a conciencia con una manopla. Luego le puso una camisita bordada que Edith había sacado del armario. Nadie se fijaba en Elsy, pero ella no podía apartar la vista de cuanto hacían con el niño. Sentía que el corazón iba a estallarle de amor, y observaba cada detalle del cuerpo del pequeño con ojos hambrientos. Y sólo cuando Edith hizo amago de cogerlo para llevárselo de la habitación, le salieron las palabras de la boca:

–¡Quiero cogerlo un poco!

–No es aconsejable, dadas las circunstancias –repuso la comadrona irritada al tiempo que le hacía a Edith una seña para que saliese. Pero la tía dudaba.

–Por favor, dejad que lo coja un momento. Sólo un minuto. Luego podrás llevártelo. –Pronunció aquellas palabras con voz implorante y Edith fue incapaz de negarse. Se acercó y puso al pequeño en brazos de Elsy, y la joven madre lo abrazó con mimo y lo miró a los ojos.

–Hola, mi niño querido –le susurró meciéndolo despacio en su regazo.

–Le vas a manchar de sangre la camisita –le espetó la comadrona indignada.

–Tengo más –replicó Edith mirándola de tal modo que la mujer optó por callarse.

Elsy no se hartaba de mirarlo. Lo sentía caliente y pesado en los brazos, y, llena de fascinación, observaba los deditos y aquellas uñas mínimas y perfectas.

–Es un niño muy hermoso –declaró Edith poniéndose a su lado.

–Es como su padre –aseguró Elsy sonriendo al ver que el pequeño se aferraba con firmeza al dedo índice.

–Tienes que dejarlo ya, es hora de que coma –ordenó la comadrona arrancándoselo de los brazos. Su primer impulso fue oponerse, recuperar al niño para no volver a soltarlo nunca más. Pero pasó el instante y la comadrona empezó a cambiarlo con desparpajo, le quitó la camisita manchada de sangre y le puso otra limpia. Luego se lo dio a Edith, quien, tras una fugaz ojeada a Elsy, se lo llevó de allí.

En ese preciso momento, Elsy sintió que algo se le rompía por dentro. En algún lugar recóndito de su corazón, algo se hizo añicos cuando vio a su hijo por última vez. Sabía que sería incapaz de volver a sobrevivir a un dolor semejante. Y decidió que jamás le abriría el corazón a nadie. Jamás, nunca jamás. Se hizo aquella promesa con los ojos anegados en lágrimas, mientras la comadrona se ocupaba de la placenta.

–¡Martin!

–¡Paula!

Los gritos resonaron exactamente al mismo tiempo. Era obvio que cada uno buscaba al otro para algún asunto importante. Ambos se quedaron en el pasillo, mirándose fijamente con las mejillas encendidas. Martin fue el primero en reaccionar.

–Ven a mi despacho –le dijo–. Kjell Ringholm acaba de irse y tengo algo que contarte.

–Vale, yo también tengo algo que contar –repuso Paula siguiendo a Martin a su despacho.

El policía cerró la puerta una vez que Paula hubo entrado y se acomodó en la silla. Ella se sentó enfrente, pero estaba tan impaciente que le costaba mantenerse quieta.

–Para empezar, Frans Ringholm se ha confesado autor del asesinato de Britta Johansson y, además, da a entender que fue el autor de la muerte de Erik Frankel y… –aquí dudó un instante– …y del hombre cuyo cadáver hallamos en la tumba.

–¿Cómo? ¿Se lo confesó al hijo antes de morir? –preguntó Paula desconcertada. Martin sacó entonces la funda de plástico con la carta.

–Se lo confesó después, más bien. Kjell recibió hoy esta carta por correo. Léela y dime cuál es tu primera impresión.

Paula cogió la carta y se concentró en su lectura. Una vez hubo terminado, la volvió a meter en la funda y comentó meditabunda, con el ceño fruncido:

–Bueno, no cabe duda de que dice expresamente que mató a Britta. Pero a Erik y a Hans Olavsen… En fin, lo que dice es que es culpable de sus muertes, pero resulta un tanto extraño en este contexto, sobre todo cuando la confesión es tan clara con respecto a Britta. Así que no sé yo… No estoy segura de que quiera decir que, literalmente, mató a los otros dos también… Y, además… –se inclinó para presentarle su hallazgo, pero Martin la detuvo:

–¡Espera! Tengo más –la interrumpió alzando la mano. Paula cerró la boca, algo ofendida.

–Kjell ha estado indagando sobre el tal… Hans Olavsen. Ha intentado averiguar dónde se metió y, en general, cualquier cosa sobre él.

–¿Sí? –lo acució Paula impaciente.

–Se puso en contacto con un catedrático noruego, una autoridad en la ocupación alemana de Noruega. Como el hombre tiene tanta información sobre la resistencia noruega, Kjell creía que podría ayudarle a localizar a Hans Olavsen.

–Sí… –repitió Paula, que ya empezaba a irritarse de verdad al ver que Martin no iba al grano.

–Al principio no encontró nada…

Paula exhaló un suspiro elocuente.

–…hasta que Kjell le mandó por fax un artículo con la fotografía de Hans Olavsen, el joven de la «resistencia noruega» –añadió Martin dibujando en el aire las comillas.

–¿Y? –preguntó Paula con tal interés que, por un momento, olvidó su propio hallazgo.

–Pues resulta que el tipo no era de la resistencia. Era hijo de un agente de las SS llamado Reinhardt Wolf. Olavsen era el nombre de soltera de su madre, y él lo adoptó cuando huyó a Suecia. Su madre, que era noruega, se casó con un alemán, y cuando los alemanes ocuparon el país, Wolf, que sabía noruego gracias a su mujer, obtuvo un puesto importante en las SS de Noruega. Hacia el final de la guerra, el padre fue apresado y encarcelado en Alemania. De la madre no se sabe nada, pero el hijo, Hans, huyó de Noruega en 1944 y jamás se le ha vuelto a ver. Y nosotros sabemos por qué. Huyó a Suecia, se hizo pasar por rebelde y, de algún modo, acabó en una tumba del cementerio de Fjällbacka.

–Increíble. Pero ¿en qué modo influye todo eso en la investigación? –quiso saber Paula.

–Todavía no lo sé. Pero tengo el presentimiento de que es importante –confirmó Martin pensativo. Luego sonrió–. Bien, pues ya sabes cuál es mi gran novedad. Y tú, ¿qué querías decirme?

Paula respiró hondo y le hizo enseguida partícipe de su descubrimiento. Martin miraba a la colega lleno de asombro.

–Bueno, eso le imprime sin duda un giro al caso –aseguró levantándose de la silla–. Tenemos que proceder a un registro inmediato. Ve sacando el coche mientras yo llamo para solicitar la orden.

Paula no tuvo que oírlo dos veces. Se levantó de un salto, con la sangre bombeándole los oídos. Ahora sí estaban cerca. Lo presentía. Estaban muy cerca.

Erica no había dicho una sola palabra desde que se sentaron en el coche. Iba mirando por la ventanilla, con los diarios en el regazo y las palabras y el dolor de su madre resonando en la cabeza. Patrik no la molestó, consciente de que ya hablaría con él del asunto cuando estuviese preparada. Él no conocía tantos detalles como Erica, pues no había leído los diarios, pero mientras ella los leía, Kristina le había hablado del hijo al que Elsy tuvo que renunciar.

En un primer momento, sintió cierta rabia contra su madre. ¿Cómo había sido capaz de ocultarle a Erica algo así? Y a Anna, claro. Poco a poco, sin embargo, empezó a considerarlo desde su punto de vista. Le había prometido a Elsy no contarlo. Le había hecho una promesa a una amiga, y la había cumplido. Claro que, según dijo, había pensado contarle a Erica y a Anna que tenían un hermano, pero temía las consecuencias de tal revelación. De modo que, cuando le entraba la duda, terminaba por convencerse de que lo mejor era seguir callando. Por un lado, Patrik se rebelaba en parte contra esa resolución, pero creyó a pies juntillas a Kristina cuando esta le aseguró que había intentado hacer lo que consideraba que era lo mejor.

En cualquier caso, ya se había desvelado el secreto, y, por la expresión de Kristina, supo que se sentía aliviada por haberlo dado a conocer. Ahora la cuestión era qué actitud adoptaría su mujer ante la noticia. Aunque, en realidad, ya lo sabía. Conocía a Erica lo suficiente como para tener la certeza de que miraría debajo de las piedras en busca de aquel hermano. Volvió la cabeza y observó su perfil mientras ella miraba abstraída por la ventana. De repente, tomó conciencia de hasta qué punto la quería. Resultaba tan fácil olvidarlo… Resultaba tan fácil que la vida y el día a día rodasen sin parar, el trabajo y las tareas domésticas y… los días, pasando uno tras otro. Pero había momentos como aquel, en los que sentía con una fuerza aterradora hasta qué punto estaban unidos. Y cómo adoraba despertar a su lado cada mañana.

Cuando llegaron a casa, Erica se fue derecha a su despacho. Aún sin haber pronunciado ni una sola palabra y con la misma expresión ausente en la cara. Patrik trajinó un poco por la casa y acostó a Maja para que durmiera la siesta, antes de atreverse a molestarla.

–¿Puedo pasar? –preguntó llamando a la puerta discretamente. Erica se volvió y asintió, aún algo pálida, pero menos absorta.

–¿Cómo te encuentras? –se preocupó Patrik sentándose en el sillón.

–Si quieres que te sea sincera, no lo sé a ciencia cierta –admitió con un suspiro–. Aturdida.

–¿Estás enfadada con mi madre? Quiero decir, por haber guardado el secreto.

Erica reflexionó un instante, al cabo del cual negó despacio.

–No, la verdad es que no. Mi madre se lo hizo prometer, y comprendo que tuviese miedo de hacer más mal que bien contándolo.

–¿Se lo dirás a Anna? –quiso saber Patrik.

–Sí, por supuesto. Ella también tiene derecho a saberlo. Pero antes, tengo que digerirlo yo.

–Y ya te has puesto a buscar, ¿verdad? –adivinó Patrik sonriendo y señalando el ordenador encendido con el navegador abierto.

–Naturalmente –afirmó Erica, también sonriendo–. Ya he empezado a ver qué vías existen para rastrear las adopciones. No creo que resulte tan difícil dar con él.

–¿No te da un poco de pánico? –se inquietó Patrik–. No tienes ni la más remota idea de cómo es ni de qué vida lleva.

–Muchísimo –asintió Erica–. Pero no saber es peor aún. Y, después de todo, es un hermano que tengo por ahí. Y, bueno, yo siempre quise tener un hermano… –terminó con media sonrisa.

–Tu madre debió de pensar en él durante toda su vida. ¿Cambia eso la imagen que tienes de ella?

–Por supuesto que la cambia –repuso Erica–. No es que ahora me parezca que hizo bien siendo tan fría con Anna y conmigo. Pero… –se detuvo para buscar la mejor manera de expresarlo–, pero entiendo que no se atreviese a abrirle el corazón a nadie. Es decir, si pensamos que la abandona el padre de su primer hijo, bueno, porque eso es lo que ella creía que había sucedido. Y luego la obligan a dar al niño en adopción. ¡Y sólo tenía dieciséis años! No quiero ni imaginar lo doloroso que debió de ser para ella todo aquello. Y, además, justo después de perder a su padre y, en la práctica, también a su madre, según parece. No, no puedo culparla. Por más que quisiera, no puedo culparla.

–Si hubiera sabido que Hans no la abandonó… –observó Patrik meneando la cabeza.

–Sí, eso es casi lo más cruel de toda esta historia. Que él jamás salió de Fjällbacka. No la dejó, sino que lo mataron. –A Erica se le quebró la voz–. ¿Por qué? ¿Por qué lo asesinaron?

–¿Quieres que llame a Martin, por si han averiguado algo más? –propuso Patrik. No era sólo por Erica por lo que quería llamar, pues él mismo se sentía sobrecogido por el destino del joven noruego, y dicho interés no se había enfriado precisamente ahora que sabía que era padre del medio hermano de Erica.

–Pues sí, ¿podrías llamarlo? –respondió Erica impaciente.

–Vale, lo llamo ahora mismo –dijo Patrik poniéndose de pie.

Un cuarto de hora después, volvió a subir al despacho de Erica, que vio enseguida que traía novedades.

–Han encontrado un posible móvil para el asesinato de Hans Olavsen –explicó.

Erica apenas podía mantenerse quieta en la silla.

–¿Y?

Patrik dudó un instante, antes de contarle lo que le había revelado Martin.

–Hans Olavsen no era de la resistencia. Era hijo de un alto mando de las SS que trabajó para los alemanes durante la ocupación en Noruega.

Reinaba el silencio en la habitación. Erica lo miró atónita y, para variar, se quedó sin palabras. Patrik prosiguió:

–Y Kjell Ringholm ha pasado hoy por la comisaría. Esta mañana recibió una carta de Frans en la que confiesa que mató a Britta y, además, escribe que es responsable de las muertes de Erik y de Hans. Aunque Martin se anduvo por las ramas ahí. Le pregunté si interpretaba que Frans se hubiese reconocido culpable de los asesinatos de Erik y Hans, pero no estaba dispuesto a jurarlo.

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